El paraguas

“Hoy no me pinto.”

Me miro de nuevo al espejo. Veo frente a mí a una mujer joven aunque todavía dormida. Hay días que me veo madurada, que no madura, aunque también. Y siempre, a esta hora, recién levantada, me siento tremendamente cansada.  Cansada de no dormir porque no concilio el sueño y, si lo logro, porque no lo mantengo y, si lo sueño, porque son pesadillas. Y lo peor es que son pesadillas de trabajo, las más inútiles que se han inventado. Pero, por encima de todo, estoy harta de esperar, pasivamente, en la cola de la vida y ver como nunca llega mi turno.

Vuelvo al aquí y ahora. Dejo de mirar mi mirada y me sumerjo en el pragmatismo. ¿Qué me calzo? Es tan tarde que no voy a poder rescatar las botas de agua, donde quiera que fuera que mi ascendente virgo las encarcelara tras las últimas lluvias. Me reconcome una de tantas pequeñas y absurdas injusticias: Ellos pueden ir al trabajo con las botas de trekking de Goretex y hasta se gustan. En nosotras todo resulta mucho más complicado. ¿Me pongo las bailarinas? Locura total tras toda la noche lloviendo a mares. ¿Las botas pues? No, que no llego. Nada, que serán las bailarinas y rapidito, que pierdo el bus. Pero antes recito mi mantra ante el espejo.: «Lo mejor está por llegar». Y salgo de estampida.

Ando corriendo. Corro andando. Todo son charcos. No noto el frío. Que no, que no llego. Lo pierdo. Mierda. Lo pierdo seguro. Y patino…ufff, casi! Al menos no llueve…todavía. Y empieza a llover a océanos. Abro el paraguas. Me lo cierra el viento. Noto los pies húmedos y helados. Amenazo al viento con mi paraguas. Pero lejos de asustarse lo coge por la cintura y se marca un tango con él. Y ya son menos cinco. Imposible. Giro la esquina y cruzo el parque y, al fondo, atisbo la ansiada parada. Recta final. Taquicardia. Miro de reojo por si llega antes que yo.

A esta parte de mi trayecto la llamo «parque Usain Bolt», porque batí en él el récord de los cien metros lisos. ¿Qué día? Todos los lunes. Y, a veces, en tacones.

Detalle del parque

Detalle del parque «Usain Bolt»…

Cuando cruzo victoriosa la meta no soy ovacionada por la multitud que allí espera. Tropiezo con las mismas caras resignadas de siempre. Percibo su momentánea mirada indiferente. Luego ni eso. Contemplo la misma expresión ausente en todos ellos, todos los días. Ovejas. Es la imagen que aparece cuando cierro con fuerza los ojos.

Como no hay sitio a cubierto me la juego y me quedo en el borde de la acera. La vida es riesgo. Ja. Ya debería llegar el autobús. Vigilo con inquietud los charcos más próximos. Desvío la mirada a los coches que amenazan con pisarlos. ¿Me aparto o me quedo? Si me retiro pierdo toda opción de asiento. Y son veinte minutos de camino. Con lluvia, treinta. Porque el tiempo es lo único que no encoje con el agua.

En el momento en que pasa el impresentable de turno y me arroja un cubo de agua sobre las rodillas, no estallo. No libero la ira que ha ido gestándose desde que me levanté. No desato la tempestad de fuego que, dormida, permanece latente en el volcán de mis frustraciones. En su lugar permito que me inunde una oleada de sentido del ridículo que tiñe mis mejillas de rojo semáforo. Soy consciente de que no hay nada vergonzante en que un cretino confirme las expectativas. Pero no puedo contener mi rubor. Y eso me irrita más que sumergirme en un charco de lodo.

Conquistar un asiento no apaga el fuego de mi interior. La pecera en forma de bailarinas donde chapotean mis pies no extingue el incendio de mi furia contra el mundo. Me pongo los auriculares y busco evadirme en cualquier música. Hasta que se sienta a mi lado una compañera de trabajo. Genial. Lo mejor para desconectar. Asumo que, extraoficialmente, acabo de empezar a trabajar, aunque estos treinta minutos no me los pagarán como horas extra.

Cuando bajo del autobús la lluvia puede considerarse diluvio bíblico. Le hago la envolvente a mi acompañante y escapo a mi suerte bajo la tormenta. Entonces reparo en que el agua me salpica la cara. A ver. Esto es imposible, me argumento. El paraguas es de los buenos, no de los del chino. Acepto estar calada de media pierna para abajo. Consiento andar sobre las aguas como una nueva mesías. Incluso admito la cascada que desciende por uno de mis brazos. Pero la cara, no. Es imposible. Entonces dirijo la mirada y percibo la violencia con que la lluvia martillea sobre el agua que cubre la acera. Escucho el repiqueteo del agua contra el suelo. Siento los quejidos lastimeros del cemento al ser apaleado. Y veo asombrada como, en realidad, casi que llueve hacia arriba. En ese momento de locura y sonrisa me imagino dirigiendo el paraguas contra el suelo y poniendo pose de damisela del siglo diecinueve. Entonces, de repente, decido inventarme un sortilegio. Me concentro y lo invoco. Así es como comienzo a diluirme bajo la tempestad, de forma que ni el agua que llueve de arriba ni la que diluvia desde abajo, me mancillan. Y resulta que, por un momento, soy impermeable a la mediocridad.

Modelo: Leila Amat Ortega (Manifeste Des Yeux). Muchas gracias, Leila. Fotografías realizadas durante el Taller impartido por Leila Amat en la escuela Revelarte (Valencia)

Modelo: Leila Amat Ortega (Facebook.: Leila.amat.ortega). Muchas gracias, Leila.
Fotografías realizadas durante el Taller impartido por Leila Amat en la escuela Revelarte (Valencia)

 

 

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3 respuestas a El paraguas

  1. manifestedesyeux dijo:

    Precioso el texto, preciosas las fotos que lo acompañan. Gracias por este regalo para los sentidos, Sergio. No dejes de ser como eres.

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  2. Ingrid Solbrig dijo:

    Felicidades, ¡me ha encantado!

    Le gusta a 1 persona

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