Jigsaw

“¿Has besado alguna vez a una mujer, Dani?” Es la pregunta con la que respondo cuando me comenta que si no estoy cansado ya de ir a ver auroras.

“Vale, lo pillo.”- Acepta con tono resignado, evitándome el resto de mi argumentación. Dani es un amigo que conocí en Islandia hace un año, en un viaje lleno de grandes momentos, vacío de auroras y teñido de la melancolía de mi momento personal.

Hoy, un año después, acabo de volver de un viaje para ver auroras. Un viaje alegre y divertido,  no tan lleno de auroras como había encargado por Amazon (no tardaremos en llegar a este punto) y con un momento personal que progresa adecuadamente.

Al final, nada sale como prevés (ni en los viajes ni en la vida). Con todo, no puedo ir contra mi esencia. Soy previsor por naturaleza. Es duro. Pero he aprendido a convivir conmigo. Para los que me rodean es, en ocasiones, supercómodo y, en otras, exasperante. Para mí también. A veces, como dice Frankie Machine,  «me resulta tan difícil ser yo…”. A pesar de ello, de un tiempo a esta parte siento que me he relajado, y no lo digo como una pose. Es real. Tal vez no transcienda. Pero yo lo percibo. He conseguido que algunas  situaciones (sólo algunas, tampoco nos pasemos) que antes me habrían agobiado, ahora, incluso me supongan un reto que afronto sonriendo y disfrutando. Lo llamo “modo bolas chinas”.

Nuestro primer contacto con Laponia es una imagen como ésta. Se trata de la carretera principal que cruza la región de Norte a Sur. La realidad es que la carretera es magnífica. Los fragmentos de vídeo están grabados por Tony Duplà, que hace esto en sus ratos libres de copiloto. He puesto musiquita porque no me gusta oírme (aunque soy incapaz de estar callado cuando conduzco)  pero no es un vídeo que pretenda ninguna calidad, es un simple documento gráfico. 


Su mejor versión.

En esta ocasión, en lugar de hacer amigos en el viaje me los he llevado puestos. Tony me soporta desde hace 23 años. Vicen es, desde hace 13, como una hermana. Y Pardo me aguanta desde hace casi 3. En realidad se llama Sergio. Pero como éramos demasiados para un mismo coche, pues me apropié del nombre. De esa forma, el único que le podía llamar así, sin confusiones, era yo. Sin embargo, evito llamarlo Sergio, por si en lugar de responderme él, me respondo yo.

Pardo es tímido, noble, tímido, cauto, tímido, callado al principio y hablador por los codos cuando bajas la guardia y, sobre todo, es buena persona. Y aunque tal vez no deba mencionarlo, es algo tímido. Su sentido del humor es peculiar. Suelta paridas que sólo le hacen gracia a él y que le dejan algo bloqueado (demasiado poco rato, en ocasiones) cuando los demás no simulamos una risa. Porque los amigos no simulan. Entonces, sin avisar, dispara, en voz baja, sólo para sus oídos, comentarios incisivos, brillantes, hilarantes. Auténticos torpedos a la línea de flotación que si no son amplificados por alguien se pierden en el limbo de la genialidad olvidada.

Lo hablé con Tony antes del viaje. A veces creemos que el destino confabula en torno nuestro, bien sea a favor bien sea en contra. Pero olvidamos que, en ocasiones, somos simples peones de la partida que se juega para otros. Por eso, cuando le dije a Tony que éste era el viaje de Pardo, tuve un sentimiento agridulce. Porque, en el fondo, a todos nos jode ser actores secundarios. Sin embargo, una vez finalizado el viaje, admito mi error. Los cuatros hemos sido actores principales, aunque cada uno de su película. Al mismo tiempo, escenas interpretadas por cada uno de nosotros han completado el rompecabezas de los demás.

En una de las cenas, ya con el capuccino delante, puse cara de sabio muy sabio y agravé el tono de la voz para dar más importancia a lo que iba a revelar. Le conté a Pardo una de mis teorías favoritas. La de que somos nosotros quienes nos ponemos nuestras limitaciones. Sí, la misma frase exacta que días después me escribieron dedicada a mí.

Pienso que, en cierto modo, vallamos nuestras posibilidades. Nos encerramos en nuestras inseguridades y prejuicios y arrojamos la llave bien lejos, para que se hunda en el mar de la falsa seguridad. Pardo, en mi opinión, ha saltado la valla en este viaje. No digo que haya corrido libre por el prado sin volver la vista atrás. Y seguro que volverá al redil, como todos lo hacemos, a esa cómoda habitación gris en la que la rutina nos hace sentirnos a salvo. Pero, al menos, ya es consciente de que se puede saltar la valla sin que se hunda el suelo. Y te digo más, Pardo, abiertamente: de todo lo que has hecho en el viaje, el paso más difícil, fue decidir venir. Lo demás, vino solo. Y en la próxima escapada de tu pequeña celda del falso comfort, no temas. Aunque te cuenten que fuera te espera un laberinto. Incluso si te dicen que al final del laberinto te espera un Minotauro. Porque tal vez pueda aparecer una Ariadna y cederte su ovillo para que encuentres el camino de vuelta.

Tal vez no sea necesario que le cuente esto, porque lo cierto es que ha roto sus cadenas durante este viaje y creo que se ha sorprendido a sí mismo de lo que es capaz de hacer.

Sergio Pardo fotografiando una aurora boreal.

Sergio Pardo fotografiando una aurora boreal.


Cita con el surrealismo.

Una noche más y, tras envolvernos hasta parecer una cebolla The North Face, cargamos con todo el material y nos aventuramos hacia el interior del lago helado. Si despeja y si hacen acto de presencia…nos encontrarán atentos y complacientes como un nuevo amante. Ayer la copiosa nevada nos hizo renunciar. Hoy hace menos frío y las nubes se nos insinúan mostrando claros de luna. El hielo parece resistente. Sin embargo, saber que debajo hay un lago nos hace ser cautos al caminar sobre la llanura de mármol helado. Dicen que un grosor de 5 cm de hielo es suficiente para que no te vayas al fondo…siempre que no coincida con una corriente que pase justo bajo tu zona. Al final supimos que la zona era segura, pero no antes de que dos de nosotros pisáramos agua líquida.

Todo esfuerzo tiene su recompensa. Conducir hasta aquí, el frío, los resbalones, la incomodidad de montar trípodes, cámaras, disparadores…todo esto, en medio de un lago helado de la Laponia finlandesa, te compensa cuando tomas conciencia de dónde estás. Cuando respiras y el vaho dibuja formas fantasmales entre la luna creciente y las estrellas de más allá del Círculo Polar. Y, sobre todo, al sentirte pequeño, diminuto, ínfimo, ante ese silencio blanco que sólo interrumpe la luz llameante de la luna que, colándose entre las nubes, enciende y apaga la alfombra de cristal bajo tus pies. En ese preciso momento, surge la magia y ellas acuden a la cita. El hechizo verde de las auroras se aprecia a lo lejos, sobre la negra silueta de unas montañas al norte. Este momento lo vale todo. Y habría alcanzado el rango de sublime si el surrealismo no me persiguiera hasta el mismísimo culo del mundo. O, al menos, eso pienso cuando observo como aparca el autobús que vomitará cuarenta turistas japoneses sobre “nuestro” lago helado. Detesto a los turistas japoneses. Porque, con tanto lago, siempre tienen que ponerse o delante de tu cámara o entre los pies de tu trípode. No tardo nada en explicárselo. Y no necesito traductor para que lo entiendan. Pero, claro, las auroras se asustan, normal, y se van. Para no volver.


Ojos y botas.

Abandonamos la carretera principal y nos aventuramos por carreteras blancas, sin asfalto, sin quitanieves. Llegamos a la frontera con Rusia. Allí encontramos, tras perdernos y encontrarnos y volvernos a perder, lo que buscamos: una iglesia. No, no es que mi conducción haga que todos sientan esa necesidad espiritual. Es simple interés cultural.

Pardo y yo dedicamos unos minutos a fotografiar el exterior. Tony está sentado en un lateral, agobiado porque se ha metido hasta la cintura en la nieve del cementerio y se le ha mojado la bota. Vicen está dentro. Entonces sale. Y tras ella una guía local que encabeza un grupo de excursionistas. Cierra la puerta. Me dirijo a ella para que me deje entrar. Reparo entonces en que es alta, rubia y llamativa. Se gira y me dice que tiene que llevarse a todo su grupo (que ya va camino abajo) y que, sintiéndolo mucho, no puede dejarnos las llaves, porque tiene que devolverlas. Entonces  me llama mucho la atención algo en ella…sus botas. Son exactamente como las mías, como las mías que me han salido defectuosas y se llenan de agua. Se lo comento. Me mira con incredulidad y adivino sus pensamientos: 1. A mí me la repampinfla lo que le pase a tus botas  2. Devuélvelas o reclama o llora si lo prefieres  y  3. Con lo buenorra que estoy (y lo sé), ¿cómo te atreves a hablarme de tus botas?¿Acaso tengo cara de representante de “Sorel Caribou”?

Pero en lugar de decirme todo eso, resulta que es simpática y me da conversación. Me pregunta sobre qué hemos visto y me explica que ella es de Helsinki aunque lleva años trabajando de guía local en Laponia, por lo que se considera medio lapona. Además, me da las instrucciones para llegar a un lugar que no figura en la Lonely y que resulta ser el sitio más espectacular de toda la zona. Pero esto último, me lo tiene que repetir dos veces, porque durante la primera me he convertido en Homer Simpson al fijarme en ese par de ojazos verdes. O tal vez azules. Pero que con la luz anaranjada del sol ártico lucen de un verde sobrenatural y que destacan, hipnotizantes, sobre el conjunto de rasgos de su  belleza elegante. Porque tal vez los finlandeses no sean (en general) muy cálidos, pero, guapos y guapas, lo son un rato.

Minutos después se marcha. La veo como se aleja por el camino y desaparece de mi realidad.


Red fire en Panimo.

En uno de los varios pueblos que hemos recorrido estos días hay un lugar aceptablemente auténtico. Quiero decir, que van muchos locales y pocos de fuera. El sitio es lo más parecido a un Pub Finlandés. Es en él donde decidimos tomar algo la última noche para celebrar las buenas sensaciones con las que nos despedimos del viaje. El antro se llama «Panimo».

Es un sitio peculiar, en el que entras y nadie te mira. Ni siquiera el tipo que está fuera del local, en plena nevada a varios-bajo-cero y en manga corta. No te miran aunque tu aspecto difiera en todo con el de los lugareños enfundados en vaqueros. Al entrar, desde detrás de la barra, el dueño te saluda con gesto adusto y pereza indolente, dedicándote algo menos de un segundo antes de volver a sus quehaceres. Que tampoco tiene pinta de que sean muchos porque te toca ir a ti a la barra aunque haya cuatro gatos en el local.

Una vez sentados y despojados capa tras capa de la armadura polar, nos jugamos entre nosotros a ver quién se levanta a pedir. En estas cosas siempre pierdo. Así que, allá voy. Me acerco al ocupadísimo barman con paso firme y seguro. Sondeo acerca de lo que se puede beber. Cerveza. Parece que solo cerveza. Venga, pues cerveza para todos los demás. Porque resulta que a mí no me gusta (lo cual no es tan raro si partimos de la base de que tampoco me gusta la pizza, por ejemplo). Así que pido lo que quiero para mí. Maldito el momento en que nombro la primera de las tres bebidas con alcohol que me gustan: “Piña colada”. El silencio se apodera del lugar. Las miradas me apuntan. La música de fondo se detiene. Un calor abrasador me envuelve y sofoca mi garganta. Al final, resulta que el hombre sí sabe sonreír. Entiendo que esa sonrisa reprimida es el equivalente en un humano a una carcajada de partirse. Tiene narices, que me acerque calzando unas botas prestadas de color verde lima, mis pantalones de esquí catalogados como color “red fire” y nadie se inmute. Y por pedir una piña colada se me partan en la cara. Decido no arriesgar con mi segundo nombre para no agrandar la herida de mi orgullo (…“mojito”) y paso directamente a la tercera bebida de la lista, menos vergonzante (“sidra irlandesa”). De esta sí tienen. Vaya. Es más, incluso tienen sidra finlandesa. Así que ya son cuatro las bebidas que me gustan. Y, desde luego, si alguna vez voy al Caribe, pienso pedirla en primer lugar, sobre todo si llevo puestos unos pantalones color “red fire”.

No la pongo porque sea la foto oficial de grupo. Ni porque se junten dos imposibles en esta época en Laponia: sol y agua líquida. Exacto, la pongo porque me encantan mis pantalones "red fire". A mi izquierda: Tony, Vicen, Pardo.

No la pongo porque sea la foto oficial de grupo. Ni porque se junten dos imposibles en esta época en Laponia: sol y agua líquida. Exacto, la pongo porque me encantan mis pantalones «red fire». A mi izquierda: Tony, Vicen, Pardo.


Aventura para niños.

ALmuerzo dentro de un "Tipi"

Almuerzo dentro de un «Tipi»

Podría contaros que hemos recorrido casi mil kilómetros por carreteras de hielo y nieve, sin faltar a la verdad. Y que he sentido la emoción de la aventura al conducir contra la nieve y al frenar sobre placas de hielo. Sin embargo, no ha sido tan difícil como pensaba. Diría que ha sido divertido incluso (bolas chinas). Hemos perseguido auroras y, salvo en tres ocasiones, nos han sido esquivas. Pero la sensación que tengo es que nos lo hemos pasado escandalosamente bien, vaciando por completo el cenicero de las colillas de nuestras miserias diarias. Admito que me he divertido como un niño.

De pequeño me marcaron dos escritores. Twain me mostró una visión distinta del destino, que me acompaña todavía hoy, y London me sedujo con los Mares del Sur y, sobre todo, con la fiebre del oro del Klondike. Por eso, por London, me sentía como un aventurero del siglo diecinueve gritando en ese trineo tirado por Huskies, corriendo y empujándolo en las pendientes,  subiendo en marcha y casi volcando en ocasiones (Pardo y Tony sin casi, jajaja). En la motonieve el honor del récord de velocidad se lo llevó la dama. Y si estampé la moto y volcamos en ella, fue, tan solo, para que Tony y Pardo superaran su trauma con el trineo. Las raquetas consiguieron que riéramos el doble que los metros avanzados y que nos cansáramos el triple que culadas nos pegamos con el esquí de fondo. Pensaba en un viaje lleno de tiempos muertos y nos ha faltado tiempo. Fuimos a maravillarnos en la noche estrellada y lo que nos arrancó un ohhh gigante fue ver el extraño sol fantasmagórico sobre Helsinki, que Pardo aceptó como sol, y no como luna, solo porque teníamos la certeza de que estábamos en cuarto creciente. Planificamos un viaje lleno de fotos pero con tanta actividad, la verdad, casi se nos pasa hacer alguna. Pactamos hacer un poco de making of  y se nos olvidó rodar la peli principal. Al final, siento que lo que empezó siendo un viaje fotográfico con amigos, ha acabado siendo un viaje de amigos con fotografías. Y, la verdad, no lo cambio.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Trineo de Huskies por el  PN Urho Kekkonen.

Belleza finlandesa

Belleza finlandesa


Principios.

En este viaje he confirmado que si haces un viaje fotográfico pensando exclusivamente  en hacer fotos, al final, como máximo, obtienes sólo algunas fotos. Por lo que mi próximo viaje no será intencionado. Iré a conocer un sitio con todo lo que me quiera mostrar y no sólo por algo concreto. Y, tal vez, decida aplicar una filosofía parecida a la vida.

Con todo lo muy bueno que me ha pasado estos días, si me tengo que quedar con un momento especial, elijo éste: Un principio. “Estamos esperando en el aeropuerto de Ivalo para recoger el coche de alquiler…”. Lo elijo porque los principios, independientemente de la realidad en la que acaben, son puro potencial que llega envuelto en papel regalo decorado con ilusiones. Por una parte, prefiero no estropear el presente con el prejuicio de las expectativas, que tanto daño hacen al ocultar con la dulce mentira de la fantasía la sorprendente belleza que pueden esconder las realidades. Pero por otra parte, no puedo resistirme a rozar las ilusiones con las yemas del corazón, con los latidos de los dedos. Porque sin ilusiones, la vida sería sólo un simple pasatiempo.

Este vídeo resume mejor que cualquier frase el espíritu de este viaje. El que canta “carros de fuego” es Pardo.

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