Índigo

Galeano decía que recordar es volver a pasar por el corazón. Por eso, cuando a mitad de carrera noté la opresión en el pecho, pensé que tal vez eran los recuerdos los que me dolían y, como desconozco qué médico los cura, pues decidí probar suerte en el cardiólogo.
Mi electro, lleno de picos y de valles, parecía una etapa pirenaica del Tour de Francia. La doctora lo estudió con atención. Sacó una especie de regla y midió desniveles aquí y allá. Frunció el ceño. Me asusté. Puso cara de concentración y, sin aparta la vista del papel, me preguntó: “¿Eres buen deportista?”. Por un momento creí que se refería a si era elegante en la derrota. “Sí, estoy acostumbrado a perder y lo hago con cierta clase…”–dudé un momento–“…aunque no siempre”–confesé. Levantó la mirada y me miró sin verme. Le descubrí una expresión de cierto desconcierto. Rectifiqué rápidamente y no sin cierta incomodidad corregí: “Hago bastante deporte, pero estoy lejos de ser un atleta”. Devolvió la mirada hacia la mesa e,  inescrutable, siguió descifrando los mensajes de náufrago de mi corazón.
A continuación, empezó a radiar sus hallazgos conforme iban surgiendo, con lo que calmó en parte la ansiedad que se había apoderado de mi ser. Dijo algo a cerca de un pequeño bloqueo de rama. Porque, parece ser,  que el corazón tiene ramas que a veces se bloquean. Aunque  yo estoy convencido de que en realidad son sus raíces, que cuando no las riegas con sentimientos se acaban pudriendo.
También me reveló una leve bradicardia, esto es, que el corazón latía algo lento. “Estoy de acuerdo, doctora”–le ratifiqué–“resulta que últimamente me late menos de lo que quisiera”. En ese momento levantó la vista del papel y, por primera vez, me vio. Su mirada rompió el maleficio de los miedos que me ataban y me arrojó en caída libre hacia el índigo profundo y extraño desde el que me observaba. Buceé en él todo cuanto pude contener la respiración. Al emerger, me maravilló el enigma de descubrirme flotando en medio del océano, en el centro de un círculo azul marino rodeado de las aguas turquesas de Belice. Un sitio llamado el “Blue Hole”. Un lugar donde, tiempo atrás, ahora lo recuerdo, nos habíamos conocido. Solo fue un instante, pero, lo confieso, podría haberme ahogado en ese mar, en esa mirada.

 

Afortunadamente me rescató el frío beso de su fonen contra mi pecho desnudo.
La gente lo considera un acto rutinario, pero para mi resulta tremendamente íntimo, ya que no es frecuente que alguien escuche lo que dice tu corazón.
Propuso realizarme una ecografía, a la que por supuesto accedí. Y entonces sucedió algo inédito: por primera vez en mi vida, alguien vio, a ciencia cierta, que tenía corazón.
Mientras exploraba cada rincón, cada recoveco, iba compartiendo conmigo, en su extraño lenguaje, un montón de datos técnicos que carecían para mí de significado. Quiero creer que era su forma de decir: “Que sano y hermoso tu corazón”, «que grácil en su forma de trotar», o tal vez, “que tan bello resuena el eco en sus firmes y robustas paredes”. O quizás, en el fondo, simplemente me decía que ese corazón, el mío, podía volver a latir con alegría y sin miedo si conseguía dejar de repensar tanto y, sobre todo, recordaba menos.
Creo que fue la alegría de seguir vivo, de haber superado el fatalismo con el que parece que la hipocondría me castiga de forma esporádica. O tal vez fuera la sensación de que ciertos momentos deben intentarse cuando se presentan. Y que son muchos los que perdoné, no reconocí, desperdicié o, simplemente, no me atreví. Y no volvieron. Porque esos ya no volverán. O quizá se debió a tener la seguridad de que ella era alguien que valía la pena intentar conocer. Por eso, nada más salir de la consulta, frené en seco, clavé los talones y giré venciendo las leyes de la física. Ni siquiera sabiendo lo que hacía. O tal vez sabiéndolo mejor que nunca. Y volví. Volví a entrar  con paso decidido y rompiendo todas las normas. Y así, azorado pero convencido, me planté frente a ella y le dije:

 

– ¿Un café tal vez?– y me aferré a su sorpresa. Permanecí colgado de su mirada balanceándome sobre el abismo de la duda y el fracaso durante el eterno segundo que sus labios tardaron en esbozar una dulce sonrisa.
– O dos. Ya te he dicho que estás sano y puedes tomar todo el café que te apetezca –. Y me dio una palmadita en el hombro.

 

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Vale, vale… esto no es el «Blue Hole»…pero, ¿a que apetece irse a  Maldivas?

 

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3 respuestas a Índigo

  1. lvaro Cuadrado Gonzlez dijo:

    PEro al final ¿tomaste café o no?. Pr cierto la etimología de recorda, efectivamente, es volver a pasar por el corazón re-cordis (corazón en latín) Date: Thu, 5 May 2016 19:20:07 +0000 To: alcuagon@hotmail.com

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  2. elda dijo:

    😄😱 QUE BONITO😉

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