Δεν ελπίζω τίποτα, δε φοβούμαι τίποτα, είμαι λέφτερος

Καζαντζάκης   Kazantzakis

¿Cómo decides la ropa que te vas poner cada día? Me imagino que cada uno tenemos unas costumbres y sobre todo, dentro de nuestras rutinas, imagino que el contexto y el momento condicionan nuestra elección diaria. Creo que aquel día tuvo una influencia decisiva el documental que estaba viendo mientras desayunaba: El origen de la escritura. Es muy probable que a nivel subconsciente me hiciera pensar en una camiseta que tenía casi olvidada desde hacía dos meses y pico.

 Cuando salí de la ducha me fui directo al cajón y tras rebuscar un poco, apareció la prenda en cuestión. Se trataba de una camiseta sencilla, de manga corta, color granate y con una inscripción ocupando el pecho; en letras griegas blancas estaba escrita una frase de cierto célebre escritor heleno.

Resulta que, en general, siento debilidad por las letras de ciertos alfabetos y, en concreto, las griegas me parecen de una belleza insuperable. Por si fuera poco, cuando escucho hablar ese idioma me resulta fascinante. Creo que podría pasar horas y horas escuchando a alguien que solo me hablara en griego aunque no le entendiera nada; total, mucha gente se pasa la vida entera sin escuchar nada aunque se suponga que lo entienden todo.

Mi viaje a Grecia había sido tan frustrante en algunos aspectos, que la ilusión de tener una súper camiseta de letras griegas no había vencido ese regusto amargo que me había quedado tras volver. Sin embargo, ese día, semanas después del regreso, consideré que mi luto por el viaje había acabado y que realmente me apetecía vestirla. Era domingo por la mañana y me disponía a bailar swing en plena calle.

 Cuando llegué a la plaza donde se había convocado el clandestino, ya había bastante gente bailando. Dejé la mochilita y la sudadera junto a los altavoces, donde se amontonaban las pertenencias del resto con la esperanza de que se vigilaran las unas a las otras.

Me cuesta mucho arrancarme a bailar. Mi timidez natural y la conciencia de mis limitaciones, me mantienen en el banquillo de los suplentes hasta que encuentro una cara conocida, hasta que intuyo la aceptación de la tribu. A partir de ese momento todo es fácil y la diversión y la alegría vencen a la vergüenza.

Por este motivo permanecía en modo espera y medio apartado cuando se acercó a mí.

Era una chica morena y de sonrisa agradable. Cuando esperaba que me pidiera si quería bailar, me sorprendió señalando mi camiseta y haciendo una pregunta.

 –¿Sabes lo que pone?  –dijo.

Asentí y le explique que no sabía ni una palabra de griego pero conocía el significado de la frase que lucía. De hecho, en caso contrario no la vestiría.

Le pregunté si ella entendía griego escrito. Esbozó una sonrisa contenida y sin reírse de mí de forma abierta, me dijo que no solo lo entendía escrito sino también hablado. Resulta que era griega desde que nació. La sorpresa me hizo sonreír y casi ruborizarme puesto que la chica hablaba un castellano espectacular, con menos acento griego que yo. Me dijo que se llamaba Despina, llevaba dos años en Valencia –¡Solo dos años!– y que era abogada de derecho internacional.

Cuando le pregunté por el significado de su nombre, me dijo con cierta decepción que venía a significar “señora, dama, la mujer que manda en la casa”. Me preguntó por el mío y le conté que se trataba de un nombre de origen etrusco que se podría traducir por “guardián, defensor”. Seguimos hablando durante un buen rato antes de ponernos a bailar.

Entre otras cosas le confesé mi admiración por su idioma y sobre todo por su cultura. Volvió a dirigir su atención a mi camiseta y me preguntó si había leído algo del autor de dicha frase, Nikos Kazantzakis. Lo cierto es que la cuestión, aunque de forma no intencionada, me causó cierta contrariedad porque de la misma forma que siempre había rechazado vestir camisetas de bandas musicales no escuchadas, llevar la frase de un escritor que no había leído resultaba una paradoja incómoda. Confesé mi delito y busqué la absolución pidiéndole recomendaciones.

–Quizás la obra más conocida sea Zorba el griego –me dijo. Pero la obra que ella consideraba imprescindible de su escritor griego preferido era Ο Χριστός Ξανασταυρώνεται –admito que cuando lo pronunció casi me derrito– que se podía traducir por algo así como Cristo de nuevo crucificado y que, aunque en castellano sonaba mucho peor, no dudé en apuntarlo y prometerme leerlo antes de acabar el año.

Para alejar la conversación de mi manifiesta incultura le dije que había visitado ese mismo verano su añorada tierra, de forma que le conté algunas cosas de mi viaje.

Le hablé de lo mucho que me gustaba el azul profundo de su Mediterráneo; le compartí que el olor tan nuestro de sus montes llenos de historia me causaba cercanía y le confesé que podría comer cada día de mi vida ese sabroso hojaldre relleno de queso feta que llaman tiropita.

No le revelé la sensación agridulce que me había traído, porque no la achaco a ese bello país ni a sus gentes, unos encantadores y otros no tanto, como ocurre en cualquier otro lugar del planeta.

Le omití que habíamos empezado mal, ya desde un principio, la planificación del viaje; con vuelos que pillamos tarde, mal y caros. Además la combinación de vuelos me iba a impedir llegar a tiempo de un concierto importante para mí y para el que ya tenía la entrada comprada. Por si era poco, preparando el viaje había tenido un desencuentro con la persona que organizaba el viaje, que me había afectado a nivel personal, porque eran muchos los años de relación viajera que tenía con ella. Como no podía ser de otra forma, los seguros, esos que crees que nunca usarás, nos dejaron tirados cuando fueron necesarios. Sumado a lo anterior, las rutas senderistas habían sido mal diseñadas y todo el grupo tuvimos la sensación de no sacar suficiente partido de lugares espectaculares. Por último pero no menos importante, un problema familiar nos había cortado el viaje por la mitad; y es que cuando algo empieza tan torcido, no se suele enderezar. Hacía más de diez años que no viajaba con Eva y quería compartir con ella un viaje perfecto; pero nos salió lleno de contratiempos que aunque hoy les resto importancia, lo cierto es que nos impidieron disfrutarlo con plenitud.

 Todo esto me lo ahorré porque no era el momento, ni tenía la confianza y porque además, me entristecía recordarlo.

En cambio sí le hablé, por ejemplo, de lo ilusionado que había estado preparando el viaje. Le conté como desde hacía muchos años, cada vez que viajaba a cualquier lugar buscaba libros que me hablaran de su historia, de su cultura y de sus costumbres. Mi primera opción siempre era revisar si Javier Reverte, mi escritor de viajes referencia, tenía algo escrito sobre el sitio.

Como no sabía quién era, le hable de él. Reverte había creado un estilo literario propio a partir de su experiencia como periodista y su naturaleza de viajero incansable. Su forma de entender los viajes consistía en recorrer una zona del planeta siguiendo un criterio a veces cultural, en ocasiones geográfico o con frecuencia ambos; cuando contaba su viaje lo hacía narrando sus vivencias e impresiones al tiempo que, de forma paralela, repasaba la literatura, historia y personajes relacionados con dichos enclaves. De esta forma, tenía varias series de libros en los que recorría un río desde las fuentes hasta la desembocadura. En el caso de Grecia había cambiado río por mar y había hecho un periplo siguiendo las andanzas de Odiseo y revisando con ese pretexto toda la cultura griega desde la antigüedad hasta nuestros días.

Este libro, que yo había empleado como punto de partida para mi inmersión cultural griega, lo había escrito en los setenta, pero al no quedar satisfecho con el resultado, había repetido viaje y reescrito el libro veinte años después, llamándolo  Corazón de Ulises. Se lo recomendé porque me pareció que podía ser interesante para ella recorrer su tierra a través de los ojos de un extranjero.  

Nada más decidir Grecia como próximo viaje, dediqué varias semanas a una variada degustación literaria sobre el país heleno. Si bien debo confesar que la Grecia antigua ya suponía con anterioridad uno de mis temas preferidos, lo cierto es que aproveché esta ocasión para que maestros como Graves, Pressfield, Durrell, Gore Vidal y otros me guiaran por el mundo de los mitos griegos, las batallas de Alejandro, la vida en Corfú o el choque cultural con Oriente, entre otros temas.

Llevábamos varios minutos hablando cuando empezó a sonar una canción que a ambos nos gustaba. Con un simple intercambio de miradas decidimos ponerle pausa a Grecia y los griegos e intentamos seguir la música sin perder demasiado el paso. Me gusta bailar porque me divierte pese a ser consciente de hacerlo mal.

Dos canciones y algún pisotón que otro después, nos retiramos de la pista y dedicamos unos segundos a recuperar la respiración. Pasada la tregua, Despina retomó nuestra conversación greco-literaria.

Cuando me preguntó si había leído a Homero, mi sensación de desastre no fue completa; le dije que no había leído la Ilíada todavía pero, durante los últimos días del viaje, sí había acometido la Odisea.

–¿Por qué elegiste La Odisea? –me preguntó intrigada.

–Pienso que es la primera obra que muestra una estructura tan compleja que incluso muchos narradores actuales envidiarían –le respondí sin vacilar– Bueno, y también porque un amigo cuyo criterio respeto mucho, me recomendó ambas pero me dijo que empezara, sin duda, por ella.

Despina permaneció un instante en silencio meditando mi contestación y siguió interesándose por mis sensaciones sobre esta gran obra. No tardó en preguntarme cuál era mi personaje preferido.

–De todos los héroes y heroínas homéricos –le respondí con seguridad– me quedo, sin lugar a dudas, con Odiseo.

Durante otro par de canciones hablamos de algunos de los personajes y situaciones de la Odisea. Me señaló algunas cosas que me habían pasado desapercibidas. Me gustó el tono irónico y, en ocasiones sarcástico, con el que hacía énfasis en la personalidad de estos humanos tan antiguos y, al mismo tiempo, tan actuales. Recordé algunos momentos de esta obra mítica que tenía recientes y que me sorprendió recordar con tanta claridad.

 “Por deseo de los dioses, Odiseo llevaba siete años sin poder salir de la isla Ogigia, en el centro del mar, retenido por la bella ninfa Calipso, «divina entre las deidades». Calipso que era quien le había rescatado de morir ahogado y “lo trataba como amigo, lo alimentaba y le prometía hacerlo inmortal y sin vejez para siempre”… “compartía lecho con él, queriendo desposarle” mientras él seguía triste y apenado pensando en retornar al hogar.”

–Me puedo imaginar al pobre Ulises –le dije con sonrisa socarrona– teniendo que dormir cada noche con esa diosa, divina entre las divinas, sufriendo día tras día tan terrible suerte.

Despina me devolvió una sonrisa igual de burlona y añadió a mi comentario una apreciación personal.

–¿Tú no crees que Penélope –me dijo– todos estos años de espera, debió de tener también sus aventurillas con alguno de sus muchos pretendientes?

Asentí mientras reflexionaba sobre la idea. A decir verdad no me la había planteado hasta ese momento, pero me pareció plausible y hasta recomendable: la castidad, en sentido general, me parece un desperdicio.

Μαραθῶνος   Maratón

El fin de semana anterior se había corrido la Maratón en Valencia. Años anteriores había hecho una planificación cuidada: me había preocupado de estudiar el recorrido y buscar localizaciones donde la luz y el escenario de fondo complementaran el siempre fotogénico esfuerzo de las y los corredores. Esos años madrugaba y me iba cargado de equipo fotográfico para presenciarla desde el inicio y hasta que entraba el último corredor. En varios lugares señalados, disfrutaba del espectáculo sobrenatural que ofrecían esos seres humanos e intentaba retenerlos un instante en mi retina y para siempre en la tarjeta de memoria.

Sin embargo este año decidí no hacerlo. Ni siquiera me planteé acercarme. La predicción de cielos nublados y tal vez algo de lluvia, no auguraban la luz que me gusta y, no nos vamos a engañar, me proporcionaban la coartada perfecta para acostarme tarde el sábado por la noche; y es que tenía entradas para el concierto de Maika Makovski y pensaba disfrutar la noche sin que el mañana me condicionara el momento.

De un tiempo a esta parte, aunque me acueste tarde, me levanto pronto. Como la decisión ya estaba tomada el día antes, no me preocupé y seguí con mi rutina de desayuno de domingo por la mañana: molí un poco de café de Kenia y exprimí unas mandarinas mientras se tostaba el pan. Encendí la tele y en lugar de ponerme un documental como suelo hacer, me puse la retransmisión en directo de la Maratón. Y entonces, como suele ocurrir, me entraron unas ganas tremendas de estar allí en persona, cámara en mano. Mientras disfrutaba de la llegada de la cabeza de carrera desde el sofá, no perdía de vista con el rabillo del ojo el reloj, hasta que me sorprendí haciendo cálculos mentales de horarios de metro;  todavía me daba tiempo de asistir a gran parte del evento. Así que cogí la cámara, un solo objetivo, una batería de repuesto y salí disparado.

No tardé en llegar al centro. Me aposté frente a la Plaza de toros siguiendo la magnífica luz que aportaban unos tímidos rayos de Sol que entraban de forma lateral y que, de tanto en tanto, pintaban de alegría el sufrimiento de los muchos participantes.

Hay ciertas cosas que aunque te den pereza, una vez las decides, nunca te arrepientes: caminar el monte bien temprano, ver música en directo o hacer una clase de yoga son algunas de ellas. En mi caso, coger la cámara y salir a hacer alguna foto, es otra.

Al final debí de pasar alrededor de un par de horas disfrutando de la carrera; sin expectativas y sin obligaciones, participando a mi manera en esa sucesión de instantes mágicos que es esta prueba. Penalidad y satisfacción, dolor y sonrisas, lágrimas y triunfo, se sucedían en los rostros de los y las atletas; un regalo de superación y esfuerzo para quienes les acompañábamos tras las vallas.

Cuando volvía a casa en metro, con la tarjeta de memoria llena de emociones, no pude evitar pensar en la primera carrera de Maratón de la historia. Mientras preparaba el viaje por Grecia, el fabuloso ensayo de Holland sobre las Guerras Médicas, llamado Fuego Persa, me había revelado detalles que desconocía y que me sorprendieron acerca de los orígenes de la reina de las carreras. Me gustaría compartirlos.

Con el sometimiento de Mileto, el gran imperio de Darío ponía fin a la rebelión. Atenas había ayudado a los rebeldes enviando veinte barcos de guerra. Este gesto la situó en el punto de mira de Darío. Cinco años después, en el 490 a.C. una fuerza conquistadora persa se presentaría a sus puertas. Durante este tiempo de espera el gran debate en Atenas era decidir la estrategia de defensa que iban a adoptar. Una opción era encerrarse e intentar resistir un asedio pero existían facciones quintacolumnistas favorables a rendirse a los persas, por lo que era probable que alguien, desde dentro, acabara abriendo las puertas al enemigo.  La alternativa era salir con todas las fuerzas disponibles a plantar cara a la fuerza invasora fuera de la ciudad, es decir, jugárselo todo a una carta. Tras agrios debates se había optado por esta segunda estrategia.

Los persas desembarcaron en la playa de Maratón con una fuerza abrumadora; un cálculo razonable estima veinticinco mil soldados, una fuerza que los persas consideraban suficiente para vencer toda resistencia, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ese momento ningún ejército griego había derrotado a los persas.  Más preocupante para los griegos que la superioridad numérica era la presencia de la temible caballería persa, que no tenía oposición entre las filas griegas.

Desde Maratón los persas tenían dos caminos posibles para rodear el monte Pentélico y dirigirse a Atenas. Si se les dejaba vía libre, dominarían toda la región del Ática y con la ventaja numérica sería imposible detenerlos. Resultaba primordial contenerlos en el lugar de desembarco antes de que iniciaran el camino hacia Atenas. Por este motivo todo el contingente de hoplitas –soldados de infantería griegos – que había podido reunir Atenas junto con algunos aliados de Platea, emprendió la marcha con la mayor premura para cerrar el acceso a esos dos posibles caminos.

 En el mismo momento en que las fuerzas atenienses, unos diez mil combatientes, abandonaban totalmente pertrechadas Atenas, uno de sus ciudadanos, Filípides, un atleta reconocido como el mejor corredor de la ciudad, se dirigía en dirección contraria hacia Esparta para solicitar ayuda frente al enemigo común. En tan solo día y medio Filípides recorrió doscientos cincuenta kilómetros por terreno montañoso (una auténtica proeza que en la actualidad homenajea una ultramaratón llamada “Spartathlón”).

Lo que se encontró allí el atleta al llegar fue un panorama muy distinto del momento angustioso que sufría su pueblo; los espartanos celebraban esos días la Carneia, la fiesta más sagrada de su ciudad. Las implicaciones de este hecho eran determinantes: los espartanos no podían ofender a los dioses combatiendo durante esa semana; hasta que la Luna llena no lo indicase, no podrían marchar en ayuda de los atenienses. Faltaba una semana para ese momento, lo que sumado al tiempo de marcha para llegar a Maratón, suponía diez días de demora en sumarse a la defensa griega.

 Filípides volvió a recorrer la misma distancia de vuelta y de nuevo a la mayor velocidad que pudo, para llevar al frente la respuesta de los espartanos. Cuenta la leyenda que a mitad de camino se le apareció el dios Pan en forma de macho cabrío y le dedicó palabras de ánimo y buen augurio. Parece razonable que Filípides, después de hacer dos Spartathlones casi seguidas, estuviera tan al límite que sufriera alucinaciones. Con dioses o sin ellos, Filípides consiguió  llegar a Atenas y desde allí hasta Maratón para transmitir a los generales atenienses el mensaje espartano y el favor del Dios Pan.

Ante esta situación inesperada, los estrategas atenienses tenían claro que debían resistir una larga semana para dar tiempo a que les llegara esos refuerzos fundamentales. Por otro lado, eran conscientes de que los persas tenían espías infiltrados entre sus filas y ya debían saber de los caprichos del calendario espartano.

Durante cuatro días los ejércitos se limitaron a vigilarse sin que hubiera movimientos por parte de nadie. Datis, el general persa, era reacio a atacar porque los griegos habían fijado sus posiciones en el piedemonte, una posición ventajosa que además contaba con terreno escabroso que dificultaba un ataque con la caballería. Aquella noche desertores jónicos de las filas persas pasaron la información de que las fuerzas de caballería estaban empezando a embarcar. Los persas pretendían dividir sus fuerzas para retener a los griegos allí mientras por mar atacaban la ciudad.

 Los generales atenienses se reunieron para tomar una decisión. La mitad de los generales estaba de acuerdo con Milcíades, que insistía en que era el momento de atacar dado que la fuerza persa se quedaba sin su potente caballería. La otra mitad pensaba que atacar a una fuerza tan superior, a campo abierto y sin tener los griegos ni arqueros ni caballería era una auténtica locura.

La decisión final fue atacar al amanecer.

Con los primeros rayos de sol los griegos formaron y se lanzaron contra las posiciones persas. Historias posteriores cuentan que recorrieron entre uno y dos kilómetros que les separaba del frente medo a toda velocidad. Parece muy improbable. Un hoplita griego pertrechado con toda su armadura de bronce soportaba no menos de veinte kilos de peso. Lo razonable es que avanzaran ahorrando toda la energía que pudieran para lo que se les venía por delante y solo en el tramo final, cuando se hallaban al alcance de los arqueros, se lanzaran a la carrera.

 Las tropas griegas eran inferiores en número pero mucho mejor preparadas tanto en indumentaria como en técnica de combate por lo que la batalla se decantó del lado ateniense desde el primer momento. Se produjo el caos entre las tropas persas, que rompieron la fila y huyeron en desbandada hacia los barcos atracados en la playa. Los persas intentaban embarcar no solo para escapar de la muerte sino también para unirse a los barcos que con la caballería habían partido antes y dirigir toda su furia contra Atenas. Los griegos advirtieron ese peligro de inmediato por lo que la lucha junto a los barcos resultó terrible para ambos bandos, produciéndose una auténtica carnicería.

Al final, los griegos, exhaustos, vencieron en esta batalla  e incluso fueron capaces de capturar siete barcos, pero el resto de barcos con gran parte de las tropas enemigas había logrado escapar. El camino por tierra para los persas estaba cerrado, pero no por mar. No es difícil imaginar la consternación de los hoplitas atenienses siendo conscientes de que sus familias, por completo desprotegidas, estaban a cuarenta y dos kilómetros de distancia y que los barcos persas se dirigían hacia ellas sin ninguna oposición.

Dicen las crónicas que a mitad de mañana, empapados en sudor y sangre tras haber estado combatiendo a muerte desde el amanecer, vieron que no tenían otra que dirigirse hacia Atenas “tan rápido como pudieran llevarlos sus piernas”. Podemos imaginar el esfuerzo sobrehumano que les debió suponer recorrer tal distancia y en esas condiciones; pero lo cierto es que lo realizaron y consiguieron llegar al final de la tarde a la ciudad; justo a tiempo, puesto que los primeros barcos empezaban en ese instante a llegar a Falero, el puerto de la ciudad. En ese momento se estima que los persas debían de contar todavía con unos veinte mil soldados; pero el desembarco con las tropas griegas esperando en tierra era muy arriesgado, por lo que Datis decidió dar media vuelta y volver a casa.

Al día siguiente llegó el refuerzo espartano con dos mil soldados.

Según cuenta Holland, es esta marcha de las tropas atenienses, desde el campo de batalla en Maratón hasta Atenas, la que inspiró al educador francés Michel Bréal para que propusiera la “carrera de Maratón” para los Juegos Olímpicos de 1896. La leyenda de que fue Filípides quien llevó jadeante al Ágora la noticia “Hemos ganado” para después morir de agotamiento es muy poética, pero no deja de ser una falacia.

Tormenta tropical

Hacía tres días que habíamos regresado de Corfú y la situación familiar que nos había hecho acortar nuestro viaje estaba relativamente controlada.

Si hay algo que he asumido desde hace tiempo es que la vida es una ruleta rusa de alegrías y decepciones; nunca sabes lo que viene a continuación pero no hay más camino que seguir jugando. Puesto que nada te va a librar de la siguiente tristeza, más vale disfrutar a tope de lo que te toque bueno.

Al cerrarse la puerta del viaje se había abierto la ventana de dos conciertos muy especiales para mí.

 Protomartyr era mi banda más escuchada, junto con Interpol, durante los últimos cuatro años y resulta que tocaba la noche del equinoccio en una sala pequeña cercana a Atocha.

Estuve indeciso hasta el día antes, pero al final me decidí a hacer una fugaz escapada de menos de veinticuatro horas a Madrid. Medio engañé a Rocío, una amiga de la capital, para que se acercara al concierto. Creo que no era en absoluto su estilo pero se atrevió a salir de su zona de confort musical.

En directo cumplieron todas mis expectativas musicales si bien me quedó cierto regusto agridulce porque el cantante me pareció un capullo. Lo habitual en salas pequeñas y con bandas que sigo de verdad, es quedarme un rato e intentar conocerles. En este caso no esperé, en parte por compensar a Rocío con al menos una cena decente, pero sobre todo porque no quería decepcionarme más con el personaje y que su música empezara a caerme mal; siempre me ha costado separar autor y obra.

Cuando volvía en tren a la mañana siguiente traté de recapitular todo lo que me había sucedido durante el viaje, pero en especial lo acontecido en las últimas veinticuatro horas del mismo. Intenté rememorar la sensación irreal, casi onírica, que había tenido en algunos momentos y que ahora, cual recuerdo vaporoso, se fugaba de mi mente por mucho que luchara por retenerla. Cogí la libretita que siempre llevo encima y empecé a anotar cosas sobre el viaje. Repasando esas notas esta misma tarde he visto que escribí nombres de dioses y diosas, para después unirlos mediante flechas a personajes reales que nos habíamos encontrado durante el viaje. Recuerdo haber tenido en algún momento la absurda idea de que algún dios ocioso, o tal vez ofendido, estaba complicándonos la vida a modo de entretenimiento. He leído que debajo de todas esas correspondencias había escrito y subrayado las palabras de Reverte: “Cuidado con los dioses. Son niños caprichosos y malcriados que se distraen de sus divinamente aburridas vidas  jugando con nuestros destinos”.

Cuando llegué a Valencia ya era Otoño aunque seguíamos en pleno verano. La amenaza de fuertes tormentas en los próximos días inundaba los titulares de la prensa local. Faltaba cuatro días para uno de mis conciertos más deseados: las Tropical Fuck Storm tocando en El Loco Club. 

El directo de esta banda australiana me apetecía de manera muy especial porque tenía entradas para su anterior visita a Valencia, en Diciembre de 2019, cuando cancelaron por enfermedad del cantante. Así que en cuanto anunciaron en Mayo que su gira pasaría por esta ciudad, Quique y yo nos compramos las entradas. Para mi desdicha, el viaje de Grecia, que había surgido a posteriori, se solapaba con este concierto y por apenas cuatro horas no regresaría a tiempo de verlo.

La broma impredecible que es la realidad me había devuelto, contra todo pronóstico, la posibilidad de acudir a verlo. Quizás, después de todo, Reverte tenía razón y los dioses, con sus juegos de trileros, se estaban partiendo de risa de mis ínfimas y mortales ilusiones.  

Llegó la tarde del domingo y los cielos se llenaron de nubarrones tan negros, que parecía que Zeus había decidido inundar la ciudad de una vez por todas.

La línea entre la ilusión y la expectativa excesiva es muy fina. Mientras me preparaba para acudir a mi cita musical me inquietaba haberla traspasado.

Cuando salía de casa camino del metro, la alarma de lluvia del móvil me alertó de que la tromba de agua era inminente. Pese a los avisos, no había cogido ni chubasquero ni paraguas; en parte por el tremendo calor que hacía, pero también por no ir cargado y poder disfrutar mejor del concierto. Además, el hecho de que en los días previos apenas hubiera llovido pese a las predicciones de diluvio, me había hecho subestimar el cielo amenazador. Así pues, al final me dirigí al concierto protegido únicamente con mi optimismo.

Había quedado con Quique y con Majo dentro. Al poco acudieron Nerea y Javi. Nada más verlos recordé que, al menos en parte, estaban allí por la promoción que les había hecho de este grupo. Para mí se trataba de una banda imprescindible porque hacían algo diferente y lo hacían tremendamente bien. De repente, cierta responsabilidad musical recaía sobre mis hombros. María y Susana con las cámaras ya preparadas, estaban justo delante de nosotros.

Tres cuartos de hora después y sin mediar teloneros, las Tropical Fuck Storm aparecieron en escena y fueron ocupando sus sitios en el escenario. Desprendían simpatía y buen rollo, sin dejar de sonreír en ningún momento.  Lauren Hammel a la batería, y Fiona al bajo, quedaban en un segundo plano. Un poco más de protagonismo tenían Erika, guitarra y teclado, así como el cantante principal, Gareth, que actuaba descalzo y que estaba probando la guitarra, creando la distorsión y desafinado tan característicos de su música. En tan solo tres minutos tuve la certeza de que el concierto iba a ser especial. Fueron increíbles; uno de mis mejores conciertos en varios años.

Al acabar pudimos comprobar que en persona son gente amable y cercana; conversamos, nos hicimos fotos y nos firmaron vinilos. Cuando le conté a Hammel que hacía tres años que les esperaba, me dio un fuerte abrazo espontáneo lleno de energía y sentimiento. Me llegó tan dentro como su música.

Estuvimos sin querer irnos durante un buen rato. No queríamos que un momento así pasara;  porque en la ruleta rusa de la vida estas balas de plenitud no nos tocan tan a menudo.

A la salida nos esperaba una brutal tromba de agua que hacía justicia al nombre de la banda. Llegué a casa empapado de felicidad.

Un final de infarto

Las últimas veinticuatro horas de nuestro viaje a Grecia fueron de todo menos vacaciones.

Cambiar vuelos de un día para otro no es fácil; ni barato. Nuestro nuevo vuelo salía al día siguiente. Intentamos desconectar de nuestra realidad y aprovechar esas últimas horas en Corfú visitando la costa occidental de la isla, pero nuestro momento era lóbrego y una sensación opresiva de fatalidad nublaba nuestro camino.

 Tras recoger el coche de alquiler nos dirigimos a la playa de Glyfada, una de las mejores de la isla. Lo cierto es que la zona era espectacular: arenas amarillas finas bañadas por aguas trasparentes de tonalidades azules y turquesas, todo ello enmarcado por monte mediterráneo de abundantes pinos. Pero no era nuestro viaje y, definitivamente, tampoco nuestro día; un viento intenso hacía que permanecer en la playa resultara una misión imposible. Buscamos refugio en uno de los chiringuitos cercanos. Pese a que llegamos a sentarnos, nos dimos cuenta de que no acabábamos de estar cómodos; así que sin llegar a pedir siquiera, nos levantamos y salimos. Fue el primero de varios sitios que descartamos nada más entrar.

Acabamos cogiendo el coche y probamos suerte en uno más apartado. Parece ser que allí acabábamos  todos los desahuciados de la playa. El sitio no justificaba la valoración de Google, pero al menos el aire no se llevaba las servilletas y, eso sí, las vistas desde lo alto del acantilado eran increíbles. La comida tan solo era comida. Revisamos en el móvil sitios cercanos donde poder pasar la noche porque no teníamos nada reservado. Tras descartar unos cuantos por su precio, nos quedamos con un par de opciones. Uno estaba como a tres kilómetros al sur de donde nos encontrábamos y el otro en el pueblo de Pelekas, un municipio de montaña camino de la ciudad de Corfú, a unos quince minutos en coche de Glyfada. Decidimos probar suerte en el primero, el Madalenas B&B. Nuestra idea era acercarnos y negociar un precio; era un domingo por la tarde de finales de Septiembre y pensábamos que no habría mucha cola esperando habitación.

Se trataba de una villa que regentaba una familia local. Madalena y su marido se sorprendieron al vernos. Cuando les preguntamos por una habitación, Madalena, que llevaba la voz cantante, nos invitó a sentarnos fuera, en la terraza, mientras avisaba a su hermano que por lo visto era quien hablaba bien inglés. En la recepción, que hacía las veces de barra de bar y de sala de estar de la casa, había infinidad de trastos desperdigados por los sofás, juguetes de niños por los suelos e incluso varios platos con restos de comida sin retirar. Sin duda los habíamos pillado en mal momento, aunque mi intuición me invitaba, desde el primer instante, a salir corriendo.

La terraza, espaciosa y abierta, tenía sitio para más de diez mesas; todas ellas orientadas hacia el mar junto a una barandilla sencilla de rejas negras. La vista era de tal belleza que cortaba la respiración. En un extremo de la terraza había una mesa ocupada por una chica muy joven;  quizás había abandonado la adolescencia hacía minutos. Iba vestida con indumentaria gótica y estaba sentada con las piernas dobladas encima de una silla mientras escuchaba música. Transmitía la sensación de estar muy lejos de este planeta. Un señor mayor, con aspecto británico, también sin otra compañía más que la de su cerveza, ocupaba una mesa en la otra parte de la terraza.

El fuerte viento le quitaba todo el romanticismo posible a las impresionantes vistas.  En el momento en que me esforzaba por abrochar hasta arriba la cremallera del chubasquero para que hiciera de cortavientos, salió el marido de Madalena con dos vasitos. Nos dijo que era cortesía de la casa; un vino blanco de fabricación casera que hacía su suegro.

El tiempo de espera hasta que salió el hermano nos permitió hablar sobre el lugar y acordar el precio al que estábamos dispuestos a llegar. Pasados varios minutos, salió el hermano. Se trataba de un chico moreno y joven, alto y desgarbado, que vestía chándal, chanclas con calcetines blancos y una camiseta negra con algún que otro agujero. Nos habló de los precios y nos mostró las habitaciones. Por fortuna el precio superaba nuestro presupuesto acordado por lo que ni siquiera tuvimos la duda de quedarnos. Sentí alivio porque no me gustaba el sitio; si bien es cierto que ese día no me gustaba nada. Así que dimos media vuelta y nos largamos.

Cogimos el coche y recorrimos el estrecho camino de curvas, subidas, bajadas y de nuevo curvas y más pendiente; y en cada tramo, rezábamos a todos los dioses por no cruzarnos con otro coche de cara. Un ratito después, llegamos a Pelekas.

 Agnes era una señora mayor, de casi setenta a juzgar por su aspecto. Vestía toda de negro, tenía un inglés difícil y un carácter todavía más complicado. Por su expresión seca y su actitud reticente parecía que nos hacía un gran favor por hospedarnos.

Tras lo que pareció suponerle un gran esfuerzo se decidió a enseñarnos una habitación. En ese instante, otra señora algo más joven y que estaba sentada en una silla a la puerta del bar de enfrente, se acercó hacia nosotros y nos empezó a hablar en tono alto y poco amistoso. Cuando pasó al inglés empezamos a comprender lo que intentaba dar a entender. Decía que habíamos estado tomando unas cervezas en su terraza esa misma mañana y que nos habíamos marchado sin pagar; la guinda que nos faltaba para completar el día. Pese a que le explicamos  y hasta juramos que era nuestra primera visita a su pueblo, la señora, que destilaba agresividad por todos sus poros, persistía en su demencial acusación. Me imagino que para ella todos los turistas teníamos la misma cara. Con sinceridad, no sé qué me molestó más, que me llamara ladrón o que me confundiera con un turista cualquiera.

Mientras, nuestra nueva casera no movía ni un dedo para mediar en el conflicto. Estábamos a punto de irnos cuando Agnes, por fin, nos sugirió que la siguiéramos para enseñarnos la habitación. Fuimos de inmediato tras ella como forma más práctica de quitarnos de encima  a la loca del bar. Por el camino, Agnes nos dio a entender que su locura no era transitoria. Lo cierto es que durante todo el viaje nos habíamos encontrado con gente maja y normal. Supongo que debe ser un clásico que te tropieces a toda la gente antipática junta y en tu peor momento. Imagino que por un lado tu estado de ánimo negativo no saca lo mejor de ellos y, por otro, estás menos dispuesto a disculpar según qué cosas.

Para acceder a la habitación, que en realidad era una vivienda antigua en pleno centro del pueblo, había que caminar cincuenta metros calle arriba y abandonar la vía principal para perderse por un laberinto de callejuelas de apenas dos metros de anchura. Tras callejear un poco se llegaba a la casa; solo restaba subir un piso por una escalera exterior para acceder a la vivienda. Nada más llegar arriba, Agnes, visiblemente fatigada, abrió con la llave y, cuando apenas había dado un paso para entrar se apoyó medio encogida en el marco de la puerta, llevándose una mano al pecho. Eva y yo nos miramos con los ojos desorbitados. Me acerqué a la señora y la sostuve con las manos mientras pensaba: “Por Zeus, Agnes, no te mueras nunca, pero sobre todo no te mueras ahora”.

No se murió. Nos contó que le pasaba con frecuencia al subir escaleras. Le recomendamos con insistencia que no dejara de ir al médico cuanto antes para que le estudiaran el corazón. Desde ese momento descubrimos que la señora hasta sabía sonreír; o algo parecido.

La habitación resultó ser amplia y correcta; el precio, bueno. Estábamos tan cansados de perder el tiempo buscando un sitio para dormir que decidimos que nos valía.

El resto de la estancia en Pelekas fue normal y no tuvimos ningún problema más. Eso sí, decidimos no arriesgarnos a pasar por delante del bar de la loca por si las moscas; además, para fortuna nuestra, lo interesante del pueblo quedaba en el otro sentido.

Había un mirador a unos quince minutos de caminata que permitía ver toda la isla de Corfú. El atardecer desde allí, pese a estar deslucido por el viento, fue espectacular. Como augurio positivo, el mejor feta meli de todo el viaje nos esperaba en la taberna local donde cenamos aquella última noche griega. Parece que las cosas empezaban a mejorar; o eso creíamos… porque todavía nos quedaba entrar en un aeropuerto.

No creo que a nadie le gusten los aeropuertos. Si puedo ir en tren lo elijo sin dudar. Pero como en tantas otras ocasiones, esta vez no teníamos alternativa.

Nuestro vuelo era a priori bueno; conectaba Corfú con Valencia con una escala mínima en Zúrich. Hasta ahí todo perfecto; hasta que el vuelo se empezó a demorar y acabó saliendo con cuarenta minutos de retraso. En el momento en que despegaba el avión  ya sabíamos que si no nos esperaban, perderíamos el otro vuelo. Llegados a ese punto; da igual que hables con las azafatas y que cuando expliques tu problema te regalen sonrisas. No esperes que te resuelvan nada. Es algo que hace tiempo que tengo asumido y por tanto ni me sorprendió ni añadió frustración a la situación.

Que nuestros asientos estuvieran ubicados al final del avión sí que me preocupaba. Si en Zúrich nuestro avión “aparcaba” en un “finger” seríamos los últimos en salir. En caso de que el desembarco se realizara con autobuses, sería más lento. Sin embargo, en este caso tal vez abrirían por delante y por detrás y, con suerte, al descender de los primeros por la parte trasera, podríamos acceder a uno de los primeros autobuses.

Que yo recuerde nunca antes me había tocado desembarcar mediante autobuses y que solo abrieran por delante.

Tras desesperar mientras todos, de forma calmada y sin ninguna prisa, bajaban antes que nosotros, nos llegó el turno de salir. Bajamos a la carrera por las escaleras del avión para subir cuanto antes al autobús. Varios vehículos habían partido ya repletos de gente desde nuestro vuelo camino de la terminal. Pese a que el autobús no estaba lleno por completo, en el momento en que accedí a su interior las puertas se cerraron de golpe tras de mí, dejando a Eva en tierra. Algo así nunca me había ocurrido: literalmente le dieron con la puerta en las narices.

Esto implicaba que ella tendría que esperar a que se llenara el siguiente autobús; varios minutos más de retraso. Mi indignación con el conductor se transformó en seria preocupación cuando escuché por megafonía que se avisaba a los pasajeros de que el autobús realizaba dos paradas: la primera para los que tuvieran que recoger maletas y salir a la calle y la segunda, para los pasajeros en tránsito hacia otros vuelos. ¿Escucharía Eva con el estado de nervios del momento que había que bajar en la segunda y no en la primera parada?

Yo no podía hacer otra cosa más que esperar y cruzar los dedos. Bajé en la segunda parada y la esperé. Por fin llegó el siguiente autobús…sin ella.

Seguí esperando, minuto tras minuto, un autobús detrás de otro, pero Eva no bajaba de ninguno.

En ese momento tuve la inspiración de quitar el modo avión y llamarla. Aún no había marcado su número cuando me entraron varias llamadas perdidas suyas. ¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!

Marqué. Escuché el tono de llamada…Una vez, dos,…y descolgó.

Estaba todavía en un autobús y se había percatado de que tenía que bajar en la segunda parada. Me dijo que, sin esperarla, corriera hacia la puerta de embarque para intentar que no nos cerraran el vuelo; ella acudiría allí en cuanto su autobús llegara.

Apenas era consciente de la pesada mochila mientras corría, de forma frenética, hacia la puerta A87. Me faltaban unas sesenta puertas para llegar desde donde me había dejado el autobús. Solo si nos estaban esperando podríamos coger el vuelo que ya había rebasado su hora prevista. Mi corazón amenazaba con salirse del pecho. Hacia la puerta A65 las piernas me empezaron a flaquear pero seguí corriendo a toda velocidad y sin aceptar la derrota. “Para esto voy a correr por la playa –pensé–, para coger este puto avión”. Durante las últimas diez puertas ya no tenía ni voz para gritarle que se apartara a la gente que adelantaba en las cintas correderas. Cuando pude divisar de lejos la puerta 87 confirmé que ya no quedaba nadie…

…excepto las dos azafatas que nos estaban esperando.

Ὄλυμπος   Olimpo

El tercer día de viaje era el gran día. Habíamos pasado la noche en el refugio y ese día nos esperaba el ascenso a la cima.

Me desperté antes de que amaneciera. Compartía habitación con varios del grupo, por lo que me deslicé fuera del saco de forma sigilosa para no despertar a nadie y recogí la bolsa con la ropa y la cámara. Cuando salí hacía fresco pero abrigado se estaba bien. Me dirigí a uno de los miradores y esperé a la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos.

Disfruté de un hermoso amanecer mientras la mayoría del grupo se despertaba y, tras un rápido desayuno, empezamos a prepararnos para la larga jornada. Me anudé bien las botas, ajusté los bastones y tras rellenar las cantimploras, me ceñí la mochila. El día había comenzado despejado y apacible. Cuando partimos del refugio apenas soplaba una ligera brisa fresca que, eso sí, invitaba a calzarse bien el gorro y subirse un poco más la cremallera del forro polar.

Conforme ascendíamos por caminos de cabras, de piedra caliza y tierra ocre, el sol iba ganando altura y potencia de forma que se empezaba a echar de menos la sombra de los pinos, abundantes al inicio pero cada vez más escasos. De vez en cuando, al rebasar alguna cornisa, el camino nos dejaba demasiado expuestos y el viento frío del Norte nos invitaba a acelerar el paso hasta volver a quedar resguardados. Sin embargo, a mitad de mañana, se agradecía ese soplo boreal aunque corriéramos el riesgo de olvidar la intensidad real del traicionero sol de montaña. 

Tras varias horas subiendo desparecieron por completo los pinos y poco después incluso los arbustos. El resto de la caminata transcurría por roca y tierra desnuda de casi toda la vegetación. Hasta ese momento no había sentido que el camino me exigiera demasiado esfuerzo.

No recuerdo el momento exacto en que de la nada empezaron a aparecer formaciones nubosas de blanco esponjoso. Parecían surgir de la cima. En otras ocasiones, una bruma inesperada subía ladera arriba siguiendo nuestros pasos hasta envolvernos creando un escenario de tintes místicos.

En el tramo final, el camino discurría por mitad de una ladera de derrumbe llena de miles de piedras de diferentes tamaños y formas. Caminar por encima de ese firme exigente resultaba incómodo y agotador. En ocasiones las nubes danzaban a nuestro alrededor, jugando a mostrar de forma caprichosa partes de la cima para ocultarlas por completo un instante después. De forma súbita empecé a notar un aumento del viento en contra. La sensación de esa parte final del ascenso era la de tener una enorme mano invisible contra el pecho y las piernas impidiendo nuestro ascenso e invitándonos a dar media vuelta. La dificultad de la subida, con desnivel cada vez más acusado, junto con la oposición del fuerte viento fue disgregando el grupo. Eva iba unos metros por delante. Un pequeño grupo se perdía unos cincuenta metros camino arriba. Por detrás venía el resto, subiendo de forma lenta y penosa; sus caras reflejaban sufrimiento. Algunos excursionistas que nos habían adelantado al inicio de la jornada estaban ahora parados a un lado del camino intentando ajustarse el cortavientos para combatir el intenso soplo de Eolo.

La bruma no me permitió en ningún momento divisar con claridad la cima hasta que, de forma inesperada, llegué a la primera de ellas. El monte Olimpo cuenta en realidad con varias cimas que coronar: Skala, Skolio y Mytikas, que con 2918 m es la más alta del monte y de toda Grecia; de hecho es la segunda mayor altura de los Balcanes. Desde Mytikas parte una cuarta cima, de menor altura pero de más difícil acceso, que se llama Stefanis y a la que también se conoce como el Trono de Zeus.

La primera cima que coronamos fue Skala. En ella nos detuvimos un buen rato. Se trataba de la cima más fotogénica, por lo que todos hicimos el protocolario desfile de posados en grupo, por parejas y de forma individual. Hay gente que no se cansa de posar pero debo admitir mi poca paciencia para ello.

No tardé ni cuatro fotos en abandonar el grupo a su suerte y dirigirme a Skolio. El camino no tenía pérdida posible y estaba poco expuesto al precipicio. No tarde mucho en llegar y me alegre de haberme anticipado al grupo para poder disfrutar en solitario de tan solemne lugar. De repente y como si de un regalo divino se tratara, el viento me dio una inesperada tregua; recuerdo que ese instante de silencio en la morada de los dioses y con el mar de nubes a mis pies fue pura magia.

Al llegar no me había percatado del excursionista que unos diez metros más abajo estaba sentado en silencio mirando el paisaje. Debía estar sintiendo, al igual que yo, la sobrecogedora majestuosidad del momento.

Se trataba de un señor mayor, como de la edad de mi padre y que vestía en tonos ocres, sin colores llamativos, lo que junto a su completa inmovilidad justificaba que no hubiera notado antes su presencia. En ese momento, algún movimiento mío debió rescatarle de su ensoñación porque, con expresión de sorpresa, giro su rostro hacia mí y tras descubrirme, sonrió. Era una sonrisa franca que transmitía calma interior. Percibí algo familiar en él. Tuve la sensación de que nos habíamos visto antes; sin embargo no lo ubicaba entre la gente con la que habíamos coincidido el día y la noche anteriores en el refugio. Tampoco recordaba haberle visto en el camino de ascenso, por lo que debía haber emprendido la ruta muy pronto por la mañana o haber abordado la subida desde otro punto de acceso, que yo desconocía que existiera. Sea como fuera, el caso es que se dirigió a mí en un perfecto castellano. Le devolví la sonrisa y me acerqué a saludarlo e intercambiar algunas frases.

Me dijo que era de Madrid, que viajaba solo y que no era la primera vez que venía a esa parte de Grecia, pero sí la primera vez que, por fin, se había animado a subir al Olimpo. Le felicité de forma efusiva porque, con sinceridad, no me pareció que estuviera en un estado de forma físico como para semejante esfuerzo. El ascenso no tenía ninguna dificultad técnica pero implicaba cierto hábito de andar por montañas y el señor no daba ese perfil.

 Me pidió si le podía hacer una foto que inmortalizara el momento. Me acercó una cámara Lúmix compacta, pequeña y diría que bastante obsoleta, muy de señor mayor a decir verdad, y me señaló el botón que debía oprimir para hacer la foto. Le pregunté, como hago en estos casos, qué escena quería que saliera en ella. Me dijo que lo dejaba a mi criterio. Fue en el momento en que encuadraba la foto cuando tuve una intensa sensación de descubrimiento. Me detuve y dudé por un instante. Encuadré de nuevo y esta vez sí, apreté tres veces el botón, no fuera que en alguna le pillara los ojos cerrados. Al revisar cómo había salido la foto, confirmé la certeza de lo imposible y se me cortó la respiración por un instante.

Le devolví la camarita con la mirada clavada en sus ojos. Me dio las gracias sonriendo sin apartar su mirada y me invitó a sentarme en la misma roca junto a él. Sin que mediara palabra empezó a recitar en voz baja y grave, con tono solemne y ritmo pausado, el poema de Itaca de Kavafis.

Me quedé estudiando cada rasgo de su cara mientras él seguía recitando de forma sentida y, por increíble que pareciera, tuve que aceptar que estaba hablando con el mismísimo Javier Reverte.

Admito que no fui capaz de escuchar en su voz las bellas palabras del poeta griego durante esos segundos eternos en que el tiempo se había detenido y en mis oídos tan solo retumbaba el fuerte galope de mi corazón. Cuando me recuperé del colapso inicial esperé al momento oportuno para hacer la ansiada pregunta…y la respuesta fue que no, que desde luego no era Reverte, pero que tampoco era la primera vez que le confundían con él. Era normal, me dijo, que un rostro común como el suyo, de la misma quinta que el escritor y viajando en solitario, invitara a la confusión. No pude más que respetar su aseveración aunque una parte de mí se seguía aferrando a la inverosímil identidad literaria.

No obstante, me reconoció que había leído y mucho a Reverte por lo que, de la manera más natural, la obra del escritor se estableció entre nosotros como punto de encuentro y conexión espiritual. Le confesé que aún no me había leído todos sus libros, pero los muchos que sí había leído le convertían en mi escritor de viajes de referencia.

 El primer libro que le había leído era  El Sueño de África, primero de la Trilogía de África, su gran obra de referencia. A raíz de recorrer el curso del Nilo, hacía casi treinta años, había escrito esta serie, a mi parecer una obra maestra de la literatura de viaje. De hecho, este libro había sido aprovechado por algunas agencias de viajes de aventuras, que habían seguido al dedillo todos sus itinerarios.

 Mi primer viaje a África había sido en camión durante casi un mes, cruzando toda Uganda desde la frontera con RD del Congo, acampando en las fuentes del Nilo y bordeando el Lago Victoria para entrar en Kenia a través de la frontera terrestre oriental. Tras acampar en Masai Mara habíamos cruzado a Tanzania y recorrido todo el Norte: Serengueti, Ngorongoro, Olduvai y los asentamientos bosquimanos del lago Eyasi para finalizar el viaje en Zanzíbar, la isla crisol de culturas. Recuerdo cada uno de esos lugares icónicos en un viaje muy duro pero fascinante, que no era sino un plagio, etapa tras etapa, del imprescindible libro de Reverte. Desde aquella aventura, le confesé, siempre que había viajado a un lugar, había empezado por sumergirme en su historia a través de algún libro de Javier Reverte.

Le comenté que mi último gran viaje antes de la pandemia había sido a Etiopía, uno de los tres países protagonistas del tercer libro de la Trilogía de África. Uno de mis proyectos, cuando pudiera ser, consistía en visitar los otros dos países de dicho libro, siguiendo así el recorrido del Nilo desde sus nacimientos en Uganda –Nilo Blanco– y Etiopía –Nilo Azul– y cruzando Sudán para acabar en Egipto.

También tenía en lo alto de mi lista de deseos emular el recorrido de El Río de la Luz. En él, Reverte había seguido los pasos de Jack London durante la fiebre del oro y para ello, había realizado parte del recorrido descendiendo el Yukón en kayak. London, le reconocí, era el autor que más me había influido de pequeño y uno de los responsables de que amara leer y viajar.

Mientras le hablaba de forma apasionada sobre mis proyectos viajeros él mantenía una mirada cálida y me dio la sensación de que, tal vez, algo nostálgica.

Me contó que no solo había leído esos libros que le acababa de mencionar sino que además había visitado esos lugares y, según me dio a entender, muchos otros. Me aconsejó que no dejara de hacer esos viajes porque la vida era muy corta y el mundo muy extenso y lleno de maravillas. De repente se quedó callado y con la mirada perdida en el paisaje, o en el infinito o quizás en sus recuerdos, quién sabe.

Escapó de la incomodidad del silencio dándome un nuevo consejo:

–Está muy bien que leas a Reverte o a cualquier otro escritor de los que han recorrido el mundo siguiendo las obras de los clásicos pero tal vez deberías beber de las fuentes originales… ¿Has leído algo de Homero?

Cuando viajo suelo leer en ebook por razones de peso. En este viaje lo traía lleno de libros sobre Grecia, de todo tipo, y desde luego, no faltaba Homero, a quién no había leído todavía. Le confesé que proyectaba hacerlo pero que me costaba engancharme por el lenguaje y la forma de narrar.

Me miró con expresión indulgente  y sentenció:

–Empieza por La Odisea –y con la solemnidad de quien va a hablar de algo que le merece mucho respeto añadió– La Ilíada es una gran obra, pero es lineal y ¿cómo decirlo? algo más espesa si te cuestan este tipo de lecturas. Sin embargo, en la Odisea Homero va y viene en el tiempo, cuenta partes en tercera persona para luego intercalar la narración de las aventuras de Ulises en primera. Resulta muy interesante la transformación del personaje conforme transcurre el relato; el pirata taimado y cruel que sale de Troya con el botín se va humanizando a golpe de adversidades. Ulises es el primer héroe que realmente se comporta como un humano en la historia de la literatura. –Se detuvo un instante como recreándose en el recuerdo de algo hermoso y sentenció– La Odisea es la primera obra que muestra una estructura tan compleja que incluso muchos narradores actuales envidiarían.

Percibí con el rabillo del ojo que se acercaba mi grupo al completo y no me pasó desapercibido cómo su rostro mostraba ahora cierta incomodidad. Entendí que a nivel de perturbar la paz interior, una persona era una cosa pero un grupo, otra bien distinta. Noté por su lenguaje corporal que nuestro encuentro se acercaba a su fin.

Me miró a los ojos y sonrió de nuevo mientras se levantaba. Se detuvo un instante y se volvió hacia mí dejándome una enigmática frase: “Cuidado con los dioses. Son niños caprichosos y malcriados que se distraen de sus divinamente aburridas vidas jugando con nuestros destinos”.

Apenas se había alejado dos pasos cuando con un hilillo de voz le llamé.

–Javier –le dije– Gracias por tanto.

Me dedicó una sonrisa de esas que trascienden, de las que dicen todo sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra y se dio la vuelta. Observé emocionado como se alejaba. Todavía al escribir estas palabras siento un nudo en la garganta.

Llegó el resto del grupo y tras las fotos de rigor emprendimos el descenso. Tras varias horas de caminata, llegamos al refugio donde paramos a reponer algo de fuerzas antes de proseguir con la bajada. Según supe días después, Eva y el resto del grupo me notaron ausente durante todo el camino. Imagino que lo atribuyeron a mi carácter, que a veces es algo taciturno; aunque en esta ocasión estaba causado porque seguía conmocionado a raíz de mi encuentro.

Decidí no contar que acababa de mantener una conversación con Javier Reverte en persona, quien hacía ya casi dos años que había emprendido su último gran recorrido por un río, el Estigio, el que separa el mundo de los vivos y los muertos, el mismo que cruza el Hades.

Tardé días en volver a casa y poder consultar mi ejemplar en papel del libro Corazón de Ulises. Recordaba que en el centro había varias páginas con fotos en color, tomadas por el autor la mayoría, en las que mostraba diversos lugares a los que se hacía referencia en el texto.

 La busqué con ansiedad. Encontrarla me causó alivio pero también vértigo. Allí estaba la foto de Javier en la cima del Olimpo, la foto que yo le había hecho pocos días antes. En realidad, una parte de mí, mientras encuadraba y pulsaba el botón, recordaba esa foto a la perfección por haberla visto en el libro; esa parte de mí se había esforzado de forma profesional para que saliera lo más parecida posible… y hay que reconocer que me salió idéntica.

Epitafio

Acabábamos de llegar a Grecia la noche anterior. Un viaje lleno de ilusiones y posibilidades se abría ante nosotros. Nos había tocado un grupo con gente agradable. Además, el itinerario era muy atractivo: tras aterrizar en Tesalónica, en el Noreste del país, esa primera mañana haríamos una ruta subiendo unos mil metros de desnivel, hasta llegar al refugio Spilios en las faldas del Monte Olimpo. Allí pasaríamos la noche, para madrugar al día siguiente y emprender el ascenso. Desde el refugio hasta la cima subiríamos otro desnivel de mil metros y tras coronarla, bajaríamos los dos mil de tirón. Aunque sin ninguna dificultad técnica y con el añadido de que la previsión del tiempo era buena, se trataba de los dos días más exigentes de todo el viaje.

Después de visitar la morada de los dioses nos desplazaríamos siempre hacia el Oeste, para ir visitando y realizando  diferentes caminatas por lugares icónicos del Norte del país, como la garganta de Vikos, la garganta de Aoos o los monasterios de Meteora; a continuación cruzaríamos en ferry a Corfú. En esta hermosa isla Jónica finalizaba la primera parte del viaje, de tipo organizado y con guías de montaña. A partir de ese momento, nos quedaríamos a solas mi hermana y yo y sería un viaje a nuestro aire por otras dos islas: Cefalonia e Ítaca, la cual me hacía especial ilusión.

 Se trataba de un viaje sencillo y cómodo. De esos que piensas que no se pueden torcer.

Había dormido poco y necesitaba activarme lo antes posible, así que decidí salir en busca de un capuchino de verdad y no lo que me habían puesto en el hotel.

Me alejé de la zona turística de Litochoro y entré en una cafetería de locales. Me tomé mi imprescindible dosis de cafeína y cuando iba a pagar se me ocurrió preguntarle al señor si sabía de algún sitio donde pudiera conseguir un mapa de la zona. Suelo coleccionar mapas de los lugares que visito y el Olimpo es uno de esos sitios de los que te gusta tener el mapa. Me indicó más o menos como callejear hasta llegar a una tiendecita discreta y apartada.

La señora rozaba los sesenta, tenía el pelo blanco y la sonrisa sincera.  Era encantadora y conectamos desde el primer momento. Tenía un mapa senderista de la zona que era exactamente lo que yo buscaba. Pronuncié un ortopédico gracias en griego que se vio recompensado con una sonrisa de refuerzo positivo. Me enseñó a pronunciarlo. Lo repetí varias veces como un niño chico. Me corrigió otras tantas, con paciencia y empatía, hasta que al final asintió con expresión aprobadora. Compartí con ella mi devoción por la belleza de su idioma. Creo que esto la animó a dedicarme unos minutos intentando enseñarme el “de nada” y los imprescindibles “buenos días, buenas tardes y buenas noches”. Practiqué y me corrigió. Me habría quedado toda la mañana aprendiendo pero tenía que volver con el grupo. Fue entonces, cuando estaba a punto de dar media vuelta para salir, cuando la vi.  En un rincón con poca luz había una camiseta colgada. Tenía una frase escrita en el pecho; el epitafio de un gran escritor griego:

“Δεν ελπίζω τίποτα, δε φοβούμαι τίποτα, είμαι λέφτερος”

“No espero nada, no temo nada, soy libre”

Esta entrada fue publicada en Sin categoría, travel stories. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s