Δεν ελπίζω τίποτα, δε φοβούμαι τίποτα, είμαι λέφτερος

Καζαντζάκης   Kazantzakis

¿Cómo decides la ropa que te vas poner cada día? Me imagino que cada uno tenemos unas costumbres y sobre todo, dentro de nuestras rutinas, imagino que el contexto y el momento condicionan nuestra elección diaria. Creo que aquel día tuvo una influencia decisiva el documental que estaba viendo mientras desayunaba: El origen de la escritura. Es muy probable que a nivel subconsciente me hiciera pensar en una camiseta que tenía casi olvidada desde hacía dos meses y pico.

 Cuando salí de la ducha me fui directo al cajón y tras rebuscar un poco, apareció la prenda en cuestión. Se trataba de una camiseta sencilla, de manga corta, color granate y con una inscripción ocupando el pecho; en letras griegas blancas estaba escrita una frase de cierto célebre escritor heleno.

Resulta que, en general, siento debilidad por las letras de ciertos alfabetos y, en concreto, las griegas me parecen de una belleza insuperable. Por si fuera poco, cuando escucho hablar ese idioma me resulta fascinante. Creo que podría pasar horas y horas escuchando a alguien que solo me hablara en griego aunque no le entendiera nada; total, mucha gente se pasa la vida entera sin escuchar nada aunque se suponga que lo entienden todo.

Mi viaje a Grecia había sido tan frustrante en algunos aspectos, que la ilusión de tener una súper camiseta de letras griegas no había vencido ese regusto amargo que me había quedado tras volver. Sin embargo, ese día, semanas después del regreso, consideré que mi luto por el viaje había acabado y que realmente me apetecía vestirla. Era domingo por la mañana y me disponía a bailar swing en plena calle.

 Cuando llegué a la plaza donde se había convocado el clandestino, ya había bastante gente bailando. Dejé la mochilita y la sudadera junto a los altavoces, donde se amontonaban las pertenencias del resto con la esperanza de que se vigilaran las unas a las otras.

Me cuesta mucho arrancarme a bailar. Mi timidez natural y la conciencia de mis limitaciones, me mantienen en el banquillo de los suplentes hasta que encuentro una cara conocida, hasta que intuyo la aceptación de la tribu. A partir de ese momento todo es fácil y la diversión y la alegría vencen a la vergüenza.

Por este motivo permanecía en modo espera y medio apartado cuando se acercó a mí.

Era una chica morena y de sonrisa agradable. Cuando esperaba que me pidiera si quería bailar, me sorprendió señalando mi camiseta y haciendo una pregunta.

 –¿Sabes lo que pone?  –dijo.

Asentí y le explique que no sabía ni una palabra de griego pero conocía el significado de la frase que lucía. De hecho, en caso contrario no la vestiría.

Le pregunté si ella entendía griego escrito. Esbozó una sonrisa contenida y sin reírse de mí de forma abierta, me dijo que no solo lo entendía escrito sino también hablado. Resulta que era griega desde que nació. La sorpresa me hizo sonreír y casi ruborizarme puesto que la chica hablaba un castellano espectacular, con menos acento griego que yo. Me dijo que se llamaba Despina, llevaba dos años en Valencia –¡Solo dos años!– y que era abogada de derecho internacional.

Cuando le pregunté por el significado de su nombre, me dijo con cierta decepción que venía a significar “señora, dama, la mujer que manda en la casa”. Me preguntó por el mío y le conté que se trataba de un nombre de origen etrusco que se podría traducir por “guardián, defensor”. Seguimos hablando durante un buen rato antes de ponernos a bailar.

Entre otras cosas le confesé mi admiración por su idioma y sobre todo por su cultura. Volvió a dirigir su atención a mi camiseta y me preguntó si había leído algo del autor de dicha frase, Nikos Kazantzakis. Lo cierto es que la cuestión, aunque de forma no intencionada, me causó cierta contrariedad porque de la misma forma que siempre había rechazado vestir camisetas de bandas musicales no escuchadas, llevar la frase de un escritor que no había leído resultaba una paradoja incómoda. Confesé mi delito y busqué la absolución pidiéndole recomendaciones.

–Quizás la obra más conocida sea Zorba el griego –me dijo. Pero la obra que ella consideraba imprescindible de su escritor griego preferido era Ο Χριστός Ξανασταυρώνεται –admito que cuando lo pronunció casi me derrito– que se podía traducir por algo así como Cristo de nuevo crucificado y que, aunque en castellano sonaba mucho peor, no dudé en apuntarlo y prometerme leerlo antes de acabar el año.

Para alejar la conversación de mi manifiesta incultura le dije que había visitado ese mismo verano su añorada tierra, de forma que le conté algunas cosas de mi viaje.

Le hablé de lo mucho que me gustaba el azul profundo de su Mediterráneo; le compartí que el olor tan nuestro de sus montes llenos de historia me causaba cercanía y le confesé que podría comer cada día de mi vida ese sabroso hojaldre relleno de queso feta que llaman tiropita.

No le revelé la sensación agridulce que me había traído, porque no la achaco a ese bello país ni a sus gentes, unos encantadores y otros no tanto, como ocurre en cualquier otro lugar del planeta.

Le omití que habíamos empezado mal, ya desde un principio, la planificación del viaje; con vuelos que pillamos tarde, mal y caros. Además la combinación de vuelos me iba a impedir llegar a tiempo de un concierto importante para mí y para el que ya tenía la entrada comprada. Por si era poco, preparando el viaje había tenido un desencuentro con la persona que organizaba el viaje, que me había afectado a nivel personal, porque eran muchos los años de relación viajera que tenía con ella. Como no podía ser de otra forma, los seguros, esos que crees que nunca usarás, nos dejaron tirados cuando fueron necesarios. Sumado a lo anterior, las rutas senderistas habían sido mal diseñadas y todo el grupo tuvimos la sensación de no sacar suficiente partido de lugares espectaculares. Por último pero no menos importante, un problema familiar nos había cortado el viaje por la mitad; y es que cuando algo empieza tan torcido, no se suele enderezar. Hacía más de diez años que no viajaba con Eva y quería compartir con ella un viaje perfecto; pero nos salió lleno de contratiempos que aunque hoy les resto importancia, lo cierto es que nos impidieron disfrutarlo con plenitud.

 Todo esto me lo ahorré porque no era el momento, ni tenía la confianza y porque además, me entristecía recordarlo.

En cambio sí le hablé, por ejemplo, de lo ilusionado que había estado preparando el viaje. Le conté como desde hacía muchos años, cada vez que viajaba a cualquier lugar buscaba libros que me hablaran de su historia, de su cultura y de sus costumbres. Mi primera opción siempre era revisar si Javier Reverte, mi escritor de viajes referencia, tenía algo escrito sobre el sitio.

Como no sabía quién era, le hable de él. Reverte había creado un estilo literario propio a partir de su experiencia como periodista y su naturaleza de viajero incansable. Su forma de entender los viajes consistía en recorrer una zona del planeta siguiendo un criterio a veces cultural, en ocasiones geográfico o con frecuencia ambos; cuando contaba su viaje lo hacía narrando sus vivencias e impresiones al tiempo que, de forma paralela, repasaba la literatura, historia y personajes relacionados con dichos enclaves. De esta forma, tenía varias series de libros en los que recorría un río desde las fuentes hasta la desembocadura. En el caso de Grecia había cambiado río por mar y había hecho un periplo siguiendo las andanzas de Odiseo y revisando con ese pretexto toda la cultura griega desde la antigüedad hasta nuestros días.

Este libro, que yo había empleado como punto de partida para mi inmersión cultural griega, lo había escrito en los setenta, pero al no quedar satisfecho con el resultado, había repetido viaje y reescrito el libro veinte años después, llamándolo  Corazón de Ulises. Se lo recomendé porque me pareció que podía ser interesante para ella recorrer su tierra a través de los ojos de un extranjero.  

Nada más decidir Grecia como próximo viaje, dediqué varias semanas a una variada degustación literaria sobre el país heleno. Si bien debo confesar que la Grecia antigua ya suponía con anterioridad uno de mis temas preferidos, lo cierto es que aproveché esta ocasión para que maestros como Graves, Pressfield, Durrell, Gore Vidal y otros me guiaran por el mundo de los mitos griegos, las batallas de Alejandro, la vida en Corfú o el choque cultural con Oriente, entre otros temas.

Llevábamos varios minutos hablando cuando empezó a sonar una canción que a ambos nos gustaba. Con un simple intercambio de miradas decidimos ponerle pausa a Grecia y los griegos e intentamos seguir la música sin perder demasiado el paso. Me gusta bailar porque me divierte pese a ser consciente de hacerlo mal.

Dos canciones y algún pisotón que otro después, nos retiramos de la pista y dedicamos unos segundos a recuperar la respiración. Pasada la tregua, Despina retomó nuestra conversación greco-literaria.

Cuando me preguntó si había leído a Homero, mi sensación de desastre no fue completa; le dije que no había leído la Ilíada todavía pero, durante los últimos días del viaje, sí había acometido la Odisea.

–¿Por qué elegiste La Odisea? –me preguntó intrigada.

–Pienso que es la primera obra que muestra una estructura tan compleja que incluso muchos narradores actuales envidiarían –le respondí sin vacilar– Bueno, y también porque un amigo cuyo criterio respeto mucho, me recomendó ambas pero me dijo que empezara, sin duda, por ella.

Despina permaneció un instante en silencio meditando mi contestación y siguió interesándose por mis sensaciones sobre esta gran obra. No tardó en preguntarme cuál era mi personaje preferido.

–De todos los héroes y heroínas homéricos –le respondí con seguridad– me quedo, sin lugar a dudas, con Odiseo.

Durante otro par de canciones hablamos de algunos de los personajes y situaciones de la Odisea. Me señaló algunas cosas que me habían pasado desapercibidas. Me gustó el tono irónico y, en ocasiones sarcástico, con el que hacía énfasis en la personalidad de estos humanos tan antiguos y, al mismo tiempo, tan actuales. Recordé algunos momentos de esta obra mítica que tenía recientes y que me sorprendió recordar con tanta claridad.

 “Por deseo de los dioses, Odiseo llevaba siete años sin poder salir de la isla Ogigia, en el centro del mar, retenido por la bella ninfa Calipso, «divina entre las deidades». Calipso que era quien le había rescatado de morir ahogado y “lo trataba como amigo, lo alimentaba y le prometía hacerlo inmortal y sin vejez para siempre”… “compartía lecho con él, queriendo desposarle” mientras él seguía triste y apenado pensando en retornar al hogar.”

–Me puedo imaginar al pobre Ulises –le dije con sonrisa socarrona– teniendo que dormir cada noche con esa diosa, divina entre las divinas, sufriendo día tras día tan terrible suerte.

Despina me devolvió una sonrisa igual de burlona y añadió a mi comentario una apreciación personal.

–¿Tú no crees que Penélope –me dijo– todos estos años de espera, debió de tener también sus aventurillas con alguno de sus muchos pretendientes?

Asentí mientras reflexionaba sobre la idea. A decir verdad no me la había planteado hasta ese momento, pero me pareció plausible y hasta recomendable: la castidad, en sentido general, me parece un desperdicio.

Μαραθῶνος   Maratón

El fin de semana anterior se había corrido la Maratón en Valencia. Años anteriores había hecho una planificación cuidada: me había preocupado de estudiar el recorrido y buscar localizaciones donde la luz y el escenario de fondo complementaran el siempre fotogénico esfuerzo de las y los corredores. Esos años madrugaba y me iba cargado de equipo fotográfico para presenciarla desde el inicio y hasta que entraba el último corredor. En varios lugares señalados, disfrutaba del espectáculo sobrenatural que ofrecían esos seres humanos e intentaba retenerlos un instante en mi retina y para siempre en la tarjeta de memoria.

Sin embargo este año decidí no hacerlo. Ni siquiera me planteé acercarme. La predicción de cielos nublados y tal vez algo de lluvia, no auguraban la luz que me gusta y, no nos vamos a engañar, me proporcionaban la coartada perfecta para acostarme tarde el sábado por la noche; y es que tenía entradas para el concierto de Maika Makovski y pensaba disfrutar la noche sin que el mañana me condicionara el momento.

De un tiempo a esta parte, aunque me acueste tarde, me levanto pronto. Como la decisión ya estaba tomada el día antes, no me preocupé y seguí con mi rutina de desayuno de domingo por la mañana: molí un poco de café de Kenia y exprimí unas mandarinas mientras se tostaba el pan. Encendí la tele y en lugar de ponerme un documental como suelo hacer, me puse la retransmisión en directo de la Maratón. Y entonces, como suele ocurrir, me entraron unas ganas tremendas de estar allí en persona, cámara en mano. Mientras disfrutaba de la llegada de la cabeza de carrera desde el sofá, no perdía de vista con el rabillo del ojo el reloj, hasta que me sorprendí haciendo cálculos mentales de horarios de metro;  todavía me daba tiempo de asistir a gran parte del evento. Así que cogí la cámara, un solo objetivo, una batería de repuesto y salí disparado.

No tardé en llegar al centro. Me aposté frente a la Plaza de toros siguiendo la magnífica luz que aportaban unos tímidos rayos de Sol que entraban de forma lateral y que, de tanto en tanto, pintaban de alegría el sufrimiento de los muchos participantes.

Hay ciertas cosas que aunque te den pereza, una vez las decides, nunca te arrepientes: caminar el monte bien temprano, ver música en directo o hacer una clase de yoga son algunas de ellas. En mi caso, coger la cámara y salir a hacer alguna foto, es otra.

Al final debí de pasar alrededor de un par de horas disfrutando de la carrera; sin expectativas y sin obligaciones, participando a mi manera en esa sucesión de instantes mágicos que es esta prueba. Penalidad y satisfacción, dolor y sonrisas, lágrimas y triunfo, se sucedían en los rostros de los y las atletas; un regalo de superación y esfuerzo para quienes les acompañábamos tras las vallas.

Cuando volvía a casa en metro, con la tarjeta de memoria llena de emociones, no pude evitar pensar en la primera carrera de Maratón de la historia. Mientras preparaba el viaje por Grecia, el fabuloso ensayo de Holland sobre las Guerras Médicas, llamado Fuego Persa, me había revelado detalles que desconocía y que me sorprendieron acerca de los orígenes de la reina de las carreras. Me gustaría compartirlos.

Con el sometimiento de Mileto, el gran imperio de Darío ponía fin a la rebelión. Atenas había ayudado a los rebeldes enviando veinte barcos de guerra. Este gesto la situó en el punto de mira de Darío. Cinco años después, en el 490 a.C. una fuerza conquistadora persa se presentaría a sus puertas. Durante este tiempo de espera el gran debate en Atenas era decidir la estrategia de defensa que iban a adoptar. Una opción era encerrarse e intentar resistir un asedio pero existían facciones quintacolumnistas favorables a rendirse a los persas, por lo que era probable que alguien, desde dentro, acabara abriendo las puertas al enemigo.  La alternativa era salir con todas las fuerzas disponibles a plantar cara a la fuerza invasora fuera de la ciudad, es decir, jugárselo todo a una carta. Tras agrios debates se había optado por esta segunda estrategia.

Los persas desembarcaron en la playa de Maratón con una fuerza abrumadora; un cálculo razonable estima veinticinco mil soldados, una fuerza que los persas consideraban suficiente para vencer toda resistencia, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ese momento ningún ejército griego había derrotado a los persas.  Más preocupante para los griegos que la superioridad numérica era la presencia de la temible caballería persa, que no tenía oposición entre las filas griegas.

Desde Maratón los persas tenían dos caminos posibles para rodear el monte Pentélico y dirigirse a Atenas. Si se les dejaba vía libre, dominarían toda la región del Ática y con la ventaja numérica sería imposible detenerlos. Resultaba primordial contenerlos en el lugar de desembarco antes de que iniciaran el camino hacia Atenas. Por este motivo todo el contingente de hoplitas –soldados de infantería griegos – que había podido reunir Atenas junto con algunos aliados de Platea, emprendió la marcha con la mayor premura para cerrar el acceso a esos dos posibles caminos.

 En el mismo momento en que las fuerzas atenienses, unos diez mil combatientes, abandonaban totalmente pertrechadas Atenas, uno de sus ciudadanos, Filípides, un atleta reconocido como el mejor corredor de la ciudad, se dirigía en dirección contraria hacia Esparta para solicitar ayuda frente al enemigo común. En tan solo día y medio Filípides recorrió doscientos cincuenta kilómetros por terreno montañoso (una auténtica proeza que en la actualidad homenajea una ultramaratón llamada “Spartathlón”).

Lo que se encontró allí el atleta al llegar fue un panorama muy distinto del momento angustioso que sufría su pueblo; los espartanos celebraban esos días la Carneia, la fiesta más sagrada de su ciudad. Las implicaciones de este hecho eran determinantes: los espartanos no podían ofender a los dioses combatiendo durante esa semana; hasta que la Luna llena no lo indicase, no podrían marchar en ayuda de los atenienses. Faltaba una semana para ese momento, lo que sumado al tiempo de marcha para llegar a Maratón, suponía diez días de demora en sumarse a la defensa griega.

 Filípides volvió a recorrer la misma distancia de vuelta y de nuevo a la mayor velocidad que pudo, para llevar al frente la respuesta de los espartanos. Cuenta la leyenda que a mitad de camino se le apareció el dios Pan en forma de macho cabrío y le dedicó palabras de ánimo y buen augurio. Parece razonable que Filípides, después de hacer dos Spartathlones casi seguidas, estuviera tan al límite que sufriera alucinaciones. Con dioses o sin ellos, Filípides consiguió  llegar a Atenas y desde allí hasta Maratón para transmitir a los generales atenienses el mensaje espartano y el favor del Dios Pan.

Ante esta situación inesperada, los estrategas atenienses tenían claro que debían resistir una larga semana para dar tiempo a que les llegara esos refuerzos fundamentales. Por otro lado, eran conscientes de que los persas tenían espías infiltrados entre sus filas y ya debían saber de los caprichos del calendario espartano.

Durante cuatro días los ejércitos se limitaron a vigilarse sin que hubiera movimientos por parte de nadie. Datis, el general persa, era reacio a atacar porque los griegos habían fijado sus posiciones en el piedemonte, una posición ventajosa que además contaba con terreno escabroso que dificultaba un ataque con la caballería. Aquella noche desertores jónicos de las filas persas pasaron la información de que las fuerzas de caballería estaban empezando a embarcar. Los persas pretendían dividir sus fuerzas para retener a los griegos allí mientras por mar atacaban la ciudad.

 Los generales atenienses se reunieron para tomar una decisión. La mitad de los generales estaba de acuerdo con Milcíades, que insistía en que era el momento de atacar dado que la fuerza persa se quedaba sin su potente caballería. La otra mitad pensaba que atacar a una fuerza tan superior, a campo abierto y sin tener los griegos ni arqueros ni caballería era una auténtica locura.

La decisión final fue atacar al amanecer.

Con los primeros rayos de sol los griegos formaron y se lanzaron contra las posiciones persas. Historias posteriores cuentan que recorrieron entre uno y dos kilómetros que les separaba del frente medo a toda velocidad. Parece muy improbable. Un hoplita griego pertrechado con toda su armadura de bronce soportaba no menos de veinte kilos de peso. Lo razonable es que avanzaran ahorrando toda la energía que pudieran para lo que se les venía por delante y solo en el tramo final, cuando se hallaban al alcance de los arqueros, se lanzaran a la carrera.

 Las tropas griegas eran inferiores en número pero mucho mejor preparadas tanto en indumentaria como en técnica de combate por lo que la batalla se decantó del lado ateniense desde el primer momento. Se produjo el caos entre las tropas persas, que rompieron la fila y huyeron en desbandada hacia los barcos atracados en la playa. Los persas intentaban embarcar no solo para escapar de la muerte sino también para unirse a los barcos que con la caballería habían partido antes y dirigir toda su furia contra Atenas. Los griegos advirtieron ese peligro de inmediato por lo que la lucha junto a los barcos resultó terrible para ambos bandos, produciéndose una auténtica carnicería.

Al final, los griegos, exhaustos, vencieron en esta batalla  e incluso fueron capaces de capturar siete barcos, pero el resto de barcos con gran parte de las tropas enemigas había logrado escapar. El camino por tierra para los persas estaba cerrado, pero no por mar. No es difícil imaginar la consternación de los hoplitas atenienses siendo conscientes de que sus familias, por completo desprotegidas, estaban a cuarenta y dos kilómetros de distancia y que los barcos persas se dirigían hacia ellas sin ninguna oposición.

Dicen las crónicas que a mitad de mañana, empapados en sudor y sangre tras haber estado combatiendo a muerte desde el amanecer, vieron que no tenían otra que dirigirse hacia Atenas “tan rápido como pudieran llevarlos sus piernas”. Podemos imaginar el esfuerzo sobrehumano que les debió suponer recorrer tal distancia y en esas condiciones; pero lo cierto es que lo realizaron y consiguieron llegar al final de la tarde a la ciudad; justo a tiempo, puesto que los primeros barcos empezaban en ese instante a llegar a Falero, el puerto de la ciudad. En ese momento se estima que los persas debían de contar todavía con unos veinte mil soldados; pero el desembarco con las tropas griegas esperando en tierra era muy arriesgado, por lo que Datis decidió dar media vuelta y volver a casa.

Al día siguiente llegó el refuerzo espartano con dos mil soldados.

Según cuenta Holland, es esta marcha de las tropas atenienses, desde el campo de batalla en Maratón hasta Atenas, la que inspiró al educador francés Michel Bréal para que propusiera la “carrera de Maratón” para los Juegos Olímpicos de 1896. La leyenda de que fue Filípides quien llevó jadeante al Ágora la noticia “Hemos ganado” para después morir de agotamiento es muy poética, pero no deja de ser una falacia.

Tormenta tropical

Hacía tres días que habíamos regresado de Corfú y la situación familiar que nos había hecho acortar nuestro viaje estaba relativamente controlada.

Si hay algo que he asumido desde hace tiempo es que la vida es una ruleta rusa de alegrías y decepciones; nunca sabes lo que viene a continuación pero no hay más camino que seguir jugando. Puesto que nada te va a librar de la siguiente tristeza, más vale disfrutar a tope de lo que te toque bueno.

Al cerrarse la puerta del viaje se había abierto la ventana de dos conciertos muy especiales para mí.

 Protomartyr era mi banda más escuchada, junto con Interpol, durante los últimos cuatro años y resulta que tocaba la noche del equinoccio en una sala pequeña cercana a Atocha.

Estuve indeciso hasta el día antes, pero al final me decidí a hacer una fugaz escapada de menos de veinticuatro horas a Madrid. Medio engañé a Rocío, una amiga de la capital, para que se acercara al concierto. Creo que no era en absoluto su estilo pero se atrevió a salir de su zona de confort musical.

En directo cumplieron todas mis expectativas musicales si bien me quedó cierto regusto agridulce porque el cantante me pareció un capullo. Lo habitual en salas pequeñas y con bandas que sigo de verdad, es quedarme un rato e intentar conocerles. En este caso no esperé, en parte por compensar a Rocío con al menos una cena decente, pero sobre todo porque no quería decepcionarme más con el personaje y que su música empezara a caerme mal; siempre me ha costado separar autor y obra.

Cuando volvía en tren a la mañana siguiente traté de recapitular todo lo que me había sucedido durante el viaje, pero en especial lo acontecido en las últimas veinticuatro horas del mismo. Intenté rememorar la sensación irreal, casi onírica, que había tenido en algunos momentos y que ahora, cual recuerdo vaporoso, se fugaba de mi mente por mucho que luchara por retenerla. Cogí la libretita que siempre llevo encima y empecé a anotar cosas sobre el viaje. Repasando esas notas esta misma tarde he visto que escribí nombres de dioses y diosas, para después unirlos mediante flechas a personajes reales que nos habíamos encontrado durante el viaje. Recuerdo haber tenido en algún momento la absurda idea de que algún dios ocioso, o tal vez ofendido, estaba complicándonos la vida a modo de entretenimiento. He leído que debajo de todas esas correspondencias había escrito y subrayado las palabras de Reverte: “Cuidado con los dioses. Son niños caprichosos y malcriados que se distraen de sus divinamente aburridas vidas  jugando con nuestros destinos”.

Cuando llegué a Valencia ya era Otoño aunque seguíamos en pleno verano. La amenaza de fuertes tormentas en los próximos días inundaba los titulares de la prensa local. Faltaba cuatro días para uno de mis conciertos más deseados: las Tropical Fuck Storm tocando en El Loco Club. 

El directo de esta banda australiana me apetecía de manera muy especial porque tenía entradas para su anterior visita a Valencia, en Diciembre de 2019, cuando cancelaron por enfermedad del cantante. Así que en cuanto anunciaron en Mayo que su gira pasaría por esta ciudad, Quique y yo nos compramos las entradas. Para mi desdicha, el viaje de Grecia, que había surgido a posteriori, se solapaba con este concierto y por apenas cuatro horas no regresaría a tiempo de verlo.

La broma impredecible que es la realidad me había devuelto, contra todo pronóstico, la posibilidad de acudir a verlo. Quizás, después de todo, Reverte tenía razón y los dioses, con sus juegos de trileros, se estaban partiendo de risa de mis ínfimas y mortales ilusiones.  

Llegó la tarde del domingo y los cielos se llenaron de nubarrones tan negros, que parecía que Zeus había decidido inundar la ciudad de una vez por todas.

La línea entre la ilusión y la expectativa excesiva es muy fina. Mientras me preparaba para acudir a mi cita musical me inquietaba haberla traspasado.

Cuando salía de casa camino del metro, la alarma de lluvia del móvil me alertó de que la tromba de agua era inminente. Pese a los avisos, no había cogido ni chubasquero ni paraguas; en parte por el tremendo calor que hacía, pero también por no ir cargado y poder disfrutar mejor del concierto. Además, el hecho de que en los días previos apenas hubiera llovido pese a las predicciones de diluvio, me había hecho subestimar el cielo amenazador. Así pues, al final me dirigí al concierto protegido únicamente con mi optimismo.

Había quedado con Quique y con Majo dentro. Al poco acudieron Nerea y Javi. Nada más verlos recordé que, al menos en parte, estaban allí por la promoción que les había hecho de este grupo. Para mí se trataba de una banda imprescindible porque hacían algo diferente y lo hacían tremendamente bien. De repente, cierta responsabilidad musical recaía sobre mis hombros. María y Susana con las cámaras ya preparadas, estaban justo delante de nosotros.

Tres cuartos de hora después y sin mediar teloneros, las Tropical Fuck Storm aparecieron en escena y fueron ocupando sus sitios en el escenario. Desprendían simpatía y buen rollo, sin dejar de sonreír en ningún momento.  Lauren Hammel a la batería, y Fiona al bajo, quedaban en un segundo plano. Un poco más de protagonismo tenían Erika, guitarra y teclado, así como el cantante principal, Gareth, que actuaba descalzo y que estaba probando la guitarra, creando la distorsión y desafinado tan característicos de su música. En tan solo tres minutos tuve la certeza de que el concierto iba a ser especial. Fueron increíbles; uno de mis mejores conciertos en varios años.

Al acabar pudimos comprobar que en persona son gente amable y cercana; conversamos, nos hicimos fotos y nos firmaron vinilos. Cuando le conté a Hammel que hacía tres años que les esperaba, me dio un fuerte abrazo espontáneo lleno de energía y sentimiento. Me llegó tan dentro como su música.

Estuvimos sin querer irnos durante un buen rato. No queríamos que un momento así pasara;  porque en la ruleta rusa de la vida estas balas de plenitud no nos tocan tan a menudo.

A la salida nos esperaba una brutal tromba de agua que hacía justicia al nombre de la banda. Llegué a casa empapado de felicidad.

Un final de infarto

Las últimas veinticuatro horas de nuestro viaje a Grecia fueron de todo menos vacaciones.

Cambiar vuelos de un día para otro no es fácil; ni barato. Nuestro nuevo vuelo salía al día siguiente. Intentamos desconectar de nuestra realidad y aprovechar esas últimas horas en Corfú visitando la costa occidental de la isla, pero nuestro momento era lóbrego y una sensación opresiva de fatalidad nublaba nuestro camino.

 Tras recoger el coche de alquiler nos dirigimos a la playa de Glyfada, una de las mejores de la isla. Lo cierto es que la zona era espectacular: arenas amarillas finas bañadas por aguas trasparentes de tonalidades azules y turquesas, todo ello enmarcado por monte mediterráneo de abundantes pinos. Pero no era nuestro viaje y, definitivamente, tampoco nuestro día; un viento intenso hacía que permanecer en la playa resultara una misión imposible. Buscamos refugio en uno de los chiringuitos cercanos. Pese a que llegamos a sentarnos, nos dimos cuenta de que no acabábamos de estar cómodos; así que sin llegar a pedir siquiera, nos levantamos y salimos. Fue el primero de varios sitios que descartamos nada más entrar.

Acabamos cogiendo el coche y probamos suerte en uno más apartado. Parece ser que allí acabábamos  todos los desahuciados de la playa. El sitio no justificaba la valoración de Google, pero al menos el aire no se llevaba las servilletas y, eso sí, las vistas desde lo alto del acantilado eran increíbles. La comida tan solo era comida. Revisamos en el móvil sitios cercanos donde poder pasar la noche porque no teníamos nada reservado. Tras descartar unos cuantos por su precio, nos quedamos con un par de opciones. Uno estaba como a tres kilómetros al sur de donde nos encontrábamos y el otro en el pueblo de Pelekas, un municipio de montaña camino de la ciudad de Corfú, a unos quince minutos en coche de Glyfada. Decidimos probar suerte en el primero, el Madalenas B&B. Nuestra idea era acercarnos y negociar un precio; era un domingo por la tarde de finales de Septiembre y pensábamos que no habría mucha cola esperando habitación.

Se trataba de una villa que regentaba una familia local. Madalena y su marido se sorprendieron al vernos. Cuando les preguntamos por una habitación, Madalena, que llevaba la voz cantante, nos invitó a sentarnos fuera, en la terraza, mientras avisaba a su hermano que por lo visto era quien hablaba bien inglés. En la recepción, que hacía las veces de barra de bar y de sala de estar de la casa, había infinidad de trastos desperdigados por los sofás, juguetes de niños por los suelos e incluso varios platos con restos de comida sin retirar. Sin duda los habíamos pillado en mal momento, aunque mi intuición me invitaba, desde el primer instante, a salir corriendo.

La terraza, espaciosa y abierta, tenía sitio para más de diez mesas; todas ellas orientadas hacia el mar junto a una barandilla sencilla de rejas negras. La vista era de tal belleza que cortaba la respiración. En un extremo de la terraza había una mesa ocupada por una chica muy joven;  quizás había abandonado la adolescencia hacía minutos. Iba vestida con indumentaria gótica y estaba sentada con las piernas dobladas encima de una silla mientras escuchaba música. Transmitía la sensación de estar muy lejos de este planeta. Un señor mayor, con aspecto británico, también sin otra compañía más que la de su cerveza, ocupaba una mesa en la otra parte de la terraza.

El fuerte viento le quitaba todo el romanticismo posible a las impresionantes vistas.  En el momento en que me esforzaba por abrochar hasta arriba la cremallera del chubasquero para que hiciera de cortavientos, salió el marido de Madalena con dos vasitos. Nos dijo que era cortesía de la casa; un vino blanco de fabricación casera que hacía su suegro.

El tiempo de espera hasta que salió el hermano nos permitió hablar sobre el lugar y acordar el precio al que estábamos dispuestos a llegar. Pasados varios minutos, salió el hermano. Se trataba de un chico moreno y joven, alto y desgarbado, que vestía chándal, chanclas con calcetines blancos y una camiseta negra con algún que otro agujero. Nos habló de los precios y nos mostró las habitaciones. Por fortuna el precio superaba nuestro presupuesto acordado por lo que ni siquiera tuvimos la duda de quedarnos. Sentí alivio porque no me gustaba el sitio; si bien es cierto que ese día no me gustaba nada. Así que dimos media vuelta y nos largamos.

Cogimos el coche y recorrimos el estrecho camino de curvas, subidas, bajadas y de nuevo curvas y más pendiente; y en cada tramo, rezábamos a todos los dioses por no cruzarnos con otro coche de cara. Un ratito después, llegamos a Pelekas.

 Agnes era una señora mayor, de casi setenta a juzgar por su aspecto. Vestía toda de negro, tenía un inglés difícil y un carácter todavía más complicado. Por su expresión seca y su actitud reticente parecía que nos hacía un gran favor por hospedarnos.

Tras lo que pareció suponerle un gran esfuerzo se decidió a enseñarnos una habitación. En ese instante, otra señora algo más joven y que estaba sentada en una silla a la puerta del bar de enfrente, se acercó hacia nosotros y nos empezó a hablar en tono alto y poco amistoso. Cuando pasó al inglés empezamos a comprender lo que intentaba dar a entender. Decía que habíamos estado tomando unas cervezas en su terraza esa misma mañana y que nos habíamos marchado sin pagar; la guinda que nos faltaba para completar el día. Pese a que le explicamos  y hasta juramos que era nuestra primera visita a su pueblo, la señora, que destilaba agresividad por todos sus poros, persistía en su demencial acusación. Me imagino que para ella todos los turistas teníamos la misma cara. Con sinceridad, no sé qué me molestó más, que me llamara ladrón o que me confundiera con un turista cualquiera.

Mientras, nuestra nueva casera no movía ni un dedo para mediar en el conflicto. Estábamos a punto de irnos cuando Agnes, por fin, nos sugirió que la siguiéramos para enseñarnos la habitación. Fuimos de inmediato tras ella como forma más práctica de quitarnos de encima  a la loca del bar. Por el camino, Agnes nos dio a entender que su locura no era transitoria. Lo cierto es que durante todo el viaje nos habíamos encontrado con gente maja y normal. Supongo que debe ser un clásico que te tropieces a toda la gente antipática junta y en tu peor momento. Imagino que por un lado tu estado de ánimo negativo no saca lo mejor de ellos y, por otro, estás menos dispuesto a disculpar según qué cosas.

Para acceder a la habitación, que en realidad era una vivienda antigua en pleno centro del pueblo, había que caminar cincuenta metros calle arriba y abandonar la vía principal para perderse por un laberinto de callejuelas de apenas dos metros de anchura. Tras callejear un poco se llegaba a la casa; solo restaba subir un piso por una escalera exterior para acceder a la vivienda. Nada más llegar arriba, Agnes, visiblemente fatigada, abrió con la llave y, cuando apenas había dado un paso para entrar se apoyó medio encogida en el marco de la puerta, llevándose una mano al pecho. Eva y yo nos miramos con los ojos desorbitados. Me acerqué a la señora y la sostuve con las manos mientras pensaba: “Por Zeus, Agnes, no te mueras nunca, pero sobre todo no te mueras ahora”.

No se murió. Nos contó que le pasaba con frecuencia al subir escaleras. Le recomendamos con insistencia que no dejara de ir al médico cuanto antes para que le estudiaran el corazón. Desde ese momento descubrimos que la señora hasta sabía sonreír; o algo parecido.

La habitación resultó ser amplia y correcta; el precio, bueno. Estábamos tan cansados de perder el tiempo buscando un sitio para dormir que decidimos que nos valía.

El resto de la estancia en Pelekas fue normal y no tuvimos ningún problema más. Eso sí, decidimos no arriesgarnos a pasar por delante del bar de la loca por si las moscas; además, para fortuna nuestra, lo interesante del pueblo quedaba en el otro sentido.

Había un mirador a unos quince minutos de caminata que permitía ver toda la isla de Corfú. El atardecer desde allí, pese a estar deslucido por el viento, fue espectacular. Como augurio positivo, el mejor feta meli de todo el viaje nos esperaba en la taberna local donde cenamos aquella última noche griega. Parece que las cosas empezaban a mejorar; o eso creíamos… porque todavía nos quedaba entrar en un aeropuerto.

No creo que a nadie le gusten los aeropuertos. Si puedo ir en tren lo elijo sin dudar. Pero como en tantas otras ocasiones, esta vez no teníamos alternativa.

Nuestro vuelo era a priori bueno; conectaba Corfú con Valencia con una escala mínima en Zúrich. Hasta ahí todo perfecto; hasta que el vuelo se empezó a demorar y acabó saliendo con cuarenta minutos de retraso. En el momento en que despegaba el avión  ya sabíamos que si no nos esperaban, perderíamos el otro vuelo. Llegados a ese punto; da igual que hables con las azafatas y que cuando expliques tu problema te regalen sonrisas. No esperes que te resuelvan nada. Es algo que hace tiempo que tengo asumido y por tanto ni me sorprendió ni añadió frustración a la situación.

Que nuestros asientos estuvieran ubicados al final del avión sí que me preocupaba. Si en Zúrich nuestro avión “aparcaba” en un “finger” seríamos los últimos en salir. En caso de que el desembarco se realizara con autobuses, sería más lento. Sin embargo, en este caso tal vez abrirían por delante y por detrás y, con suerte, al descender de los primeros por la parte trasera, podríamos acceder a uno de los primeros autobuses.

Que yo recuerde nunca antes me había tocado desembarcar mediante autobuses y que solo abrieran por delante.

Tras desesperar mientras todos, de forma calmada y sin ninguna prisa, bajaban antes que nosotros, nos llegó el turno de salir. Bajamos a la carrera por las escaleras del avión para subir cuanto antes al autobús. Varios vehículos habían partido ya repletos de gente desde nuestro vuelo camino de la terminal. Pese a que el autobús no estaba lleno por completo, en el momento en que accedí a su interior las puertas se cerraron de golpe tras de mí, dejando a Eva en tierra. Algo así nunca me había ocurrido: literalmente le dieron con la puerta en las narices.

Esto implicaba que ella tendría que esperar a que se llenara el siguiente autobús; varios minutos más de retraso. Mi indignación con el conductor se transformó en seria preocupación cuando escuché por megafonía que se avisaba a los pasajeros de que el autobús realizaba dos paradas: la primera para los que tuvieran que recoger maletas y salir a la calle y la segunda, para los pasajeros en tránsito hacia otros vuelos. ¿Escucharía Eva con el estado de nervios del momento que había que bajar en la segunda y no en la primera parada?

Yo no podía hacer otra cosa más que esperar y cruzar los dedos. Bajé en la segunda parada y la esperé. Por fin llegó el siguiente autobús…sin ella.

Seguí esperando, minuto tras minuto, un autobús detrás de otro, pero Eva no bajaba de ninguno.

En ese momento tuve la inspiración de quitar el modo avión y llamarla. Aún no había marcado su número cuando me entraron varias llamadas perdidas suyas. ¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!

Marqué. Escuché el tono de llamada…Una vez, dos,…y descolgó.

Estaba todavía en un autobús y se había percatado de que tenía que bajar en la segunda parada. Me dijo que, sin esperarla, corriera hacia la puerta de embarque para intentar que no nos cerraran el vuelo; ella acudiría allí en cuanto su autobús llegara.

Apenas era consciente de la pesada mochila mientras corría, de forma frenética, hacia la puerta A87. Me faltaban unas sesenta puertas para llegar desde donde me había dejado el autobús. Solo si nos estaban esperando podríamos coger el vuelo que ya había rebasado su hora prevista. Mi corazón amenazaba con salirse del pecho. Hacia la puerta A65 las piernas me empezaron a flaquear pero seguí corriendo a toda velocidad y sin aceptar la derrota. “Para esto voy a correr por la playa –pensé–, para coger este puto avión”. Durante las últimas diez puertas ya no tenía ni voz para gritarle que se apartara a la gente que adelantaba en las cintas correderas. Cuando pude divisar de lejos la puerta 87 confirmé que ya no quedaba nadie…

…excepto las dos azafatas que nos estaban esperando.

Ὄλυμπος   Olimpo

El tercer día de viaje era el gran día. Habíamos pasado la noche en el refugio y ese día nos esperaba el ascenso a la cima.

Me desperté antes de que amaneciera. Compartía habitación con varios del grupo, por lo que me deslicé fuera del saco de forma sigilosa para no despertar a nadie y recogí la bolsa con la ropa y la cámara. Cuando salí hacía fresco pero abrigado se estaba bien. Me dirigí a uno de los miradores y esperé a la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos.

Disfruté de un hermoso amanecer mientras la mayoría del grupo se despertaba y, tras un rápido desayuno, empezamos a prepararnos para la larga jornada. Me anudé bien las botas, ajusté los bastones y tras rellenar las cantimploras, me ceñí la mochila. El día había comenzado despejado y apacible. Cuando partimos del refugio apenas soplaba una ligera brisa fresca que, eso sí, invitaba a calzarse bien el gorro y subirse un poco más la cremallera del forro polar.

Conforme ascendíamos por caminos de cabras, de piedra caliza y tierra ocre, el sol iba ganando altura y potencia de forma que se empezaba a echar de menos la sombra de los pinos, abundantes al inicio pero cada vez más escasos. De vez en cuando, al rebasar alguna cornisa, el camino nos dejaba demasiado expuestos y el viento frío del Norte nos invitaba a acelerar el paso hasta volver a quedar resguardados. Sin embargo, a mitad de mañana, se agradecía ese soplo boreal aunque corriéramos el riesgo de olvidar la intensidad real del traicionero sol de montaña. 

Tras varias horas subiendo desparecieron por completo los pinos y poco después incluso los arbustos. El resto de la caminata transcurría por roca y tierra desnuda de casi toda la vegetación. Hasta ese momento no había sentido que el camino me exigiera demasiado esfuerzo.

No recuerdo el momento exacto en que de la nada empezaron a aparecer formaciones nubosas de blanco esponjoso. Parecían surgir de la cima. En otras ocasiones, una bruma inesperada subía ladera arriba siguiendo nuestros pasos hasta envolvernos creando un escenario de tintes místicos.

En el tramo final, el camino discurría por mitad de una ladera de derrumbe llena de miles de piedras de diferentes tamaños y formas. Caminar por encima de ese firme exigente resultaba incómodo y agotador. En ocasiones las nubes danzaban a nuestro alrededor, jugando a mostrar de forma caprichosa partes de la cima para ocultarlas por completo un instante después. De forma súbita empecé a notar un aumento del viento en contra. La sensación de esa parte final del ascenso era la de tener una enorme mano invisible contra el pecho y las piernas impidiendo nuestro ascenso e invitándonos a dar media vuelta. La dificultad de la subida, con desnivel cada vez más acusado, junto con la oposición del fuerte viento fue disgregando el grupo. Eva iba unos metros por delante. Un pequeño grupo se perdía unos cincuenta metros camino arriba. Por detrás venía el resto, subiendo de forma lenta y penosa; sus caras reflejaban sufrimiento. Algunos excursionistas que nos habían adelantado al inicio de la jornada estaban ahora parados a un lado del camino intentando ajustarse el cortavientos para combatir el intenso soplo de Eolo.

La bruma no me permitió en ningún momento divisar con claridad la cima hasta que, de forma inesperada, llegué a la primera de ellas. El monte Olimpo cuenta en realidad con varias cimas que coronar: Skala, Skolio y Mytikas, que con 2918 m es la más alta del monte y de toda Grecia; de hecho es la segunda mayor altura de los Balcanes. Desde Mytikas parte una cuarta cima, de menor altura pero de más difícil acceso, que se llama Stefanis y a la que también se conoce como el Trono de Zeus.

La primera cima que coronamos fue Skala. En ella nos detuvimos un buen rato. Se trataba de la cima más fotogénica, por lo que todos hicimos el protocolario desfile de posados en grupo, por parejas y de forma individual. Hay gente que no se cansa de posar pero debo admitir mi poca paciencia para ello.

No tardé ni cuatro fotos en abandonar el grupo a su suerte y dirigirme a Skolio. El camino no tenía pérdida posible y estaba poco expuesto al precipicio. No tarde mucho en llegar y me alegre de haberme anticipado al grupo para poder disfrutar en solitario de tan solemne lugar. De repente y como si de un regalo divino se tratara, el viento me dio una inesperada tregua; recuerdo que ese instante de silencio en la morada de los dioses y con el mar de nubes a mis pies fue pura magia.

Al llegar no me había percatado del excursionista que unos diez metros más abajo estaba sentado en silencio mirando el paisaje. Debía estar sintiendo, al igual que yo, la sobrecogedora majestuosidad del momento.

Se trataba de un señor mayor, como de la edad de mi padre y que vestía en tonos ocres, sin colores llamativos, lo que junto a su completa inmovilidad justificaba que no hubiera notado antes su presencia. En ese momento, algún movimiento mío debió rescatarle de su ensoñación porque, con expresión de sorpresa, giro su rostro hacia mí y tras descubrirme, sonrió. Era una sonrisa franca que transmitía calma interior. Percibí algo familiar en él. Tuve la sensación de que nos habíamos visto antes; sin embargo no lo ubicaba entre la gente con la que habíamos coincidido el día y la noche anteriores en el refugio. Tampoco recordaba haberle visto en el camino de ascenso, por lo que debía haber emprendido la ruta muy pronto por la mañana o haber abordado la subida desde otro punto de acceso, que yo desconocía que existiera. Sea como fuera, el caso es que se dirigió a mí en un perfecto castellano. Le devolví la sonrisa y me acerqué a saludarlo e intercambiar algunas frases.

Me dijo que era de Madrid, que viajaba solo y que no era la primera vez que venía a esa parte de Grecia, pero sí la primera vez que, por fin, se había animado a subir al Olimpo. Le felicité de forma efusiva porque, con sinceridad, no me pareció que estuviera en un estado de forma físico como para semejante esfuerzo. El ascenso no tenía ninguna dificultad técnica pero implicaba cierto hábito de andar por montañas y el señor no daba ese perfil.

 Me pidió si le podía hacer una foto que inmortalizara el momento. Me acercó una cámara Lúmix compacta, pequeña y diría que bastante obsoleta, muy de señor mayor a decir verdad, y me señaló el botón que debía oprimir para hacer la foto. Le pregunté, como hago en estos casos, qué escena quería que saliera en ella. Me dijo que lo dejaba a mi criterio. Fue en el momento en que encuadraba la foto cuando tuve una intensa sensación de descubrimiento. Me detuve y dudé por un instante. Encuadré de nuevo y esta vez sí, apreté tres veces el botón, no fuera que en alguna le pillara los ojos cerrados. Al revisar cómo había salido la foto, confirmé la certeza de lo imposible y se me cortó la respiración por un instante.

Le devolví la camarita con la mirada clavada en sus ojos. Me dio las gracias sonriendo sin apartar su mirada y me invitó a sentarme en la misma roca junto a él. Sin que mediara palabra empezó a recitar en voz baja y grave, con tono solemne y ritmo pausado, el poema de Itaca de Kavafis.

Me quedé estudiando cada rasgo de su cara mientras él seguía recitando de forma sentida y, por increíble que pareciera, tuve que aceptar que estaba hablando con el mismísimo Javier Reverte.

Admito que no fui capaz de escuchar en su voz las bellas palabras del poeta griego durante esos segundos eternos en que el tiempo se había detenido y en mis oídos tan solo retumbaba el fuerte galope de mi corazón. Cuando me recuperé del colapso inicial esperé al momento oportuno para hacer la ansiada pregunta…y la respuesta fue que no, que desde luego no era Reverte, pero que tampoco era la primera vez que le confundían con él. Era normal, me dijo, que un rostro común como el suyo, de la misma quinta que el escritor y viajando en solitario, invitara a la confusión. No pude más que respetar su aseveración aunque una parte de mí se seguía aferrando a la inverosímil identidad literaria.

No obstante, me reconoció que había leído y mucho a Reverte por lo que, de la manera más natural, la obra del escritor se estableció entre nosotros como punto de encuentro y conexión espiritual. Le confesé que aún no me había leído todos sus libros, pero los muchos que sí había leído le convertían en mi escritor de viajes de referencia.

 El primer libro que le había leído era  El Sueño de África, primero de la Trilogía de África, su gran obra de referencia. A raíz de recorrer el curso del Nilo, hacía casi treinta años, había escrito esta serie, a mi parecer una obra maestra de la literatura de viaje. De hecho, este libro había sido aprovechado por algunas agencias de viajes de aventuras, que habían seguido al dedillo todos sus itinerarios.

 Mi primer viaje a África había sido en camión durante casi un mes, cruzando toda Uganda desde la frontera con RD del Congo, acampando en las fuentes del Nilo y bordeando el Lago Victoria para entrar en Kenia a través de la frontera terrestre oriental. Tras acampar en Masai Mara habíamos cruzado a Tanzania y recorrido todo el Norte: Serengueti, Ngorongoro, Olduvai y los asentamientos bosquimanos del lago Eyasi para finalizar el viaje en Zanzíbar, la isla crisol de culturas. Recuerdo cada uno de esos lugares icónicos en un viaje muy duro pero fascinante, que no era sino un plagio, etapa tras etapa, del imprescindible libro de Reverte. Desde aquella aventura, le confesé, siempre que había viajado a un lugar, había empezado por sumergirme en su historia a través de algún libro de Javier Reverte.

Le comenté que mi último gran viaje antes de la pandemia había sido a Etiopía, uno de los tres países protagonistas del tercer libro de la Trilogía de África. Uno de mis proyectos, cuando pudiera ser, consistía en visitar los otros dos países de dicho libro, siguiendo así el recorrido del Nilo desde sus nacimientos en Uganda –Nilo Blanco– y Etiopía –Nilo Azul– y cruzando Sudán para acabar en Egipto.

También tenía en lo alto de mi lista de deseos emular el recorrido de El Río de la Luz. En él, Reverte había seguido los pasos de Jack London durante la fiebre del oro y para ello, había realizado parte del recorrido descendiendo el Yukón en kayak. London, le reconocí, era el autor que más me había influido de pequeño y uno de los responsables de que amara leer y viajar.

Mientras le hablaba de forma apasionada sobre mis proyectos viajeros él mantenía una mirada cálida y me dio la sensación de que, tal vez, algo nostálgica.

Me contó que no solo había leído esos libros que le acababa de mencionar sino que además había visitado esos lugares y, según me dio a entender, muchos otros. Me aconsejó que no dejara de hacer esos viajes porque la vida era muy corta y el mundo muy extenso y lleno de maravillas. De repente se quedó callado y con la mirada perdida en el paisaje, o en el infinito o quizás en sus recuerdos, quién sabe.

Escapó de la incomodidad del silencio dándome un nuevo consejo:

–Está muy bien que leas a Reverte o a cualquier otro escritor de los que han recorrido el mundo siguiendo las obras de los clásicos pero tal vez deberías beber de las fuentes originales… ¿Has leído algo de Homero?

Cuando viajo suelo leer en ebook por razones de peso. En este viaje lo traía lleno de libros sobre Grecia, de todo tipo, y desde luego, no faltaba Homero, a quién no había leído todavía. Le confesé que proyectaba hacerlo pero que me costaba engancharme por el lenguaje y la forma de narrar.

Me miró con expresión indulgente  y sentenció:

–Empieza por La Odisea –y con la solemnidad de quien va a hablar de algo que le merece mucho respeto añadió– La Ilíada es una gran obra, pero es lineal y ¿cómo decirlo? algo más espesa si te cuestan este tipo de lecturas. Sin embargo, en la Odisea Homero va y viene en el tiempo, cuenta partes en tercera persona para luego intercalar la narración de las aventuras de Ulises en primera. Resulta muy interesante la transformación del personaje conforme transcurre el relato; el pirata taimado y cruel que sale de Troya con el botín se va humanizando a golpe de adversidades. Ulises es el primer héroe que realmente se comporta como un humano en la historia de la literatura. –Se detuvo un instante como recreándose en el recuerdo de algo hermoso y sentenció– La Odisea es la primera obra que muestra una estructura tan compleja que incluso muchos narradores actuales envidiarían.

Percibí con el rabillo del ojo que se acercaba mi grupo al completo y no me pasó desapercibido cómo su rostro mostraba ahora cierta incomodidad. Entendí que a nivel de perturbar la paz interior, una persona era una cosa pero un grupo, otra bien distinta. Noté por su lenguaje corporal que nuestro encuentro se acercaba a su fin.

Me miró a los ojos y sonrió de nuevo mientras se levantaba. Se detuvo un instante y se volvió hacia mí dejándome una enigmática frase: “Cuidado con los dioses. Son niños caprichosos y malcriados que se distraen de sus divinamente aburridas vidas jugando con nuestros destinos”.

Apenas se había alejado dos pasos cuando con un hilillo de voz le llamé.

–Javier –le dije– Gracias por tanto.

Me dedicó una sonrisa de esas que trascienden, de las que dicen todo sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra y se dio la vuelta. Observé emocionado como se alejaba. Todavía al escribir estas palabras siento un nudo en la garganta.

Llegó el resto del grupo y tras las fotos de rigor emprendimos el descenso. Tras varias horas de caminata, llegamos al refugio donde paramos a reponer algo de fuerzas antes de proseguir con la bajada. Según supe días después, Eva y el resto del grupo me notaron ausente durante todo el camino. Imagino que lo atribuyeron a mi carácter, que a veces es algo taciturno; aunque en esta ocasión estaba causado porque seguía conmocionado a raíz de mi encuentro.

Decidí no contar que acababa de mantener una conversación con Javier Reverte en persona, quien hacía ya casi dos años que había emprendido su último gran recorrido por un río, el Estigio, el que separa el mundo de los vivos y los muertos, el mismo que cruza el Hades.

Tardé días en volver a casa y poder consultar mi ejemplar en papel del libro Corazón de Ulises. Recordaba que en el centro había varias páginas con fotos en color, tomadas por el autor la mayoría, en las que mostraba diversos lugares a los que se hacía referencia en el texto.

 La busqué con ansiedad. Encontrarla me causó alivio pero también vértigo. Allí estaba la foto de Javier en la cima del Olimpo, la foto que yo le había hecho pocos días antes. En realidad, una parte de mí, mientras encuadraba y pulsaba el botón, recordaba esa foto a la perfección por haberla visto en el libro; esa parte de mí se había esforzado de forma profesional para que saliera lo más parecida posible… y hay que reconocer que me salió idéntica.

Epitafio

Acabábamos de llegar a Grecia la noche anterior. Un viaje lleno de ilusiones y posibilidades se abría ante nosotros. Nos había tocado un grupo con gente agradable. Además, el itinerario era muy atractivo: tras aterrizar en Tesalónica, en el Noreste del país, esa primera mañana haríamos una ruta subiendo unos mil metros de desnivel, hasta llegar al refugio Spilios en las faldas del Monte Olimpo. Allí pasaríamos la noche, para madrugar al día siguiente y emprender el ascenso. Desde el refugio hasta la cima subiríamos otro desnivel de mil metros y tras coronarla, bajaríamos los dos mil de tirón. Aunque sin ninguna dificultad técnica y con el añadido de que la previsión del tiempo era buena, se trataba de los dos días más exigentes de todo el viaje.

Después de visitar la morada de los dioses nos desplazaríamos siempre hacia el Oeste, para ir visitando y realizando  diferentes caminatas por lugares icónicos del Norte del país, como la garganta de Vikos, la garganta de Aoos o los monasterios de Meteora; a continuación cruzaríamos en ferry a Corfú. En esta hermosa isla Jónica finalizaba la primera parte del viaje, de tipo organizado y con guías de montaña. A partir de ese momento, nos quedaríamos a solas mi hermana y yo y sería un viaje a nuestro aire por otras dos islas: Cefalonia e Ítaca, la cual me hacía especial ilusión.

 Se trataba de un viaje sencillo y cómodo. De esos que piensas que no se pueden torcer.

Había dormido poco y necesitaba activarme lo antes posible, así que decidí salir en busca de un capuchino de verdad y no lo que me habían puesto en el hotel.

Me alejé de la zona turística de Litochoro y entré en una cafetería de locales. Me tomé mi imprescindible dosis de cafeína y cuando iba a pagar se me ocurrió preguntarle al señor si sabía de algún sitio donde pudiera conseguir un mapa de la zona. Suelo coleccionar mapas de los lugares que visito y el Olimpo es uno de esos sitios de los que te gusta tener el mapa. Me indicó más o menos como callejear hasta llegar a una tiendecita discreta y apartada.

La señora rozaba los sesenta, tenía el pelo blanco y la sonrisa sincera.  Era encantadora y conectamos desde el primer momento. Tenía un mapa senderista de la zona que era exactamente lo que yo buscaba. Pronuncié un ortopédico gracias en griego que se vio recompensado con una sonrisa de refuerzo positivo. Me enseñó a pronunciarlo. Lo repetí varias veces como un niño chico. Me corrigió otras tantas, con paciencia y empatía, hasta que al final asintió con expresión aprobadora. Compartí con ella mi devoción por la belleza de su idioma. Creo que esto la animó a dedicarme unos minutos intentando enseñarme el “de nada” y los imprescindibles “buenos días, buenas tardes y buenas noches”. Practiqué y me corrigió. Me habría quedado toda la mañana aprendiendo pero tenía que volver con el grupo. Fue entonces, cuando estaba a punto de dar media vuelta para salir, cuando la vi.  En un rincón con poca luz había una camiseta colgada. Tenía una frase escrita en el pecho; el epitafio de un gran escritor griego:

“Δεν ελπίζω τίποτα, δε φοβούμαι τίποτα, είμαι λέφτερος”

“No espero nada, no temo nada, soy libre”

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Crónicas del Primavera

Crónicas y reflexiones acerca de algunos conciertos del Primavera Sound en Barcelona, entre el 2 y 4 de Junio.

Asociado a este texto hay videos y fotos de dichos conciertos. Puedes verlas en «mis historias», «Primavera S» de Instagram (sergiogalanphoto)

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El Primavera

En cuanto le conté a Quique que me iba al Primavera me dijo que se apuntaba. Solo había un pequeño problema: Pese a que faltaba un año, las entradas se habían agotado en horas y si yo no le había avisado antes fue porque pensaba que no se vendría. Le estuve dando vueltas todo el día, realmente compungido por mi omisión. Esa misma noche le escribí un mensajito diciendo algo así: “He mirado en la web y hay una especie de lista de espera. ¿Y si te apuntas y la suerte decide si vienes o no?”

 Se apuntó y un mes después, salió cara.

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Les Savy Fav

Siempre “hago los deberes” cuando voy a un festival (escucho el trabajo de todos los grupos del cartel y después profundizo en los más afines). Descubrí que en mi lista de “me gusta” de Spoty ya tenía una canción de “Les Savy  Fav”. Es decir, que ya habíamos sido presentados aunque yo no recordara cuándo.

Para mí cada estilo de música es un idioma; o lo entiendes o no. Se puede aprender, pero si lo llevas de serie, estableces un diálogo inmediato con quien toca y con quien siente de la misma forma que tú esa música. Cada grupo habla un dialecto; y Les Savy Fav y yo hablábamos el mismo.

No tardé en darme cuenta de que se trataba de un grupo que llegaba a mi vida para quedarse. Los he escuchado tanto estos últimos meses que he descuidado los deberes de otros grupos. Se convirtieron en un grupo prioritario en mi selección del festival; tanto, que incluso renuncié a Kim Gordon (Sonic Youth) para verlos a ellos. Perdóname Kim porque te he sido infiel, aunque te sigo amando.

La casualidad y la organización del Primavera quisieron que nuestro primer concierto fuera precisamente el suyo. Era la tarde del primer día y sin apenas haber aterrizado mentalmente, nos descubrimos, tan solo veinte minutos después de que nos pusieran la pulserita, en primera fila asistiendo a las pruebas de sonido de Les Savy Fav; faltaba una hora para el concierto y aún no me creía que estuviera allí.

Se trata de un grupo con grandes contrastes; durante las pruebas de sonido son gente seria y tranquila, de perfil bajo. Sin embargo su directo es intenso, estridente y no te deja indiferente. Esa discrepancia parte del choque entre la sobriedad del batería, bajista y guitarristas, por un lado, y la personalidad escénica antagónica del cantante, por el otro; porque Tim Harrington es todo un personaje.

Me llamó la atención que durante las pruebas de sonido, todos los del grupo no dejaban de hacerse selfies y fotos entre ellos mientras afinaban y probaban; como si fuera su primera gran actuación.

Debo confesar que sentía cierto nerviosismo mientras esperaba a que empezara el concierto. Eran nervios buenos, de los de ilusión; aunque también con cierto temor a haber generado muchas expectativas. Vamos, como si tuviera una cita.

Por fin, salieron al escenario y tuve la sensación de que el recibimiento del público no fue especialmente cálido; y no es criticable, ya que Les Savy Fav nunca ha sido un grupo mediático y su último trabajo tiene más de diez años. Se puede decir que se colaron en el Primavera por la puerta de atrás.  Creo que por ese motivo la mayoría del público no los conocía y, desde luego, no esperaban lo que vivimos a continuación.

Se hizo un silencio expectante. El cantante se acercó al micro y nos miró con esa expresión tan peculiar, un poco ida. Y, de repente, la primera nota del concierto no es de la batería, ni del bajo, no es un acorde de guitarra mantenido… no, es la voz del cantante gritando:

“What holds you up

When the earth lets you down?

What holds you up

When gravity’s corrupted?”

(mi canción preferida, “Hide me from next February”, de un EP de 2000)

Y entonces, la locura.

En ese instante me sentí como si hubiera ido con la idea de correr una maratón de tres días y de repente me tocara correr los cien metros lisos en menos de diez segundos. Y ahí estábamos, Quique, con su lesión del basket de tres días antes, y yo, con mis gemelos del 2022, que parecen un saldo del mercado del Cabanyal, dándolo todo, de cero a cien en una sola canción, como si fueran a clausurar el Primavera si nos reservábamos algo.

Esta primera canción fue la única canción en la que el cantante estuvo más tiempo en el escenario que a pie de pista entre el público.

Nunca he visto (y dudo que pueda ver) interactuar más a un cantante con el público. Se iba de un extremo a otro de la pista, arrastrando decenas de metros de cable del micro. Siempre rodeado de gente, surfeando encima de una mesa sobre el público, con infinitos cortes de sonido porque se desconectaba el micrófono, con la cara roja de calor y esfuerzo físico, perdiendo por momentos parte de la ropa  y arrancándose el resto hasta la casi total desnudez. Una de las veces que estuvo frente a mí, arriba, cantando desafinado y jaleado por la multitud, mientras con mi brazo le sujetaba por la cintura para que no cayera, tuve un momento de abstracción y pensé que era el mismísimo Nerón reencarnado incendiando el Primavera con su desinhibición. Creo que nadie de los que fuimos se quedó sin la oportunidad de tocarlo, cargarlo en hombros, cantar con él o, y esto es literal, beber vino directamente desde sus labios (por fortuna no fue mi caso).

Debo confesar que en un momento dado sentí que era un show excesivo; que incluso distraía de su música. Pensé que  Seth Jabour, Syd Butler, Harrison Haynes y Andrew Reuland eran realmente buenos y no merecían quedar eclipsados por el histrionismo de Harrintong. También pensé que Tim Harrington canta increíble y que su voz  tiene tanta personalidad que debería ser escuchada sin ser visto. En la parte final del concierto le di la espalda al vocalista que seguía entre el público y me puse a bailar frente a ellos, mirando hacia el escenario, a modo de reconocimiento personal.

Cuando acabó el concierto Quique me comentó que se sentía como si saliera de un examen y lo hubiera pasado con nota, y que desde ese instante podíamos relajarnos y disfrutar del resto de festival, ya sin ninguna presión de expectativas. Y exactamente eso es lo que ocurrió; gracias a empezar por todo lo alto con Les Savy Fav.

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Os dejo un enlace a una lista de mi Spoty con mis canciones preferidas de Les Savy Fav

El helado

Fui al Primavera del 17 por los Arcade Fire; allí conocí a Metronomy y me enamoré de los Black Angels. Pero no voy a daros también la paliza con los grupos de ese año, bastante os pienso mortificar con los de este. Aquella vez fui solo y no lo disfruté ni la mitad. Como le dije a Quique al volver, este ha sido el mejor festival de mi vida y ha sido gracias a él.

Pero si hay una cosa que he echado de menos de aquel Primavera es… mi heladito de café. No me preguntéis por qué, pero ese fue el año en que me enganché al helado de café y fue en el dichoso Primavera.

Recuerdo que había solo una furgo con helados en todo el festival y estaba estratégicamente situada delante de mi escenario fetiche. Todos los días, nada más entrar por la tarde, me iba directo a por un helado; después de cenar caía otro y a media noche, ¿por qué no? Pues un tercero..

No me importa admitir que soy un raro para las comidas (y para muchas otras cosas). Cuando voy a una heladería me sobran el 98% de sabores: quiero café, acepto limón como premio de consolación y si no, no tomo ninguno. Las veces que no tienen los míos y acabo eligiendo otro sabor, tal vez porque voy con alguien y el helado forma parte del ritual social, tengo asumido que debo bajar por completo las expectativas.

Imagina que eres un heladero muy majo y que tres veces al día viene un tipo que solo se lleva un helado de café (e insisto que de solo café, nada de dos sabores ni inventos raros); y eso ocurre de forma regular durante tres días seguidos… pues sucede que acabas estableciendo un vínculo de simpatía con el personaje del café. Tampoco es que tuviéramos largas conversaciones porque el señor estaba trabajando, pero sí que descubrimos cierta afinidad por grupos míticos, como los Stooges, los Sex Pistols o los Clash (mis grupos punk de referencia).

Recuerdo que durante el último día ya no reponían sabores y conforme se agotaban existencias se iban tachando los nombres de la pizarra. Ya por la noche, cuando fui a por mi último helado vi en la pizarra que el de café estaba tachado. Lógicamente me quedé en la cola dispuesto a pedir otro sabor, simplemente para despedirme del señor. Llegué y le pregunté, con mi escepticismo habitual, qué sabor me recomendaba de los que le quedaban. Puso cara pensativa y me sonrió de oreja a oreja: te recomiendo el de café, me dijo; me había guardado el último y, además, me invitó.

Son esos pequeños momentos en los que vuelvo a creer en el ser humano.

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Dilemas existenciales

Nada más salir del intenso concierto de Les Savy Fav fuimos corriendo hacia el de  Dinosaur Jr  pero había tantísima gente que ni siquiera pudimos acceder a la parte final de la pista; teníamos las mismas opciones de verlo que si nos hubiéramos quedado en Valencia.

Decidimos hidratarnos y cenar algo. Nos había quedado claro que con tanta gente no podríamos ver ni tan solo la mitad de los conciertos que habíamos considerado fundamentales; así que tras reflexionar un rato, decidimos cambiar de estrategia: Calidad frente a cantidad. Apostaríamos fuerte por unos pocos grupos y ni siquiera intentaríamos llegar a los otros. Elegir es renunciar. La vida es elegir y por tanto renunciar; y los festivales son una metáfora de la vida.

Les Savy Fav nos había dejado tan buen sabor de boca que había mitigado en parte la mala noticia del día: cuando todavía estábamos en el bus de camino a Barcelona se había hecho oficial que Strokes cancelaban su concierto del día siguiente por enfermedad. Era una decepción importante pero no pensábamos dejar que ensombreciera el resto del festival.

Una vez revisado todo el programa del día aplicando el nuevo criterio, acordamos que nuestra gran apuesta de este primer día iba a ser Pavement y Tame Impala.

La organización había puesto los dos escenarios principales uno junto al otro y con la misma orientación. Con esta disposición resultaba que mientras estabas en un escenario, tan solo con mirar hacia el lado podías ver como estaban montando el siguiente concierto en el otro escenario. Eso también implicaba que, con tanta gente, si querías estar bien situado, tenías que tomar posiciones durante el concierto previo al que querías disfrutar, unas dos horas antes, ya que luego era casi imposible entrar.

Como para nosotros estar en las primeras filas era una condición innegociable, si decidíamos situarnos en medio, entre ambos escenarios, no podríamos disfrutar bien de ninguno de los dos. Una vez más teníamos que elegir; y decidimos ver muy bien Pavement  y menos bien a Tame Impala.

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Tame Impala

Que no viéramos el concierto de Tame Impala desde una situación óptima no nos impidió disfrutarlo. Yo los había visto una vez, en el BBK del 16, desde lejos, y ya entonces me parecieron un grupo especial. Quizás no los escuche cada semana pero tienen varias canciones que me insuflan energía muy positiva.

Durante toda su actuación transmitieron muy buen rollo. No dejaban de compartir con nosotros la ilusión que les hacía estar allí, actuando de nuevo ante tanta gente (varias decenas de miles con toda seguridad) y volviendo a sentirse artistas tras estos años tan duros.

El momentazo de su actuación ocurrió hacia el final. En estos festivales, incluso cuando se trata de bandas top como los australianos, el tiempo está muy acotado y la organización es bastante estricta, sin permitir que los grupos se tomen grandes licencias. Me puedo imaginar que para una banda que tiene una discografía tan extensa, elegir qué canciones van a tocar y cuáles se quedarán para otra ocasión, no debe de ser nada fácil.

En esto que llega la penúltima canción, momento cumbre del concierto y el cantante, Kevin Parker, se dirige al público: “Queremos haceros un regalo. Esto es para vosotros…” y cuando todo el mundo espera una de sus canciones más reconocidas… nos sorprenden tocando una cover brutal del “Last nite” de los Strokes. Ese fue el momento en el que a mí me ganaron para siempre.

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Cinco canciones que me gustan de Tame Impala

Pavement

Pavement era una de las causas de que yo estuviera en el Primavera. Se trata de un grupo mítico, historia de la música, referencia de toda una generación e inspiración de tantos y tantos grupos actuales. Como los hacía retirados desde finales de los noventa me sorprendió mucho cuando hace un par de años aparecieron de cabeza de cartel del Primavera. Parece ser que habían estado apartados de los escenarios todo este tiempo y que volvían tras veinte años de silencio; pero una pandemia retrasó el tan esperado retorno… hasta esa noche.

Para mí los Pavement son algo más que su música. Para mí son los recuerdos de toda una época. Pavement es ese vinilo, recién estrenado, que le regalamos a Fernando en su vigésimo nosecuántos cumpleaños. También son esos acordes desafinados e imposibles, que intentaba imitar con mi guitarra eléctrica cuando flirteaba sin éxito con la idea de montar, junto con mis amigos, una banda. Pavement es, sobre todo, parte de la banda sonora de muchas noches de fiesta con ellos; horas de coche sonando junto a los Pixies, Sonic Youth, los Smashing, System of a Down, Jane’s Adiction, Mano negraExtremoduro, las Breeders y Elástica, los Red Hot y Muse, los Dandy Warhols y Radiohead entre tantos y tantos otros; himnos de guerra mientras íbamos y veníamos de “Trailer” hablando de amores soñados y no correspondidos y de partidos de fútbol que había que jugar al día siguiente, sin apenas haber dormido, en urbanizaciones vecinas a la nuestra.

Su actuación superó mis expectativas y eso que eran altas. En la tercera canción ya era consciente de que estaba asistiendo, probablemente, al concierto más redondo del festival.

Tocaron todo su repertorio sin descanso, sin paradas, sin perder el tiempo en contar historias. La música sonaba excelente y la puesta en escena era impecable, con audiovisuales llamativos que no distraían del foco principal que eran ellos y su música. Un espectáculo sobrio y al mismo tiempo embriagador.

Tuvimos la suerte de estar justo delante de Stephen Malkmus, cantante, guitarrista principal y alma mater del grupo;  y fue increíble verle tocar. Una tras otra, una procesión infinita de guitarras con diferentes afinaciones iba y venía desde el  backstage a sus manos para dar el sonido exacto a cada nueva canción. He tenido la suerte de ver a grandes guitarristas en directo. Seguramente seré injusto por lo que voy a decir, pero la memoria ahora mismo me trae varios nombres por encima de los demás y Malkmus es uno de ellos; los otros son Jack White, J Mascis (Dinosaur Jr), Clementine Creevy (Cherry Galtzerr) y Matt Bellamy (Muse).

Malkmus, además, y pese a la intensidad y exigencia del largo concierto, logró mantener su voz de principio a fin. Creo que su característico estilo de canto desafinado le ayudó mucho a que las canciones sonaran como antaño.

Me sorprendió muchísimo ver a gente muy joven cantar sus canciones y conocer todas sus letras (mejor que yo). Me imagino que un grupo se puede considerar historia de la música cuando trasciende incluso las barreras generacionales.

En algún momento tuve la sensación de que Malkmus iba por un lado y en el otro estaba el resto del grupo. En cierta forma su enorme talento eclipsaba a los demás. Pero parecía asumido por todos y noté buena sintonía en el grupo.

Entre los otros miembros del grupo tengo que destacar a Bob Nastanovich, todo un personaje. Lucía una camiseta que ponía en castellano “Huelga”. Su papel en el grupo era misceláneo: igual hacía los coros, que tocaba cierta percusión (no la batería principal) o la pandereta. Era la persona que recorría el escenario animando a todo el mundo y el que descendía para interactuar con el público. Transmitía calidez y cercanía. Era ese tipo que siempre te arranca una sonrisa y con el que te irías de cena sin dudarlo.

Lo curioso es que  volvimos a ver a Nastanovich después de ese concierto: fue otro día y en otro contexto; pero esa es una historia diferente.

Recuerdo que nos dejó tan buena sensación este concierto que no necesitamos ver nada más aquella noche; así que volvimos exhaustos pero realizados hacia el hotel. Llegar fue otra odisea, ya que con todos los medios de transporte desbordados de gente, nuestra horita caminando no nos la iba a perdonar nadie.

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Diez que te recomiendo de Pavement

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Pad Thai

Igual que no tardamos en darnos cuenta de cómo funcionar dentro del festival, tampoco nos costó ni cinco minutos saber cómo íbamos a manejarnos fuera.

Ni Quique ni yo teníamos necesidad de recorrer la ciudad, en parte  porque ambos habíamos estado ya muchas veces en Barcelona y en parte porque nuestra razón de ser era disfrutar al máximo del festival. Por ese motivo se instauró de forma tácita un plan de recuperación entre sesiones que consistía en lo siguiente:

Desayuno relajado en una cafetería cercana; mañana de estiramientos y piscina en la terraza del hotel, disfrutando de increíbles vistas de la Ciudad Condal, para, a continuación, comer temprano por los alrededores, con la promesa de una minisiesta reparadora que nunca llegábamos a cumplir a causa de que algún grupo que queríamos ver tocaba a las cinco. De esta forma, nuestra jornada laboral festivalera era de más de doce horas: salíamos a las cuatro del hotel y volvíamos, tiesos, a eso de las cinco.

Imagino que cuando viajas a otra ciudad es frecuente señalarte sitios que quieres visitar: museos, librerías, exposiciones, ciertas tiendas, etc. En mi caso, si hay algo que nunca falta es la búsqueda en Google con la consiguiente lista de… restaurantes tailandeses. Créeme porque es cierto.

Tuve la fortuna de que a Quique no le importara comer thai. Además, quiso la suerte que tuviéramos un restaurante tailandés auténtico, con una comida espectacular, a tan solo cinco minutos andando del hotel.

Recuerdo con especial cariño los Pad Thai de langostino y el curry rojo con sepia, responsables de que repitiéramos sitio dos días seguidos. Se trataba de un negocio local, dirigido por un matrimonio tailandés; él era serio y algo seco; ella simpática y no hablaba ni jota de castellano. Tenía un punto surrealista conversarle en inglés estando en el mercado del Clot. Me llamó la atención que se interesara por si en Valencia había muchos restaurantes tailandeses. Le expliqué lo mucho que escasean por estos lares e intenté convencerla, sin éxito, para que se vinieran aquí a montar uno. No descarto intentarlo de nuevo la próxima vez que vaya.

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Chaqueta de chándal

En mi opinión, admito que controvertida, muchos de los grupos de lo que se ha llamado «Indie español» son versiones con mayor o menor acierto de Vetusta o Los Planetas. De la misma forma que creo que, en general, las bandas tienen en la actualidad mejor formación musical que hace cuarenta años, también pienso que muchos de ellos han dado la espalda a la creatividad y se han conformado con interpretar música que funciona comercialmente. No es el caso de Chaqueta de Chándal.

Me siento atraído por los grupos que, como ellos, se arriesgan y creen en lo que hacen, aunque sepan que ese camino nunca les conducirá a salir en letras grandes en el cartel de ciertos festivales (por fortuna).

A este trío (vocal-teclado, batería y guitarrista) se les nota tablas y recorrido en el mundo de la música.

Estoy seguro de que los Chaqueta y yo tenemos varios amigos en común y apostaría a que los Dandy Warhols son uno de ellos.

Confieso que cuando fui a verlos en Valencia el año pasado lo hice porque conocía (y me encantaba) una sola de sus canciones (Amigo del mal). Al saber que venían a mi ciudad profundicé en su música y descubrí un estilo inesperado y letras llenas de sátira y crítica social. Su música es buena y su contenido merece ser escuchado.

Recuerdo ese concierto de la Pérgola, un sábado por la mañana, a pleno sol y sentado en una silla de plástico (recordad la tristeza de los conciertos en el acmé de la pandemia). Para entonces ya me había enganchado a otra canción, por encima incluso del “Amigo del mal”: Para mí esos dos minutos y medio finales de “La insoportable levedad del ser rico” son brutales. Recuerdo cuando escuché esa canción en directo; cuánto me emocionó y cómo tuve que reprimirme para no dar saltos mientras seguía atado a esa puta silla de plástico.

 Si solo tenéis tiempo y paciencia para escuchar una de sus canciones, que sea esta.

Tras el concierto de Valencia estuve hablando unos minutos con el cantante, Guillem Caballero, y me pareció un tío súper majo.

Una cosa que caracteriza su espectáculo es que, entre canciones, Guillem suele hacer reflexiones en voz alta en las que siempre, y de manera en apariencia casual, se acaba metiendo en algún que otro jardín… se trata de monólogos llenos de sarcasmo y humor inteligente. Me encanta.

 Si tenéis ocasión, no dejéis de verlos en directo.

Con estos antecedentes no me costó convencer a Quique y nos plantamos a las cinco en su concierto. No podíamos haber elegido mejor forma de empezar nuestro segundo día en el Primavera.

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5 canciones de Chaqueta de chándal

Fontaines DC

Fontaines D.C. era otra de mis grandes apuestas en el festival. Iban a venir hace varios años a Valencia pero, como tantos otros, acabaron cancelando. Desde entonces han crecido mucho; han madurado musicalmente y sus letras son mucho más profundas. Me parece que en este momento son, de todos los grupos británicos emergentes, los que más proyección tienen. Tengo la sensación de que en no mucho tiempo estarán en letras grandes en los carteles de los festivales. Por ese motivo renunciamos a Tropical Fuck Storm, un grupo australiano que me fascina y decidimos ir a ver Fontaines.

Cogimos sitio pronto para estar delante. En un grupo británico intenso, como es el caso de estos chicos irlandeses, estar delante es sinónimo de empujones, pogos y pisotones. Nos encomendamos a nuestros dioses y nos posicionamos allí. Ni que decir tiene que no acabamos el concierto donde lo habíamos empezado porque no se puede luchar contra la marea del Mar del Norte …

Llamaba la atención que al igual que en el resto de grupos británicos que presenciamos, en varias ocasiones se repetió un cántico generalizado, tanto en los artistas como entre el público: Fuck the Queen!

Parece ser que el 2 de Junio se celebraba en Inglaterra el segundo cumpleaños de la Reina (el oficial, ya que parece que el primero, el real, es en Abril). Es la ceremonia llamada “Trooping the Colour” (en referencia a los colores de la bandera) y es motivo de protesta, coreando ese lema, por parte de todos los antimonárquicos.

Fontaines DC tocó a las ocho en uno de los escenarios principales y estaba abarrotado. Aún no había salido el cantante y ya estábamos siendo empujados. Apenas cantó la primera frase cuando se montaron los primeros pogos. De vez en cuando alguien que venía «crowdsurfeando» pasaba por encima de nuestras cabezas; es decir, lo que viene siendo un típico concierto británico. Con este comienzo tan intenso pensé que no podríamos disfrutar el espectáculo; sin embargo, nos fuimos desplazando hacia la derecha y adelante y, frente a todo pronóstico, tuvimos un concierto (relativamente) tranquilo.

Musicalmente fue magnífico. Tienen un directo enérgico y redondo. El cantante salió pasadísimo, al igual que uno de los guitarristas, Carlos O’Connell, quien por cierto es madrileño; pero, con todo, la actuación que ofrecieron fue impecable.

Vivimos una escena peculiar cuando una chica, muy cerca de mí, les lanzó al escenario un vinilo de su último trabajo para que se lo firmaran. El cantante, Grian Chatten, se agachó a recogerlo y lo guardó allí mismo, a sus pies. Cuando empezaba la última canción lo abrió y no tuvo ningún problema en firmarlo, en medio de la actuación; y una vez acabada, lo lanzó de vuelta hacia la chica. El vinilo llegó, firmado e intacto; y la chica se fue más contenta que unas Pascuas.

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5 canciones para descubrir a Fontaines D.C.

The National

Al cancelar Strokes decidimos apostar por The National como plato principal de la noche. Fue nuestro principal error del festival. Las primeras cuatro canciones me resultaron emotivas pero luego la actuación decayó hasta sumirme en un estado de indiferencia. En mi opinión, generar indiferencia es una de las peores cosas que le puede ocurrir a un artista, y tal vez a cualquier persona.

No creo que fallaran los músicos de The National, que son buenos; de hecho, los gemelos guitarristas me parecieron soberbios. Estoy convencido de que el responsable del gatillazo musical fue el cantante, Matt Berninger; porque que se quedara sin voz es algo que le pasa a cualquiera, pero que levantara un muro de hielo entre él y su público es otra historia. Me transmitió distancia.

Estos días he revisado un poco la historia del grupo. Estaba convencido de que eran noruegos y resulta que son estadounidenses, incluido el cantante. Pido perdón a los noruegos por adjudicarles la frialdad de Berninger.

Al día siguiente, mientras disfrutábamos unos deliciosos Poh pia, Quique comentó que para él, incluso los contados instantes en que el cantante dejaba de hacer la estatua no eran fruto de la espontaneidad, sino una serie de gestos estudiados y seguramente practicados, que resultaban tan artificiales y forzados, que no conseguían transmitir que tras ellos había un ser de sangre caliente. Bajonazo total.

Esa misma noche, cuando volvíamos hacia el hotel, por una vez en tranvía, unas chicas enlatadas junto a nosotros parodiaban esta actuación y coincidían con nuestras sensaciones…

No es que fueran uno de mis grupos referencia, pero desde ese directo he dejado de creer en su música.

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Beck

Beck había actuado antes que ellos y lo vimos mal posicionados para poder asistir al concierto de The National en primera fila. Craso error, porque Beck resultó ser justo su antítesis.

Se trata de  un artista versátil y honesto, que toca todos los estilos y que vive el espectáculo de forma intensa, dando todo lo que lleva dentro y sin reservarse nada; La alegría que transmite  invita a que te unas a él y su entrega te impide rechazarlo. Además, tiene un punto de humildad sincera y entrañable: solo le faltó llorar de agradecimiento por que le hubieran llamado para actuar en el Primavera. Me entraron ganas de adoptarlo. Pese a verlo de lejos y de lado, lo bailé a tope y me divirtió infinitamente más que el triste de The National.

Como muestra de su personalidad os contaré un detalle: Al final  del show, cuando se puso a cantar la última canción, la archi famosa “Loser”, todo el mundo nos volvimos locos cantándola con él; pero Beck no se circunscribió  a recorrer solo su escenario, sino que vino también hacia el de al lado, donde estaban montando el concierto de después, el escenario frente al que estábamos miles de personas que habíamos antepuesto el concierto de The National al suyo. Una vez allí, se quedó cantando y bailando con nosotros el “Loser”. Ese detalle no se lo vi hacer a nadie más en todo el Primavera. Grande Beck!

El panorama musical después de The National no invitaba al optimismo; pero, como siempre, la vida se guardaba la última palabra y nos regaló una agradable sorpresa. Aunque esa historia me vais a permitir que me la guarde para la próxima entrega.

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5 canciones de Beck

Mogwai

 Puesto que The National nos había impedido llegar a tiempo de King Gizzard, las opciones que nos quedaban para acabar la noche no eran demasiado ilusionantes.

Tras serias dudas, decidimos probar suerte con un grupo que desconocíamos, Mogwai, unos escoceses con bastante recorrido pero nada mediáticos. Les habían llamado de un día para otro debido a la cancelación de Strokes. En Spotify, en una inspección fugaz de cuatro minutos saltando de canción en canción, y con el ruido de fondo de otro concierto en marcha, no me dieron la sensación de ser un grupo especial. Pero como tampoco suponía tener que renunciar a nada interesante, decidimos darle una oportunidad a su directo.

Llegamos cuando apenas había público y los músicos estaban realizando las pruebas de sonido.

Había un detalle que llamaba la atención desde el primer momento; en el backstage había un hombre grandote y de cara afable que iba dando abrazos de oso a algunos de los miembros de la banda. Se notaba con claridad que era el reencuentro entre viejos conocidos. Otros miembros de la banda le eran presentados y se notaba por su actitud que era cálido en la bienvenida.

Poco a poco fue llegando gente, y sin estar apretados en ningún momento, sí que percibimos que la pista se iba llenando.

Se apagaron las luces. Cuando todos esperábamos ver salir a la banda, de forma claramente improvisada salió al escenario el señor grandote del backstage. Se encendió un único foco que empezó a seguirle en su camino hacia el micro. Siempre sin perder la sonrisa y en tono jovial, como si estuviera en la jam del pub del barrio, dirigió unas palabras de presentación de la banda que iba a actuar. En ese momento los más cercanos del público reaccionaron con más intensidad de lo esperable, saltando, aplaudiendo y silbando… pero no a la banda, sino a él. Fue entonces cuando Quique se giró y me dijo que era Bob Nastanovich, el percusionista de Pavement.

Si Nastanovich te recomienda un grupo, pensé, hay que tomárselo en serio.

De hecho, no solo los presentó, sino que se quedó toda la actuación viéndola desde el backstage lateral, y en muchas ocasiones grabando con su móvil.

Se trataba de una banda prácticamente instrumental, de músicos sobrios y sin extravagancias: Un bajo, un batería y tres guitarras, de los cuales a veces uno, y en ocasiones dos, abandonaban la guitarra y se ponían a los teclados. Alguna canción la interpretaban sin teclado pero con tres guitarras al unísono; y sonaban de forma espectacular.

Mogwai fue mi gran sorpresa del festival. Cuando un grupo del que no conoces ni una sola canción consigue ponerte los pelos de punta, se llama magia. Justo ahora, mientras escribo estas palabras, los estoy escuchando. Debo reconocer que en Spotify son un grupo que suena bien pero sin más; Sin embargo en directo, son increíbles. No te dejes engañar por los quince segundos de sonidos saturados que subiré luego a Instagram, grabados con un móvil reventado por los graves. Te lo aseguro, en directo son impresionantes.

 Hicieron que nuestra sensación al salir esa noche camino del hotel cambiara por completo y nos lleváramos un gran sabor de boca.

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Conoce a Mogwai en cinco canciones

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Porridge Radio

En el concierto de Metronomy del 5 de Marzo en la sala Moon le dije a Quique que no se perdiera a un grupo que tocaba en nuestro Primavera: Porridge Radio. Yo escuchaba en bucle desde hacía días “Sweet”, una canción que me parece perfecta.

Porridge Radio tiene un perfil algo distinto al resto de grupos que he ido recomendado hasta ahora. Es similar a otros grupos británicos en cuanto a concepto musical, pero creo que el factor diferencial que le da un plus es su cantante, guitarrista y líder del grupo, Dana Margolin, que es voz, talento y emoción en estado puro.

Llegamos un rato antes y recuerdo que me sorprendió ver en el escenario solo una guitarra y un micro; ni había batería, ni bajo, ni otros micrófonos. Parece ser que Margolin había tenido la mala suerte de ser la única de las cuatro integrantes de la banda que no tuvo problemas de pasaporte. De esta forma, a las 5 de la tarde de nuestro último día del Primavera se presentó ella sola; arropada tan solo por su guitarra eléctrica, su portentosa voz y una infusión que bebía entre canciones. Me he dado cuenta de que me estoy aficionando a grabar la salida de las bandas al escenario y el principio de las canciones con las que abren el concierto. Mi intención con Dana era la de grabar solo alrededor de un minuto. Sin embargo, cuando empezó a cantar sentí el torrente de emoción que emanaba de su voz y, simplemente, no pude dejar de grabar. Grabé esa primera canción al completo, durante más de cinco minutos; algo que no hago nunca.  

Mi amiga Luz tiene formación además de pasión por la música. Tenemos conversaciones musicales muy instructivas para mí. Cuando le conté cuánto me había impactado el concierto de Porridge Radio, quiso escuchar esa canción que había grabado entera.

 “Estas voces son diferentes y se quedan en la música underground porque no casan con lo políticamente establecido, ni con los ortodoxos musicales y ni siquiera con la propia industria musical” me dijo, además “… su voz es cruda, disonante y mezzosoprano (ya sabes lo que es…más grave que el registro que suelen tener las mujeres). Soy fan de las voces graves en las mujeres”. Yo también soy fan de esas voces.

Aquella tarde, Dana Margolin improvisó durante cuarenta y cinco minutos y ante no más de 300 personas, lo que no fue un concierto, sino un regalo único e inesperado.

Su concierto inédito, prácticamente a capella y con una simple guitarra eléctrica fue desgarrador y emocionante, de los de nudo en la garganta. Algo irrepetible.

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Puedes ver esta primera canción entera porque la he subido a YouTube

También te propongo estas cinco canciones de Porridge Radio

Les Amazones d’Afrique

Si fuimos a ver a Les Amazones d’Afrique fue por recomendación de Yolanda. Con toda probabilidad, Yolanda es, de entre mis conocidos, quien más grupos nuevos conoce. Creo que no hay semana que no asista a ver algún concierto en una sala pequeña. Hace unos años se ganó de forma definitiva mi respeto musical cuando supe que era la única persona que conocía que había estado en un concierto de Protomartyr (mi grupo más escuchado de los últimos cuatro años).

Cuando llegamos a su concierto eran las seis de la tarde, caía un sol de justicia y acababan de empezar sin esperarnos. Disfrutamos de forma relajada las primeras canciones desde el final de la pista, bajo la complicidad de la sombra y la promesa de una bebida refrescante.

En realidad Les Amazones es un grupo mucho más interesante de lo que parece. Su ritmo alegre, esencia africana por los cuatro costados, te contagia alegría y te incita a bailar con naturalidad y sin complejos. Pero son más que un grupo de cantantes, bailarinas y percusionistas; su música trasciende lo meramente artístico.

Este grupo que se formó hace menos de una década está integrado por varias chicas procedentes de la cuna del “Vudú”, de los países de Mali, Benín y Burkina Faso. El motivo por el que crearon la banda iba más allá de lo musical. Según leí en una entrevista a Fafa Ruffino, el grupo surgió para «denunciar la situación de la mujer en el mundo, incluida Europa, desde la violencia psicológica a las agresiones y las violaciones». Afirmaba Ruffino que «De eso va nuestra música»…»se dirige sobre todo a las chicas, la generación joven, que es la que debe cambiar las cosas».

De hecho, el nombre del grupo se inspira en las “Amazonas de Dahomey” que es como se conocía a las mujeres soldado que integraban un regimiento militar exclusivamente femenino que existió en el Reino de Dahomey (actual Benín) durante los siglos XVIII y XIX.

Para mí el contexto es importante, pero lo que define que un grupo me haga volver a escucharlo es si su música me llega o no. Primero es la música y luego los aditivos. Y si la música no me entra, ya pueden tener el Nobel de la Paz, que no les dedico demasiado tiempo. Lo cierto es que como banda tienen una propuesta musical muy interesante. Ese ritmo mestizo poco clasificable, de base electrónica pero con profundas raíces africanas me parece muy seductor.

 Os invito a escuchar la Playlist de 5 canciones suyas que pondré al final y ya me diréis.

Cuando ya nos habíamos hidratado suficiente, empezamos a sentirnos atrapados por la llamada incitadora de su música. De forma inconsciente nos fuimos acercando al escenario. Hasta ese momento, el espectáculo discurría con normalidad, como un simple concierto festivo de música vitalista y desenfadada.

 Recuerdo que hacia la mitad de la actuación, las cantantes nos invitaron a agacharnos mientras ellas seguían cantando. Tras algo más de un minuto con todo el mundo arrodillado y mientras la música se iba animando in crescendo … dieron la señal y se desató la euforia, un estallido de baile y alegría que contagió con su frenesí a todo el mundo.

 Ahora, a posteriori, creo que ese momento fue el punto de inflexión que cambió el concierto;  porque lo cierto es que, a partir de ese instante mágico, se produjo una asombrosa comunión entre público y artistas que nos arrastró a todos a bailar poseídos por el espíritu del vudú, al son de ritmos africanos, sudando a mares y con sonrisas contagiosas de oreja a oreja.

Lo que había empezado como un concierto minoritario de tarde acabó siendo una gran fiesta a la que se había ido agregando gente, reclutada por las buenas vibraciones. Fue, sin duda, el momento más divertido de todo el festival.

Cuando se despidieron, se llevaron una enorme ovación que dudo mucho que ellas esperaran. De hecho, incluso les tocó salir de nuevo al escenario, algo azoradas, para recibir otro gran aplauso.

La relación entre música, baile y África es muy especial. Dejadme que os cuente una historia.

Recuerdo que hace unos años, en una soleada mañana de Septiembre íbamos por una carretera de Madagascar cuando nos detuvimos a un lado al ver lo que parecía una ruidosa fiesta. Un grupo bastante numeroso de gente local, vestidos con sus mejores galas, bailaba frenética al son de trompetas y tambores, como si fuera la charanga más animada del planeta. Era una exuberante explosión de color  y alegría.

 En realidad se trataba de un funeral. Si no has estado en un funeral malgache no sabes lo que es una fiesta.

 Hablamos con una de las hijas de la señora fallecida y en principio era algo reticente a que estuviéramos allí un grupo de extranjeros, aunque fuéramos pocos. Entonces otra de las hijas se acercó bailando a Marga, una señora del grupo que rozaba los sesenta, y la invitó a unirse al baile. Marga se lanzó a bailar frente a ella como si hubiera sido poseída por un espíritu isleño, moviéndose de la forma y con la energía de los locales. Me quedé bastante sorprendido por la escena, la verdad. Se notaba que intentaba imitar el peculiar estilo de baile de los lugareños y, salvando mucho (pero que mucho) las distancias, ofrecía una versión digna. El caso es que nos invitaron a quedarnos un rato con ellas y nos explicaron algunas de sus costumbres. No voy a hablaros de los ritos funerarios malgaches, fascinantes por otra parte, pero sí de algo que me confió luego Marga. Resulta que Marga era una viajera con mucho recorrido por el mundo en general y por este increíble continente en concreto. Me contó que “en África, el único modo que tienes de cruzar la barrera que te separa de la gente es a través del baile. Para un africano, la música y el baile son fundamentales. Si quieres que te abran la puerta de su mundo, debes bailar con ellos, y tienes que hacerlo desde el corazón.” Esas palabras me quedaron grabadas.

Unos años después visité diferentes regiones de Etiopía. Hay más de cincuenta etnias diferentes en este bellísimo país y tienen entre ellas más diferencias culturales y físicas de las que existen entre un noruego y un griego. Pero allá donde fuéramos, siempre acabábamos cantando y bailando con los lugareños. Y en esos instantes mágicos de tambores y saltos junto a ellos, percibías que algo en su mirada había cambiado.

Ya en Addis Abeba, la capital del país, salimos a cenar a un restaurante local, donde además de la gastronomía del país, ofrecían espectáculos de música y danzas típicas. Era un local grande con decenas de mesas, ocupadas por gente etíope en su mayoría (la nuestra era la excepción). A lo largo de la cena, diferentes compañías de danza subían al escenario y bailaban al estilo característico etíope (movimientos inverosímiles de cuello y hombros). Eran continuas las incursiones de bailarines y cantantes entre las mesas de los comensales para sacarlos a bailar. Unas veces los invitaban a subir al escenario y en otras tan solo se ponían a bailar con ellos alrededor de las mesas donde estaban cenando con sus amigos. Y sí, por supuesto que nos sacaron a bailar, como no podía ser de otra forma; bajo la atenta mirada de todo el mundo. Sin presión. Y desde luego, ofrecimos nuestra mejor versión de sus bailes imposibles, y lo hicimos desde el corazón.

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Descubre a Les Amazones d’Afrique en cinco canciones

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En nuestro tercer y último día del Primavera, después de disfrutar de Les Amazones nos acercamos a ver, desde la distancia, a un curioso grupo alemán que desconocíamos:

Einstürzende Neubauten

Este grupo berlinés de los 80 resultó ser diferente. Se trataba de un grupo de músicos seniors con mucha personalidad y vestidos de forma sobria. Proponían una música pausada y oscura, ejecutada mediante una serie de instrumentos extraños, claramente diseñados por ellos. La primera impresión que tuve de ellos me trajo a la mente dos palabras: Gestalt y Stockhausen.

 El cantante, Blixa Bargeld, vestido totalmente de negro, llevaba, en contraposición a su rictus serio y solemne, los párpados pintados con purpurina; además actuaba descalzo. Quique había leído un rato antes una curiosidad: Bargeld había sido hasta 2003 la mano derecha de Nick Cave, que iba a actuar a continuación en el escenario vecino.

Parece ser que este grupo alemán, cuyo nombre traducen como “edificios nuevos derrumbándose” pertenece a una corriente de los ochenta, el dadaísmo, que postulaba revolucionar la escena musical empleando sierras, palas, taladros y otras herramientas reconvertidas por ellos en instrumentos musicales. A esta banda se la considera uno de los máximos exponentes de la “música experimental”

En un momento de la actuación, Bargeld explicaba el proceso creativo que utilizaban: se encerraban durante días en una especie de sótano de techo de madera, de forma aleatoria se extraía trece cartas de una baraja con seiscientas. En las cartas había palabras, imágenes, frases,… Recuerdo que Bargeld comentó que la siguiente canción que iban a tocar se había inspirado en elefante, meteorito, naranja, polvo estelar y varias cosas más que he olvidado. A continuación creaban un fragmento musical inspirado en cada carta. Después se aglutinaban todos los fragmentos dando lugar a una canción que, por tanto, contaba una historia a partir de esos elementos tan dispares. Fascinante.

En una entrevista, Bargeld afirmaba: “Ya no existe la música experimental en el sentido más puro de la palabra. Si tienes una serie de instrumentos o materiales que ya sabes cómo suenan y te dedicas a hacer cosas con ellos, eso no tiene nada de experimental. Si golpeo un metal que ya conozco, en condiciones que te resultan familiares, y luego utilizo ese sonido, el resultado no es experimental”

Podéis descubrir a este singular personaje en esta entrevista y escuchar su interesante música aquí

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La Pulponeta

El primer día del Primavera, tras una exhaustiva búsqueda habíamos descubierto en el rincón  más escondido del recinto una zona algo menos masificada; una especie de isla para náufragos en medio del caótico mar de gente. Allí, una de las foodtruck, “La Pulponeta”, ofrecía dos tipos de brioches (uno de calamares y uno de pulpo) que eran justo lo que necesitábamos para nuestras cenas festivaleras. Repetimos cena los tres días. Lo llevaba una chica, Leo, que simpatizó con nosotros desde el primer momento. En los treinta segundos de interacción que nos permitía la cola de gente a nuestras espaldas, nos hacía preguntas acerca de quién tocaba cada noche en el escenario más cercano a su furgo.

La segunda noche nos confesó que había salido pitando en cuanto oyó los primeros acordes del “Looser” de Beck. Me pareció tremendamente gracioso imaginar a esa chica pequeña y delgadita, de enormes ojos azules, quitarse cofia y delantal y correr como una posesa para darlo todo, a cincuenta mil personas de distancia del escenario, para luego volver jadeante a seguir trabajando el resto de la noche.

Aquella noche nos habíamos quedado sin cenar hasta las tantas por no perdernos a The National. Cuando por fin llegamos a la “Pulponeta”, Leo nos riñó porque ya no le quedaban brioches de pulpo. Era nuestra segunda noche y seguíamos sin probar su bocata referencia. Así que recogimos nuestros bocadillitos de calamares y le prometimos volver al día siguiente más pronto para, esta vez sí, catar el bocata que daba nombre a su foodtruck.

Esta última tarde en el Primavera fuimos a cenar pronto, poco antes de las nueve, ya que pensábamos encadenar conciertos sin descanso hasta las tres de la mañana.

Cuando le contamos los conciertos previstos, nos adelantó que saldría a bailar alguna de Gorillaz (“Clint Eastwood” sin duda). Apenas nos habíamos alejado unos metros con los bocatas en la mano, cuando nos llamó de nuevo: “¡Chicos!” y a continuación nos dirigió un enigmático “Pasaros a verme a partir de las doce”. Le sonreímos y tampoco nos comprometimos en firme, porque aún no habíamos tomado la decisión más importante de la noche: si íbamos al mismo concierto o si nos separábamos hasta las dos de la mañana.

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DIIV, Gorillaz  y  los Idles

El único “conflicto” de programa que tuvimos se produjo esta última noche. De doce a dos coincidían tres grupos que considerábamos innegociables. Me apetecía mucho el directo de Gorillaz, que para Quique era fundamental. De la misma forma, el grupo prioritario para mí era Idles. Por si fuera poco, yo seguía desde hacía mucho a DIIV y me habría encantado verlos. Renunciar a DIIV fue la parte fácil: tenía entradas para verlos en Valencia cuarenta y ocho horas después.

Hago un fugaz viaje en el tiempo y os cuento esto.

DIIV

El Domingo por la tarde volvimos a Valencia, y al día siguiente yo tenía una cita con los DIIV. Pese a que esperaba verlos en el Primavera, cuando salió anunciado su concierto en el 16 Toneladas, no dudé ni un segundo en conseguir una entrada. Por una parte porque no tiene nada que ver la actuación de un grupo en un festival con el regalo de verlos en una sala pequeña y por otra porque soy el tipo de persona que disfruta comiendo dos días seguidos en un tailandés.

Como me comentó aquel día Javi, el novio de Nerea, en Valencia tenemos de vez en cuando la suerte de que grupos de prestigio internacional hagan una escala entre grandes ciudades y nos regalen un bolo entre semana.

Para mí es un privilegio disfrutar la música en salas pequeñas. Ver a los artistas delante de ti y poder cantar con ellos mientras se mantiene el contacto visual es algo que no tiene precio.

 Los DIIV  lo dieron todo, arropados por el calor de un público que les seguíamos desde hace mucho y que participábamos de cada una de sus melodías. Tras el concierto salieron a hablar con nosotrxs y no dejaron de hacerse fotos y firmar vinilos.

 Comento aquí este concierto, fuera del tiempo y del espacio de las otras crónicas, porque en mis recuerdos pertenece al Primavera. Para mí fue una especie de segundo “bis” inesperado de los que te hacen al final de algunos conciertos cuando ya pensabas que se había acabado de verdad.  

Viajo en el tiempo de vuelta al Primavera, pero si te apetece oír a los DIIV pulsa aquí

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Gorillaz

Quique tenía súper claro que iba a intentar ubicarse en primera fila de Gorillaz. De esta forma, vería primero a Nick Cave desde el lateral, algo lejos, aunque con el soporte de la pantalla y escuchándolo en buenas condiciones; y cuando empezara Gorillaz, estaría en una situación óptima.

 Para mí el conflicto era mayor. Los Idles eran uno de mis grupos fundamentales pero guardaba un mal recuerdo de su concierto del BBK en 2019. Allí había ido con tiempo y me había puesto centrado y como en décima fila. Pensaba, iluso de mí, que iba a poder disfrutar del concierto. En cuanto empezó, los pogos que se montaron fueron tan bestias que me tuve que retirar bastantes metros hacia detrás, y me quedó una sensación un poco agridulce. Fue un gatillazo de concierto.

Mi duda era: ¿Apostaba por lo seguro, Gorillaz, tranquilo,  en primera fila sin pogos y con Quique o bien me arriesgaba a un nuevo concierto fallido con Idles?

Imagino que intenté durante bastante rato racionalizar mi decisión porque reconozco que tenía miedo “escénico”, pero en el fondo sabía que iría a ver a los Idles con toda seguridad; simplemente porque los amo.

Con nuestros caminos elegidos, nos deseamos suerte y nos separamos.

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Después de los conciertos de Gorillaz y de Idles habíamos quedado en otro escenario para ver Shame. Cuando nos juntamos, Quique estaba muy contento, pero no satisfecho por completo. Había llegado dos horas antes y había logrado situarse delante del todo. Desde allí había disfrutado de Nick Cave, que le encantó. Cuando empezó Gorillaz su situación era inmejorable; no solo iba a disfrutar de su música sino que además estaba en disposición de hacer buenas fotos con su cámara; pero entonces la seguridad privada de Gorillaz le dijo que no podía hacer fotos, ni siquiera con el móvil. Es frustrante que renuncies a mucho para estar en esa primera fila y te impidan hacer fotos a ti, pero obviamente no a los que están tres filas más atrás (porque no pueden evitar que cuarenta mil personas usen su móvil). Me parece profundamente injusto. Además, y frente a todo pronóstico, se produjeron un montón de pogos.

Según me comentó después, pese a todo, el espectáculo musical y visual le pareció magnífico.

Una pequeña muestra de su música

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La gran duda

Una vez había optado por ver a los Idles, la gran duda era dónde me situaba: delante prometía ser una batalla campal; sin embargo, detrás podía ser relativamente tranquilo. Tenía un par de horas para pensármelo.

Aproveché ese rato para ver un escenario distinto, alejado de la zona principal y un estilo diferente, el rap de Slowthai. No me gustó nada y no tardé mucho en volver y sentarme en el césped un buen rato, disfrutando desde lejos y gracias a la pantalla gigante, del concierto de Nick Cave.

Cave me sorprendió gratamente: es un animal de escenario.

El tiempo pasaba y decidí llegar con tiempo al escenario donde tocarían los Idles porque no quería arriesgarme a quedar mal ubicado. En ese momento yo estaba convencido de que quedarme de mitad hacia detrás de pista era la decisión correcta.  

Creo que la culpa la tuvieron en parte las pruebas de sonido, pero sobre todo el letrero gigante de “IDLES” en lo alto del escenario. Simplemente no pude rechazar esa invitación. Tuve esa sensación de cuando acabas de conocer a alguien y sabes que va a poner tu vida patas arriba: de inmediato ves con claridad que no vas a elegir lo sensato y que necesitas jugártela, porque si sale bien puede ser épico. Esos momentos vitales son puntos de no retorno.

Quique tiene una teoría sobre los pogos: piensa que hay un “triángulo de las Bermudas” que va desde el escenario hacia atrás y que si te sitúas dentro, de forma inevitable, acabas siendo engullido por un pogo. Esto implica que en un grupo como los Idles, estar en el centro y delante es una locura.

Sin embargo, si te sitúas delante pero desplazado un poco hacia el lateral, aunque te van a machacar seguro, tal vez sobrevivas a casi todo el concierto. Además, si te arrimas mucho a la primera fila, el efecto es de aplastamiento pero algo más llevadero.

Me aferré a este mantra y me situé a la izquierda y en tercera fila. Estuve sentado con máxima concentración; meditando durante unos cuarenta y cinco minutos. Hasta que comenzó el espectáculo. Hasta que empezó uno de los mejores conciertos de mi vida.

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Quienes son los Idles y por qué los amo

Amo a los Idles porque me encantan su música y su compromiso social.

A esta banda de Bristol se la ha calificado de Post Punk desde los medios, pero ellos reniegan de esa etiqueta. De hecho, Joe Talbot, el cantante, ha dicho en varias entrevistas que ellos vienen del Hip Hop: creció y escribe pensando en clave de Hip Hop. Bowen, uno de los guitarristas, irlandés y cofundador con Talbot del grupo, insiste en que la línea base del bajo, los “hooks” de guitarra, la forma de cantar y el flow general de la banda es más Hip Hop que Punk. A nivel personal, puedo ver esta influencia en sus dos últimos álbumes, pero me cuesta mucho encontrarla en trabajos previos.

Cuando le preguntaron a Talbot si se consideraban influenciados por The Clash, Talbot contó que “Joe Strummer (The Clash) vivió en Newport (Gales) durante cierto tiempo…”, lugar de nacimiento de Talbot  antes de mudarse a Bristol “… Strummer no era amigo directo de mi padre pero sí tuvo amigos en común con él”. Talbot afirmaba en la entrevista que “Probablemente, toda banda subversiva tiene cierta influencia de los Clash, porque ellos tuvieron el coraje de romper las ataduras y derribar las normas, eso es algo que no puedes ignorar y tú formas parte de esa herencia, te guste o no”, para a continuación admitir que “somos una banda subversiva que desagrada de forma profunda a nuestro gobierno conservador”, Talbot afirmaba que “somos de izquierdas, de hecho muy de izquierdas en comparación con lo que hay hoy en día. Queremos cambiar las cosas y nuestra herramienta para ello es la música”

En diversos conciertos Talbot ha manifestado que son feministas y antifascistas.

Esta línea de pensamiento queda patente en la mayorías de sus letras, donde apoyan a los inmigrantes  (Danny Nedelko) o la lucha feminista (Samaritans) por citar dos ejemplos. También tienen otras letras y canciones de temáticas muy diferentes. Me emociona muchísimo escuchar «June», dedicada a la hija de Talbot, muerta antes de nacer. El estribillo final es espeluznante.

   Mientras terminaban de realizar las pruebas de sonido yo permanecía sentado en el suelo, con las piernas en parte cruzadas pero tratando de ocupar el suficiente espacio que impidiera colarse a nadie. En todos estos conciertos siempre ocurre algo parecido: unos treinta minutos antes de que comience, la gente que va llegando hace que los de delante empiecen a mirar de reojo y a tratar de “hacerse más grandes” para ocupar más espacio. Normalmente, pocos minutos después, alguien se levanta para asegurar el sitio y eso produce un curioso efecto dominó: todo el mundo se incorpora en perfecta coreografía al tiempo que se compacta con los de delante. Tienes que estar súper atento porque ahí se definen las posiciones del concierto. Si te despistas y se cuela alguien que acaba de llegar, tu cara de tonto es proporcional al rato de espera que llevas. Hay una ley no escrita que dice que, además, el que se te cuela suele ser el tipo más alto de todo el festival y, por si fuera poco, suele tener una frondosa melena rizada que te impedirá ver todo el concierto.

De esta forma, los minutos finales de espera antes de que salgan los músicos parecen horas. Son instantes eternos de calor, contacto, olor a tabaco e incertidumbre.

Días después del concierto he escuchado en alguna entrevista reciente como Bowen comenta que está obsesionado por lograr efectos diferentes con su guitarra; experimenta sin cesar, empleando todo tipo de soporte electrónico. Reconoce que a veces tocan la guitarra mal adrede para crear sonidos distorsionados distintos. En esa misma línea, Talbot recuerda que cuando empezaron hace trece años, todos tenían otros trabajos, pese a lo cual quedaban cuatro días por semana dedicando al menos veinte horas para ensayar. Ahora que trabaja en esto, dice sentirse muy agradecido por tener un público leal y que eso les obliga a dar lo mejor de ellos y a exigirse innovar de forma constante. Se niegan a repetir siempre lo mismo.

Faltan apenas unos minutos para que salgan cuando me doy cuenta de que tras varios días frente a grupos icónicos, solo soy consciente de haber sentido nerviosismo previo al inicio en dos: Les Savy Fav y este.

En ese momento se produce un alboroto que va en aumento hasta que un estallido de aplausos y silbidos de júbilo anuncia la salida de los Idles. En ese instante se me eriza el vello de todo el cuerpo y me olvido de cualquier incomodidad sufrida.

Talbot empieza a hacer una serie de estiramientos. Beavis comienza a percutir con los palillos contra el borde de la batería, marcando un ritmo pausado y agudo. Adam Devonshire se ajusta la cinta arcoíris del bajo y empieza a pellizcar las cuerdas, una sola nota grave repetida con cadencia contenida. En ese momento, Mark Bowen, que lleva un vestido de mujer que contrasta con sus zapatos negros y su poblada barba, ajusta el ampli, se ciñe la guitarra y hace un punteo frenético y distorsionado mientras se agacha y gira sobre sí mismo. De repente se detiene y permanece en espera, al igual que Lee Kiernan, el otro guitarrista. La batería sigue marcando un ritmo lento. El bajo sigue con la misma nota y cadencia; son campanadas. Talbot da la espalda al público y bebe algo. Lleva un vendaje en la mano izquierda. Coge el micro con la otra. En ese instante el público improvisa coreando a voz en grito un cántico repetitivo, siguiendo el ritmo del bajo. Talbot les mira y da unos saltos en el sitio a modo de calentamiento. Entonces adopta esa pose tan característica suya en los directos: se dobla por la cintura, medio de espaldas al público, se lleva una mano a la espalda y con la otra se arrima el micro a la boca. Empieza a cantar con voz grave, casi a capella, una versión enlentecida de “Colossus”.

“…Forgive me father, I have sinned

I’ve drained my body full of pins…

…Full of pins, full of pins”

 El público se entrega coreando junto a él cada palabra, abrazando en sus gargantas cada frase, sumiéndose en una especie de trance colectivo, una letanía susurrada por la calma que precede a la tormenta.

“…Goes and it goes and it goes

Goes and it goes and it goes…”

Entonces, la batería despierta, y resuena un tam tam  que invoca a la guerra; las guitarras chillan, gritan  y lloran mientras la gente empieza a saltar. A partir de ese instante todo se acelera, todo suena más intenso, la gente brinca levantando manos abiertas y puños cerrados hacia el cielo, rezando la canción a través de miles de gargantas. No es que formen pogos sino que el concierto entero es un inmenso pogo y entonces … se detiene todo. Silencio absoluto.

Esta canción tiene una parada momentánea antes de los versos finales. Normalmente se detiene escasos segundos justo antes de liberar un final rabioso y salvaje. Pero Talbot retiene y alarga ese momento. Espera varios segundos y, por fin, grita: “Holaaaa!!     Split the crowd into two!! Mientras señala el centro de la pista, abarrotado por miles de personas y hace gestos separando las manos. Al principio la gente no parece entender lo que quiere. Lo repite. Quiere que se parta la pista en dos mitades, como un Moisés ante el Mar Rojo* para que cuando suene el final de la canción a todo ritmo, ambas partes colisionen en lo que podríamos llamar “la madre de todos los pogos”. Y todavía estamos en la primera canción.

En el concierto “Live at the Bataclan” (está en Spotify) Talbot dice en este momento: “Construimos este álbum y este tour con amor y compasión, sea lo que sea que hagáis esta noche, si estáis en esta multitud tenéis que cuidar unos de otros y respetar a los demás. Demostrad a los demás amor y lo mucho que amáis la música en directo, no la agresividad, sino el amor y la compasión”

Pero aquí solo añade : “Are you ready to collide to? Are you ready to take care each other? Ha pasado más de un minuto desde que detuvo la canción y, ahora sí, se desencadena el final frenético tan esperado;  y se desata la locura.

Puedes ver este momento y el concierto entero a través del enlace que dejo al final (página oficial del Primavera en YouTube). Pero te aseguro que no se trata de verlo, sino de vivirlo.

Llega un momento en la vida en el que tienes que decidir si has venido a ser un mero espectador o quieres ser protagonista. En realidad, sin yo saberlo, había respondido a esta pregunta existencial en el preciso instante en que elegí situarme en las primeras filas aceptando que me vapulearan. Lo curioso es que en ese momento final de la canción, cuando se desata ese final salvaje, me doy cuenta de que todo va a salir redondo y siento una profunda calma interior. Entiendo que este concierto es una liturgia que solo puede ser vivida con plenitud si participas de ella. Al comprenderlo me siento fuerte y sin miedo de ser arrastrado por la marea; como cuando decides coger las riendas de tu vida. En ese momento me embarga una profunda sensación interior de realización y siento un estado de felicidad plena durante el resto del concierto. De repente soy capaz de disfrutar de todo, incluso de las personas que van surfeando por encima de mi cabeza, a las que ayudo a seguir en su camino y evitar que se despeñen.

El concierto tiene muchos más detalles, pero solo comentaré una cosa más:

Talbot en un momento dado se dirige al público y dice: “Hace diez años yo estaba ahí mismo, entre vosotros”. El vocalista ha comentado en varias ocasiones que el Primavera es su festival favorito y que cuando tocaron por primera vez hace años, fue un punto de inflexión para la banda. Percibo la entrega total de los Idles hacia nosotrxs, su público, y viceversa. Se produce una comunión mágica y durante una hora, somos unx. Esta es, para mí, la magia de la música: es capaz de crear un vínculo profundo entre desconocidos a través de la emoción.

Personalmente, me encantan los guitarristas, Bowen y Kiernan. Son brutales. Además tienen una performance que me parece fascinante.

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 * (la metáfora me la regaló Quique cuando le conté este momento)

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El concierto entero en YouTube

Si has leído hasta aquí tal vez te apetezca escucharlos en esta lista

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Shame

Al principio del festival le dije a Quique que las actuaciones más bestias del festival iban a ser Les Savy Fav y Shame. A Shame los había visto en el BBK del 19 cerrando la última noche, después de los Strokes. Yo arrastraba (nunca mejor dicho) una fascitis plantar que me estaba mortificando. Es decir, se daban todos los ingredientes para que no me gustaran y, sin embargo, me encantaron. Me pareció un directo fresco, intenso y con un bajista loco que rompió la bandolera del bajo varias veces y siguió tocando estilo Camarón como si nada; que se subía a la batería y se lanzaba en voltereta al suelo, con el bajo abrazado, y al levantarse seguía tocando; recorría doscientas veces el escenario de un lado a otro como un pollo sin cabeza transmitiendo el frenesí de la posesión musical.

Con este antecedente esperaba un gran directo.

Nuevamente volvían a cerrar el festival. Tocaban de dos a tres, y lo que es peor, después de los Idles. Es decir, que quienes fuimos a verlos ya nos habíamos dejado el resto en Gorillaz, Idles o DIIV. Quizás fuera ese el motivo o tal vez se tratara de que ellos no habían evolucionado desde que los vi; o simplemente no estuvieron brillantes, junto a que mis expectativas fueran excesivas o mi percepción estuviera nublada porque lo vivido en Idles me parecía insuperable y nada podía despertarme de ese estado extático.

Sea como fuera, la realidad es que esperaba más de su directo. Y esto no evitó que les bailara cada canción y con toda la energía que me quedaba. De hecho, puede que fuera el concierto que más bailé de todo el festival, precisamente porque estaba en ese punto de plenitud desinhibida en la que podía bailar infatigablemente lo que me echaran. Imagino que la gente toma sustancias buscando este tipo de estados. Yo descubrí hace muchos años que mi droga es la música.  

El cantante se entregó a la multitud, con su crowdsurfing habitual, el bajista hizo su espectáculo de saltos, carreras y piruetas; pero por un momento me dio la sensación que no lo hacía como expresión emocional sino que era la actuación, el papel, que se esperaba de él. El caso es que no me emocionaron como en el BBK. Quizás fui yo;  tal vez fuimos ambos.

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Puedes escuchar a Shame aquí

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El final

Acabó Shame y con ellos nuestro festival. Estábamos empapados en sudor y le propuse a Quique ir a comprar una camiseta: en parte para llevarnos un recuerdo, en parte para evitar la neumonía. En todos los días previos no habíamos visto ninguna que nos llamara demasiado, pero esa tarde me había tropezado con una de Gorillaz muy interesante.

Llegamos al puesto de camisetas y pregunté qué les quedaba de mi talla. Había una de “The Jesus and Mary Chain” que me gustaba. En realidad se parecía mucho a una típica de The Cure (grupo que adoro). Puesto que había estado hace años en dos conciertos de los Jesus, me sentí moralmente autorizado para vestirla. Quique se llevó la de Gorillaz.

Eran ya las tres y media cuando se nos ocurrió ir a despedirnos a la Pulponeta; si todavía estaba.

Cuando Leo nos vio llegar leí en sus ojos sorpresa. Sin duda ya no esperaba que pasáramos a visitarla. Le pidió a un compañero que la sustituyera y saco una botella de licor de café. Nos sirvió unos chupitos y nos contó que desde las doce ya era 5 de Junio y por tanto, su cumple. Brindamos a su salud y estuvimos hablando un rato. Nos contó que era extremeña, que había vivido en Mahón durante ocho años y que sus calas preferidas eran las de Tortuga, Presili y Sa Mesquida; nos confesó que a menudo cogía su furgo y se bajaba a Cabo de Gata o a donde quiera que pudiera perderse del mundo, para intentar encontrarse. Apenas hablamos mucho más ya que ella tenía que seguir currando y nosotros estábamos en el tiempo de descuento; el Primavera se había terminado para nosotros y al día siguiente teníamos que irnos.

Y al día siguiente, nos fuimos.

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Tres historias en Japón

Entiendo que las generaciones actuales han sido seducidas por la cultura japonesa sobre todo  a través del anime y los cosplay. No es mi caso. Yo llegué a Japón a través del Judo cuando de muy niño mi padre me apuntó. Desde este punto de partida empecé a descubrir ese mundo exótico y misterioso. Con lecturas como “Shogun” de James Clavell  y a través del cine de Kurosawa, me fui empapando de la magia que impregna todas las leyendas del Japón medieval, muchos de cuyos valores subyacen todavía en la forma actual de entender la vida del  País del Sol Naciente.

El Kodokan

Me sorprende que con toda esa fascinación que me despertaba la cultura nipona desde tan temprano, no sintiera antes la necesidad de viajar a este país. Lo cierto es que soy de los que creen que los países deben visitarse cuando se siente que ha llegado el momento y nunca antes. Y lo mismo pienso de libros y personas.

Un día de 2017 sentí la llamada y me fui a Japón.

Reconozco que para estas cosas soy bastante intenso; así que empecé a releer novelas antiguas sobre el Japón de los samurais, a descubrir su sociedad actual a través de nuevos libros e incluso a hacer un curso acelerado de japonés en youtube (muy interesante aunque ya adelanto que no me sirvió de mucho).

Empecé conociendo una parte del país guiado, para posteriormente quedarme solo en Tokyo sin horarios ni obligaciones;  por completo a mi aire.

De pequeñito yo leía un libro de Judo de mi padre que describía las técnicas básicas e incluso mostraba algunas avanzadas que no se enseñaban en los tatamis de mi barrio. Este libro enseñaba el Judo al estilo del Kodokan, la escuela mítica fundada por Jigoro Kano; lo que viene a ser la Meca del Judo.

El Judo y cualquiera de las llamadas artes marciales no son ni agresividad ni violencia. Tampoco son deporte. Bien entendidas, son una forma de conocerse a uno mismo y de intentar encontrar el equilibrio interior.  Al igual que con el yoga, se trata de un trabajo interior y no de un circo. Jigoro Kano, el maestro fundador, dijo que «el Judo más que un arte de ataque y defensa, es un estilo de vida». En la actualidad, y sobre todo en occidente, han derivado hacia el deporte de competición (porque nada es bueno si no hay competición y ganadores, porque si no somos campeones, los mejores de algo, perdemos nuestro valor social).

En cuanto empecé a preparar el viaje supe que el Kodokan sería una de mis visitas innegociables. Me metí en la web y vi que había una competición mensual que coincidía con uno de mis días de estancia en la ciudad más habitada del planeta.

Era sábado por la tarde, había llovido como casi todos los días y me pareció un día perfecto para acercarme a conocer un mito de mi adolescencia.

El Kodokan es un edificio antiguo y gris, sin relevancia arquitectónica y nada lo hace especial a excepción de que sus paredes rezuman historia. Para un no iniciado es un edificio sin gracia alguna. Para quien conoce la historia del lugar es terreno sagrado.

Esta reflexión me hizo pensar que el valor de las cosas lo otorga la mirada de quienes las miran. Quizás con las personas ocurra igual. Si eso es así, rodearnos de quien nos valora es una estrategia sabia…

La competición era en el séptimo piso. Subí por las escaleras, parando en cada piso y curioseando en todos los rincones donde pude entrar, que eran muchos. El edificio estaba desierto conforme se espera de una escuela en sábado. No podía dejar de pensar en las figuras míticas que habían caminado por esos mismos pasillos.

Había leído que existe la posibilidad de practicar una clase con ellos, pero mi Judo estaba ya demasiado oxidado y ni siquiera tenía un kimono que vestir. Con todo, no lo descarto para mi próxima visita. De todas formas, disfruté viendo la competición, que fue bastante informal pero con un nivel técnico impresionante. Por instantes me sentí como cuando vi mi primera competición regional, siendo niño; acompañado de mi padre. Creo que si pudiéramos ver a través de los ojos de nuestro niño interior, el mundo sería, cuando menos, más luminoso.

La escuela

Resulta que uno de mis guías, Edu, es un chico catalán que lleva veinte años viviendo en Japón. Está casado con una japonesa y es traductor de japonés; se puede decir que está plenamente integrado. En una de nuestras conversaciones me contó que practicaba Daito –ryu Aikijujutsu, una versión tradicional del Aikido, que tiene elementos comunes con el Kendo. Me dijo que practicaba dos veces por semana en una escuela tradicional de la zona de Shidobashi, cerca del Estadio donde hacen los combates de Sumo. Como yo había practicado Kendo años antes, no tardamos en conversar emocionados a cerca de katanas, técnicas, estilos y  samuráis. Y por supuesto de la forma tan diferente de entender las artes marciales en occidente y en Japón.

Cuando Edu se enteró de que me iba a quedar varios días a mi aire en la ciudad, me dijo que le pediría a su profesor que me  invitara a una de sus clases.

No solo fui honrado con presenciar una clase, sino que además pude fotografiarla. Años después sigo alucinando con el regalo que me concedieron Ebisu y los otros seis dioses de la suerte.

Tras varios días recorriendo la capital nipona a mi libre albedrío llegó el día que habíamos acordado. Era un martes, por fin no llovía y Edu me esperaba en la puerta del Dojo Nihonbashi.

Tras saludarnos y preguntarme por mis sensaciones en la gran ciudad, me invitó a pasar. Me descalcé y entré.

 La escuela estaba en una casa de planta baja, elegante y sobria; construida principalmente en madera y rodeada por un amplio jardín al modo tradicional japonés. Todo era armonía y equilibrio. Nada más dar los primeros pasos percibí  que había entrado en otro mundo, ajeno por completo al ajetreo de la gran ciudad que nos rodeaba. La tarima de madera con tatami de lona sobre ella, conformaba el  suelo de las salas, separadas por puertas correderas, algunas con paneles de tela y otras más robustas de madera y cristal. En la sala principal llamaban la atención un gran espejo y una librería con estanterías habitadas por algunos libros; ambos se extendían de suelo a techo. En las paredes se desplegaban de forma vertical escritos con ideogramas negros en Kanji (el alfabeto antiguo y culto). Por supuesto no faltaba el juego de sables de diferentes tamaños (Tachi, Katana, Wakizachi y Tanto).

 Edu me presentó a su profesor, Sihan Masayuki Kondo, que como el resto de la clase no hablaba nada de inglés. El maestro me dijo que podía moverme con libertad por la sala y fotografiar todo lo que quisiera.

Comenzó la clase con un protocolario saludo de todos hacia el lugar de culto a los maestros previos y un posterior saludo entre alumnos y profesor. Tras un mínimo calentamiento muscular realizaron una serie de proyecciones que iban ejecutando y recibiendo todos los alumnos. Había tanto mujeres como hombres y de diferentes edades;  desde los sesenta hasta los diez. Durante más de una hora el maestro fue enseñando distintas técnicas que posteriormente los y las alumnas repetían, cambiando de pareja cada poco. Al principio eran técnicas sin armas y posteriormente empleando sables de madera (bokken). El ambiente era desenfadado. En ningún momento percibí ninguna actitud autoritaria. El maestro transmitía amabilidad y comprensión, bromeando con los niños y no siendo exigente en su tono ni en su lenguaje no verbal con los adultos. La disciplina que se respiraba en la clase era algo innato, tácito, que se daba por hecho por ambas partes, alumno y profesor, sin necesidad de explicitarla.

Respecto a mí, no logré pasar desapercibido al principio, aunque quiero pensar que con el desarrollo de la clase fui cada vez menos “intruso”. Al principio evitaba fotografiar al profesor de forma explícita y para ello buscaba los ángulos de la clase alejados de él. Esto lo hacía  porque desconocía si las fotos directas al maestro podrían entenderse como falta de respeto. En realidad era una comida de cabeza en exclusiva mía. Cuando me  percaté de que me buscaba y se cruzaba tímidamente en algunas escenas, deduje que el hombre, como todo hijo de vecino, quería salir en las fotos; así que a partir de entonces me dediqué a retratarlo de forma evidente y sin complejos. Y todo fluyó con normalidad.

Al final de la clase, antes de terminar con un saludo como el del principio, el maestro se arrodilló frente a los alumnos, que estaban también en esa posición y, según me explicó momentos después Edu, les felicitó por el trabajo bien hecho y el esfuerzo realizado. A continuación les preguntó qué sensaciones habían experimentado durante la clase. Uno por una, desde la más mayor hasta el más pequeño fueron comentando delante de toda la clase su opinión sobre la práctica que habían realizado. Cuando acabaron de hablar, el profesor se dirigió a mí y me hizo la misma pregunta. Les comenté que me había sentido muy honrado con la invitación, que agradecía al maestro y a los alumnos su cálido recibimiento y les expresé lo mucho que me había gustado verles practicar. Por supuesto, una vez llegué a Valencia, les envié las mejores fotos que había captado.

Aún estaba flotando en una nube cuando Edu me propuso cenar alguna cosa rápida en una izakaya, una taberna japonesa, que había a un par de calles. Cuando entramos quiso la casualidad que coincidiéramos con un amigo de Edu (en realidad un alumno suyo de japonés). Pablo, de Zaragoza, estaba allí con su novia japonesa y unas amigas de ella. Así que, sin esperarlo, acabamos cenando con un grupo de chicas japonesas. Y esa fue otra experiencia interesante.

La izakaya

La izakaya estaba bastante concurrida. En la mesa estaba Pablo estaba junto a su novia y otras cinco chicas japonesas (pido perdón por no recordar ni un solo nombre, pero si ya soy terrible para los nombres de aquí…ni te cuento con los japoneses). Edu estaba sentado a mi izquierda, dos chicas a mi derecha, luego Pablo, su novia, que era la única que hablaba inglés, y a continuación otras dos chicas más. Ellas ya habían cenado y se estaban tomando directamente unos cubatas; nada de tonterías. Parece ser que vivían en Yokohama (a una hora en metro de donde estábamos) y al día siguiente trabajaban todas. Me contaron que puesto que el metro se cerraba a las doce, si querían beber alcohol tenían que hacerlo nada más cenar y preferían no perder el tiempo yendo a otro sitio. Edu y yo pedimos varias cosas a la plancha: imagino que unas verduras, tal vez unas gyozas y sin duda unas gambas. De las verduras y las gyozas no estoy del todo seguro pero de las gambas sí. No se me olvidarán esas gambas; y no porque tuvieran un sabor memorable sino porque la chica de mi derecha se empeñó en pelar cada gamba e ir ofreciéndomelas una tras otra. Una parte de mi quería troncharse de risa y la otra meterse debajo de la mesa. Por supuesto que las acepté y me las comí.

La conversación en la mesa fue muy interesante.

La novia de Pablo me dijo que las japonesas se sentían más cómodas entre occidentales que entre japoneses ya que podían ser ellas mismas sin tener que seguir las estrictas normas que rigen las relaciones en su sociedad. De Japón hay cosas que amo y otras que detesto. No me gusta su sentido de que el individuo deba comportarse conforme la sociedad espera que lo haga (Tatemae) en lugar de gozar del suficiente grado de libertad como para expresar lo que realmente desea en cada momento (Honne). Puede parecer que esto también ocurre en occidente (lo cual es probablemente cierto) pero allí sucede en grado superlativo. También detesto el arraigado machismo.

Mi guía en Kyoto era una chica japonesa que había vivido en España. Se llamaba Mariko (nombre imposible de olvidar, ya que es el de la protagonista de la novela de Clavell). Le pregunté abiertamente qué era lo que más le había gustado de aquí:“ La libertad de ser tú misma”, me respondió sin dudar.

Pablo llevaba un año viviendo en Japón y no me llamó la atención en qué trabajaba pero sí que estaba frustrado con su japonés. Edu le incitaba a hablarlo pero él siempre hablaba en inglés con su novia y no lo hacía solo como deferencia hacia mí. Le pregunté a cerca de la causa de esa claudicación. Me dijo que estudiar japonés era en gran medida una pérdida de tiempo porque era imposible entender a un japonés: “No importa que hables su lengua a la perfección; aunque entiendas cada palabra, nunca sabrás exactamente qué quieren decirte”. Porque ellos consideran una falta de educación dar una negativa de forma directa, por lo que dan rodeos y esperan que tú leas entre líneas lo que quieren pero sin decirlo de forma explícita. Con frecuencia, el mensaje es exactamente el contrario del sentido literal de la frase que verbalizan.

Para mí fue imposible comunicarme, sin traducción, con el resto de chicas puesto que no hablaban ni una sola palabra de cualquier idioma que no fuera el suyo. Mi japonés de Youtube servía para pedir comida en restaurantes, dar los buenos días y las gracias, decir que me gustaba el helado de café y afirmar con seguridad que “no entiendo nada” (la frase que más empleé durante 3 semanas)

La cena acabó y volvimos a quedar, esta vez sin Edu y en un restaurante más de moda, para cenar al día siguiente, en la que sería mi última noche en Japón. Fue otra noche interesante, que me permitió confirmar muchas de las sensaciones de la primera cena.

Esta vez, no pedimos gambas.

Alguna de las fotos de la clase de Aikijujutsu

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La vez que vi nevar

Recuerdo que siempre me dejaba preparada de forma cuidadosa la ropa del día siguiente.

En la cama, esclavo de la excitación, daba infinitas vueltas intentando conciliar el sueño, que siempre tardaba en acudir. La tenue luz que atravesaba la ventana que daba a la galería, mostraba el orden ritual que regía mi diminuto cuarto.

Frente a la cama estaba la silla, dueña y señora de la escena, exhibiendo cada una de las prendas, dobladas y dispuestas de forma intencionada como si de un altar se tratara: las medias azul celeste; los pantalones blancos y cortos; la camiseta a juego con las medias, con el número cinco a la espalda; y, por supuesto, las espinilleras también azules, de plástico duro y corcho blanco. Yo tenía once años, era viernes y al día siguiente había partido.

No creo que nada me haya ilusionado tanto en mi vida como esos partidos de fútbol cuando era niño.

Hoy, que la infinita distancia del tiempo me ha alejado de aquellos días, siento que siempre he repetido el mismo patrón en todo. Tengo la sensación de haber estado interpretando una y otra vez la misma obra de teatro, pero en diferentes escenarios y con otro reparto. Dicen que la ansiedad consiste en vivir en el futuro. Con los años he aceptado que llevo habitando en el mañana desde que tengo conciencia del tiempo.

Pero no voy a hablar ni de ansiedad ni de futuro. Prefiero hablar de fútbol infantil y de pasado.

Mi primer recuerdo de este deporte es una breve escena que se repite una y otra vez en mi memoria. En ella estoy jugando con mis primos mayores en una pequeña explanada de piedras de rodeno delante de casa de mi abuela, en Náquera. Esta imagen tiene la luz de la mañana del verano y el olor a cuscurro de pan recién hecho con un poco de aceite y sal.

No consigo recordar grandes detalles, tan solo mi equipaje: todo rojo. Desconozco cómo llegué a tener un equipaje del Liverpool pero aún hoy día me emociona pensarme vistiendo aquella camiseta. Creo que nunca volví a sentir mayor ilusión por ningún otro equipaje.

En mi cole los niños empezaban a jugar a futbito a los nueve años. Esos dos primeros años yo no jugué por un motivo sencillo: no me cogieron en ningún equipo. No fue debido a que me rechazaran, sino porque creo que no se habían fijado en mí. Yo era de los que estudiaban mucho y no bajaban a jugar a la calle. Como además era muy tímido nunca me atreví a plantarme delante de uno de los capitanes de equipo y decirle “oye, que quiero jugar”. Así que durante dos años mi abuelo me estuvo llevando todos los sábados por la mañana a ver los partidos que jugaban los otros niños. Puedo imaginarme a mi yo espectador muriendo por dentro de ganas de jugar. Creo que esa deuda de dos años me persiguió siempre.

Mi suerte cambió a raíz de un trabajo de clase en grupo. Durante varios días nos reuníamos en una casa para hacerlo y después bajábamos un rato a jugar al parque. Resultó que uno de los del grupo era el capitán del “Águila” y se podría decir que me fichó.

Siempre he pensado que jugar al fútbol me salvó en muchos sentidos, porque me permitió ser aceptado. Por aquel entonces no era consciente de lo importante que es sentir que perteneces a un sitio.

Cosme, el padre de Martínez-Lluch era un entrenador genial.

Una aclaración: en el cole muchos nos llamábamos entre nosotros por el apellido, bien porque algunos nombres como el mío eran bastante comunes, bien porque era la forma en que los profesores nos nombraban.

Pero volviendo a Cosme; creo que su influencia sobre muchos de nosotros fue muy positiva. Era tranquilo, justo y jamás le vi criticar a un niño por un fallo, ni discutir con ningún padre. Su sutil labor a lo largo de los años hizo que creciera la confianza en nosotros mismos. Desconozco si fue consciente del papel tan importante que jugó.  La próxima vez que lo vea por el barrio se lo tengo que decir. 

Nuestro gran rival de la liga era el “Trafalgar”. Normalmente uno de los dos equipos acabábamos ganando la liguilla.  El capitán de este equipo era Checa, un niño estudioso aunque para nada tímido y con el que no era cómodo discutir porque siempre tenía que llevar la razón. Pese a que nos llevábamos bien quiso la casualidad que siempre estuviéramos en bandos rivales, no solo de futbito sino también de política, equipo de primera división, o lo que era más importante: de “chica más guapa de clase”.

Había dos grupos mayoritarios en clase: los partidarios de Marisol como “chica más guapa”, como era el caso de Checa, y los que opinaban que ese “honor” correspondía a Mollá. A mí me gustaban las dos. Los primeros años me gustaba Marisol aunque a partir de los doce fue destronada de mi corazoncito por Mollá, una chica más alta que yo y de ojos claros y felinos. Qué sencillo resultaba enamorarse en la niñez.

No recuerdo de forma exacta cómo surgió el debate de esta supuesta competencia de belleza, pero llegó a un punto en que Checa, extraordinariamente vehemente en todo lo que defendía, propuso un encuentro de fútbol de partidarios de una y otra para dilucidar a quien correspondía el título oficial. No creo que nadie les preguntara a ellas su opinión. Sin duda esta anécdota retrata como pocas el modo de pensar que teníamos los niños de mi generación. Al analizarlo hoy me desternillo y horrorizo a partes iguales.

 El caso es que se acabó organizando este partido entre becerros a los que les gustaba una u otra. Yo jugué en el bando de Mollá y debo admitir que soy incapaz de recordar quién ganó, lo  que indica una alta probabilidad de que perdiera mi equipo. Sí puedo evocar con nitidez dos detalles de aquel evento: que éramos ciento y la madre en cada equipo y que cada gol era celebrado como un éxtasis difícil de clasificar.

Cuando veinticinco años después nos juntamos, en una noche de exalumnos, me resultaba inevitable esbozar una sonrisa recordando ese partido cada vez que me cruzaba con alguna de las dos.

Fue un reencuentro bonito y emotivo, al que asistimos muchos. Sonrisas de nostalgia iluminaban nuestros rostros al recrear decenas de anécdotas que nos sabíamos de memoria y en las que nos corregíamos mutuamente matices olvidados por el tiempo o borrados de forma selectiva por la memoria.

Algunos de los protagonistas de estas vivencias no pudieron venir, por estar ocupados o por no estar, como Checa, que había muerto años atrás cuando iba en motocicleta, atropellado por un taxi que se dio a la fuga. Ocurrió el veintiocho de Noviembre del año de la selectividad. Él pensaba estudiar lo mismo que yo. No tengo ninguna duda de que lo habría logrado porque era listo y cabezota. Tal vez habríamos acabado trabajando en lo mismo. Quizás habríamos jugado juntos en el equipo de la facultad.

Quienes se fueron de forma tan precoz se transformaron en los héroes eternos que protagonizan las tragedias de nuestros miedos pasados.

* * *

Mi madre me despertó a las ocho. Me preparó el desayuno e hizo un fútil último intento de evitar que fuera a jugar en la mañana más fría de mucho tiempo. Me vestí de forma ceremoniosa y esperé concentrado a que mi abuelo me recogiera como cada sábado por la mañana. Conforme íbamos andando hacia el partido pude comprobar que mi madre tenía razón y era una mañana especialmente fría. Además, Valencia es uno de los sitios más fríos del planeta en Febrero, porque la humedad se mete dentro de los huesos y la sensación real de frío es mayor que en la mismísima Antártida.

Nuestro partido era el primero de la mañana y ni los padres habían venido a vernos. El gélido viento arrastraba enormes nubes de vaho que salían por nuestras bocas mientras bromeábamos simulando fumar un pitillo imaginario. Recuerdo que Esteve y Olmos esperaban en el centro del campo, junto a la pelota, pisoteando el suelo con fuerza para entrar en calor mientras el árbitro se llevaba el silbato a la boca para indicar el comienzo. Enfrente, en el otro equipo, Checa cerraba los ojos tras sus gruesas gafas y reía un comentario de alguien. Esa imagen de él riendo aquel día de invierno se quedó congelada en mi memoria.

El viento dejó de soplar. El árbitro pitó de forma enérgica y… empezó a nevar.

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Un nuevo año

Podrías pensar que intento engañarte si te digo que el año pasado, en un período de 366 días, celebré 4 Nocheviejas. Y no, no se trata de ponerme las campanadas en youtube y pasarme el día comiendo uvas, que ni siquiera me gustan.

Acepto que la primera y la cuarta Nochevieja no tienen mucha historia: fueron las normales, la del 2019 y 2020.

La tercera Noche vieja del año tuvo un poco de truco; te cuento.

En Octubre me dio por empezar a bailar Jazz. Lo sé; está de más de moda que divorciarse y correr maratones de 2300 Km, desnudo y por el desierto, pero créeme si te digo que yo de niño ya bailaba claqué; aunque en mi habitación.  Pero a lo que íbamos: La gente de la Escuela de baile hizo una versión de la Nochevieja que llamaron  Happy Jazz Year y que consistía en divertirse bailando la noche del 27 de Diciembre; igual hasta pongo el vídeo de nuestra actuación (me gusté bastante).

Vale, lo acabo de ver otra vez y tal vez no lo ponga.

Me he dejado para el final la segunda Nochevieja … porque esa sí que fue única e irrepetible.

Te pongo en situación; 11 de Septiembre, Arba Minch, Sur de Etiopía. Estaba en mitad de un viaje que recorría durante casi un mes Etiopía. LLegamos a esta ciudad tras 15 días de recorrer la frontera con Sudán del Sur, visitando las increíbles etnias que habitan la zona: Los Surma, los Hamer, Nyangatom, Karo, Gurage,…cinco mil kilómetros en todoterreno por carreteras imposibles, paisajes inolvidables y situaciones que te cortan, de forma literal, la respiración. Si crees que nada ha escapado a la globalización, vete al Sur de Etiopía, porque aún llegas a tiempo…

Pero eso es otra historia. Disculpa mi habitual  fuga de ideas. Vuelvo a Arba Minch.

Los etíopes son gente especial. Me gustan. Diría que son una cultura única: no solo inventaron el café sino que además están convencidos de que custodian el Arca de la Alianza (la de las pelis de Indiana Jones). Son gente tan original que para ellos el año consta de trece meses, doce de ellos de treinta días y uno de cinco (seis en los años bisiestos). El primer día del año para ellos es el 11 de Septiembre (el 12 en los años bisiestos). Además ellos van siete años y ocho meses  por detrás de nuestro calendario. Es decir, están en 2012 en el momento de escribir estas líneas.

Por cierto, también son peculiares con las horas. Nunca coincide la hora de su reloj con la tuya. ¿El motivo? Como al estar en zona ecuatorial  tienen más o menos doce horas de día y doce de noche, pues han decidido que la hora cero es cuando sale el sol (nuestras 6 AM),y a partir de ahí ajustan el resto del día (por ejemplo, nuestras 11:00 AM son sus 5:00 h). ¿Qué quieres que te diga? Me parece razonable.

Una costumbre típica de Año Nuevo que es que los niños dibujen una flor típica de estas fiestas que se llama abebayosh y la ofrezcan para conseguir estrenas.

Volviendo a nuestra historia: el caso es que esa Nochevieja tan especial la pasé bailando en una discoteca local con unos buenos amigos que hice en el viaje. Dicho así suena muy normal, pero no lo fue en absoluto. Unos días antes había habido una serie de atentados contra altos mandos del ejército y se había decretado el toque de queda. Se respiraba cierta tensión en las calles. Estuvimos a punto de no salir (sin duda habría sido lo más prudente); pero teníamos unos fixers (enlaces locales)  muy capacitados y de total confianza, que tras valorarlo e informarse nos dijeron que era seguro. No hubo ningún atisbo de problema y fue una experiencia emocionante ver a la gente local dándolo todo en la pista de baile. A las doce en punto, en lugar de nuestras típicas campanadas, todo el país canta y baila una canción a modo de Himno de Año Nuevo (abebayewosh, de Teddy Afro).

Pelos de punta.

 

 

 

Si haces click en la foto (dibujo de la flor Abebayosh con el “Feliz Año 2012” escrito en Etíope) la podrás oír en Youtube.

 

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Thom Yorke y el helado de café

 

La horchateria de mi barrio es un lugar tranquilo. Está situada en medio de un parque y deliciosamente orientada hacia una calle por la que siempre entra la brisa con olor a mar. Si el calor es insoportable en el resto de la ciudad, no dudes que en  “La Chufera”, podrás respirar e incluso puede que tengas demasiado fresco.

Como tantas otras noches veraniegas de entre semana, me había bajado a tomar un helado, ignorando de forma voluntaria el reloj y negándome que trabajaba al día siguiente.

Esos pequeños momentos íntimos son parte de mi refugio antiaéreo frente a la vida modo rueda de hámster. Intento escuchar una  música que signifique mientras me recreo en cada pequeña degustación del helado, decidido a saborear cada instante de paz interior. Es mi momento heladofullness.

 

Thom Yorke me susurraba a través de unos auriculares bluetooth nuevos, de esos de moda que son la mínima expresión, mientras me embriagaba de brisa marina en una mesa apartada.

Por el motivo que sea, hay días en que llamamos la atención de toda la gente que se nos cruza.

Pues resulta que aquella noche yo no pasaba desapercibido. Podría mentir y contar que lo atribuí a que el apetitoso helado generaba envidias comprensibles. Pero lo que en realidad pensé fue: “Hoy debo estar que me salgo porque todas me miran (de hecho, todas y todos)”.

Una vez reafirmada mi autoestima, me volví a sumergir en la música de Thom y no pude evitar recordar el concierto que le vi hace apenas dos semanas.

Yorke se presentó en Bilbao vestido tan solo con su genialidad y su talento. Renunció a la armadura de los grandes éxitos de su anterior vida, con Radiohead y se lanzó al ruedo a reivindicar que, como dijo Einstein, “solo no se equivocan quienes no intentan nada nuevo”.

En un espectáculo de sonidos íntimos, gracias a su maestría en diferentes instrumentos, a una voz única y con una presencia escénica inesperada, este genio de la música me llegó a lo más profundo. Yorke me pareció maravilloso.

 

 

Estaba ordenando estos pensamientos cuando sentí la necesidad de ponerlos por escrito. En el mismo momento en que abrí el cuaderno de notas percibí un reflejo azulado instantáneo sobre el papel, que delató el parpadeo de luces que, parece ser, emiten mis auriculares con bastante frecuencia. Después de todo, tal vez esa noche no estaba yo tan atractivo como pensaba.

Cogí el bolígrafo de algún hotel (me encantan, son los mejores bolis del mundo) y empecé a alternar frases existenciales y cucharadas hiperglucémicas.

No suelo escribir cuando como helado porque se derrite y pierde gran parte de la gracia. Esta frase puede parecer (y es) una obviedad, pero a mi criterio, encierra una cierta enseñanza: El “momento” lo es todo; y si demoras en exceso comerte el helado que tanto deseas, éste desaparece.

De esta forma, y antes de lo deseado, llegué a la última cucharada de helado sabor a Thom, que me sorprendió resumiendo lo que había aprendido de su valiente concierto: si quieres vivir el presente, debes de abandonar el pasado.

 

Clicka la imagen y disfruta de la música y las letras de Thom.

Clicka la imagen y disfruta de la música y las letras de Thom.

 

 

 

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Fresas sin nata

 

 

El recuerdo del momento preciso

que el umbral sin retorno traspasa.

La ciega ilusión de tu abismo.

La brisa salada.

 

 

El nudo marinero, tu mirada,

que trenza nuestros cuerpos por destino.

La nave a la deriva sin ancla.

Las uvas sin vino.

 

 

Cálidos besos de sol en el alma.

El vértigo de dudas e ilusión;

Las negras nubes de amor y drama.

Pura contradicción.

 

 

Noches contigo, eternas veladas;

Tus rincones, altares de pasión.

Noches sin ti, infiernos de la nada;

Tus labios, mi religión.

 

 

Te culpo de la mente extraviada

Pensándote, eclipso el presente.

Cautiva, mi alma; la razón, presa;

mi vida, ausente.

 

 

El adiós, inevitable certeza.

Anhelar tu voz en cada llamada.

No olvidar, infinita tristeza.

Las fresas, sin nata.

 

 

 

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Azahar

La mañana naranja,
borrachera de azahar y día.
Regreso a la casa,
ebrio hasta el alma de vida.
La Luna me regala
una de esas sus sonrisas.
La acepto y me desarma;
Capitulo todas mis prisas.
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La clase de Judo

Recuerdo con nitidez mi primera clase de Judo. Yo tenía 8 años y los olores, sensaciones y, en especial, cada estruendosa caída de un alumno sobre el tatami se me presentaban envueltos en un halo de magia.

Pili se cruzó en mi vida unos pocos años después, al entrar al instituto. Creo que no tardé ni diez segundos en enamorarme de ella hasta las entrañas, con la intensidad con que sucede todo en la adolescencia; con el ímpetu que torpedea mi racionalidad de tanto en cuanto.

Pasé cerca de un año pensando en cómo dirigirle la palabra, merodeando de forma furtiva frente a su portal para coincidir casualmente con ella y, por supuesto, soñando despierto que me fundía en un beso infinito con sus labios. Lo cierto es que apenas le hablé, nunca me tropezó y, desde luego, jamás nos besamos.

Al año siguiente se unieron a la clase de Judo un par de alumnas nuevas. Una de ellas era Pili. No recuerdo asistir en toda mi vida a una actividad tan motivado como lo hacía a Judo por aquel entonces. La vida me regalaba cada martes y cada jueves hora y media de miradas furtivas, de conversaciones no forzadas y, sobre todo, de contacto cuerpo a cuerpo cuando las técnicas lo exigían. Nunca nadie se sintió tan afortunado de ser objeto de inmovilizaciones, luxaciones de codo y estrangulaciones. ¿Acaso podía haber algo más romántico que ser apresado, de forma literal, por la chica que te gustaba? Siempre pensé que lo que me evitaba escaparme no era el nudo de su cuerpo alrededor del mío sino el hechizo de su mirada almendrada clavada en mis pupilas mientras ella simulaba indiferencia. Creo que durante años busqué esa mirada en otros ojos.

Pero si hay algo que me vinculó a ella para siempre, fue su aroma. Tarde tras tarde salía de clase empapado de ella. Hasta que un día decidí buscar su colonia en el Corte Inglés y, tras emborracharme degustando fragancias, hallé la suya. Desde entonces, cada vez que iba al centro, me desviaba a la sección de perfumería y me rocíaba de Pili. Era una especie de masturbación olfativa.

Aún recuerdo el nombre de la colonia.

Yo siempre fui (y sigo siendo) un gran tímido. Sin embargo, al final de ese segundo año junté el valor suficiente, con la determinación que otorga la desesperación de perder a quien amas, para declararle mi amor.

De esta forma, me concedió una vuelta romántica al perímetro vallado del Instituto durante el cual le desnude mi alma atormentada. Por lo que me contó, entendí que le había gustado bastante, me dolió que me advirtiera que las chicas de clase confundían mi timidez con desinterés por el sexo opuesto, y, al final de la conversación, destrozó mis ilusiones al confesarme que ese mismo verano había empezado a salir con un chico de dieciocho años; tres más que yo y tres más que ella…

Aprendí que si deseas algo tienes que apartar tus miedos y pelearlo sin titubeos.

Las palabras que cambian las historias son aquellas que se pronuncian en el momento adecuado, y ni un solo segundo más tarde. Porque los momentos que pasan se llevan las oportunidades.

Todas las grandes películas tienen una secuela, y la nuestra, aunque quizá no fuera una gran historia, tuvo la suya, si bien tuvimos que esperar algunos años.

Durante los siete últimos años habíamos perdido el contacto. Yo estaba en la universidad y creo que ella trabajaba con su padre. No recuerdo la manera en la que contactó conmigo, pero el caso es que una tarde de Mayo quedamos a tomar un café delante mismo de nuestro antiguo instituto. Ella seguía con el mismo chico de entonces y, según deduje, le habían asaltado los fantasmas del pasado: mi recuerdo.

Todos dudamos en algún momento de ciertas decisiones tomadas: entre lo que pudo haber sido y lo que elegimos que no fuera. A ella le llegó en ese momento y necesitó enfrentarme para romper el conjuro de mi memoria.

Tras un rato de romper el hielo y superado el “momento rescate” de su mejor amiga, a la que despachó con seguridad y sin dudarlo, encaramos sin rodeos el mundo de las relaciones, las expectativas y las decepciones.

No sé si resolvió sus dudas o si, por el contrario, las aumentó al comprobar que ya no me quedaba sin palabras en las distancias cortas. Percibí que se sintió a gusto, al igual que me ocurrió a mí. Al final de la tarde, le quitamos trascendencia al encuentro cenando como amigos en el chino del barrio y permitiendo que la noche transcurriera entre risas y recuerdos. Hasta que se nos hicieron las doce. Hasta que fue mi cumpleaños. Tengo la convicción de que la vida te concede muchos de tus deseos. Otra cosa es que lo haga en el momento o en la forma en que habías imaginado. Sea como fuera, agradezco que esa cena fuera el mejor regalo de aquel cumpleaños tan especial.

Nunca más volvimos a hablar.

 

*    *    *

 

En la puerta del gimnasio de Judo había unos bancos donde con frecuencia nos juntábamos los niños del barrio a comer pipas y a hablar de nuestras cosas: chicas y fútbol.

Pedro no era amigo mío. Le conocía porque vivía en mi calle y, aunque admito que era bastante bueno jugando al fútbol, no me acaba de caer bien del todo por ser algo prepotente. Recuerdo, aunque de forma algo desdibujada, un día; una conversación intranscendente en uno de esos bancos. Tengo grabada a fuego en la memoria su carita de niño de diez, tal vez once años. Si soy capaz de recordar esa escena es debido a lo que sucedería pocas semanas después. Un domingo, Pedro acompañó a su padre y al novio de su hermana a pescar. No volvieron.

Pedro es para mí la bofetada de despertar a la realidad. Él es la conciencia de mi mortalidad. Creo que hay momentos que son puertas sin vuelta atrás: nos cambian para siempre.

 

*   *   *

 

Tal vez las amistades habituales de Pedro no fueran las mejores, pero al menos no eran ni “el Oscar” ni “el rata”, los matones de la calle.

“El rata” vivía a dos patios de mí. Su madre era puta. Su padre era borracho y yonkie. Su padre murió años después de una sobredosis, al igual que le acabaría sucediendo a él. Su madre siguió en el barrio varios años más.

“El Oscar” vivía al otro extremo de la calle. Nunca lo conocí en profundidad y no creo que me perdiera nada esencial.

Ambos podían pegarte si te cruzabas con ellos en un mal momento. Cualquiera de ellos te podía atracar si necesitaba dinero. Para los niños del barrio era una realidad aceptada que nunca nos cuestionábamos. Tal vez hoy me preguntaría qué estaba fallando para que unos niños de mi misma calle se drogaran y vivieran en la violencia. En aquella época solo me preguntaba por qué calle ir para no cruzármelos.

Que un día tenían que acabar enfrentándose entre ellos era algo inevitable. Aunque no presencié la pelea, la historia pasó de boca en boca. Fue uno de esos acontecimientos relevantes de un barrio que nunca aparecen en las crónicas escritas.

“El rata” era bajito pero rápido. “El Óscar” era alto, delgado y para nada lento. Cada puñetazo circular que Óscar dirigía a la cabeza de su rival, éste lo esquivaba agachándose. A continuación “el rata” le castigaba el abdomen con un gancho corto y explosivo. Eso funcionó tres o cuatro veces seguidas. Hasta que Óscar le aprendió el truco. Y le esperó. Amagó otro circular alto y cuando “el rata” se agachaba le lanzó un gancho ascendente que impactó en plena cara. El resto de la pelea fue un monólogo de Óscar. Una orgía de violencia. Un castigo excesivo.

No recuerdo nada más de “el rata”, sin embargo a Óscar lo seguí viendo después de aquella pelea: cuando se apuntó a mi clase de Judo.

La primera vez que entró en clase casi se me cae el cinturón al suelo. Poco a poco se fue adaptando a la dinámica de clase y debo decir que nunca tuve ningún problema especial con él. Al menos, hasta aquel día.

La disciplina no era su mayor virtud. Disciplina y respeto son dos de los pilares fundamentales de las artes marciales japonesas. En una de las ocasiones en que rompió ambas fue castigado por el profesor. Los castigos no eran especialmente duros, pero eran castigos. Normalmente eran dar vueltas en cuclillas a la clase, o realizar series de flexiones. Sin embargo, esta vez la falta tenía que ver con haber empleado exceso de violencia con un compañero, por lo que el castigo aplicado fue atípico y más duro que de costumbre. Consistió en poner al castigado frente a toda la clase y que cada uno de los alumnos le proyectara al suelo mediante una técnica, de forma controlada y segura. De esta forma, uno tras otro, cada compañero le fue derribando. A mí me tocó de los últimos debido a mi antigüedad.

Una duda me inquietaba mientras esperaba mi turno. Por una parte, no quería emplear demasiada fuerza porque nunca fue mi política enemistarme con quien me puede pegar. Por otro lado, ser excesivamente blando descubriría mis miedos ante el profesor, ante el propio Óscar y, por supuesto, ante Pili.

Como no tenía claro qué actitud tomar, me planteé fluir.

Llegados a este punto debo comentar que nunca he sido de los que fluyen con la vida. Es más, cada vez que lo intento, acaba en desastre.

Así pues, llegó mi turno y decidí…fluir.

Ni que decir tiene que me salió una de las mejores proyecciones de toda mi vida. El tipo de proyección que quería evitar a toda costa. Tuve la extraña sensación de saber que me estaba inmolando pero que la perfecta belleza del movimiento lo merecía. Lo cierto es que, literalmente, lo estampé.

El estruendo de su cuerpo contra el tatami contrastó con el silencio sepulcral que se adueñó de la sala. El enrojecimiento de incomodidad de mi cara resaltaba la palidez de la cara de Óscar, que viró a rojo de ira en cuestión de segundos.

Siempre esperé su venganza. Sin embargo, ésta nunca llegó.

Durante un tiempo creí que con mi insensatez había logrado, de forma no buscada, ganarme su respeto. Hoy, estoy convencido de una explicación más simple: en su lista de afrentas pendientes de venganza, la mía era insignificante.

 

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Niños de nuestra misma edad

Esta historia contiene escenas desagradables. Si se considera un lector susceptible debería madurar, porque ya tenemos una edad.  Avisado queda.

A veces, cuando  voy al aseo en el trabajo, me acuerdo de Isidro.

Siempre he pensado que el estado en que se encuentran los aseos son un fiel reflejo de la   realidad que se esconde en un lugar, sea éste un restaurante, un domicilio o un país. Seguro que es un análisis muy simplista, pero yo lo considero un spoiler de lo que me voy a encontrar en ese sitio o en esa gente.

Resulta que, cada cierto tiempo, en los aseos de mi trabajo me tropiezo con un asqueroso moco verde pegado a la puerta, paredes o soporte del papel higiénico. Cuando esto ocurre, de forma inevitable, todas mis reflexiones más profundas pasan a un segundo plano y en mi conciencia visualizo en modo pausa, el rostro sonriente y angelical de un niño mellado de unos siete años, de pelo rubio y rizado, y de ojos azul intenso algo descoloridos por el tamiz de la memoria: Isidro.

No recuerdo cuando coincidimos en clase por primera vez. Debió de ser unos tres años antes de aquel día. Y seguro que seguí viéndolo durante los siguientes años. Pero a efectos de mi memoria, se quedó atrapado para siempre en ese preciso instante.

Isidro era, excepcionalmente ese día, mi compañero de pupitre. Habíamos estado toda la mañana haciendo las  tareas que la señorita nos había ordenado: probablemente pintar algún dibujo con las Plastidecor o tal vez completar la tabla de multiplicar del cuatro. Qué se yo. Lo que sí recuerdo con claridad era que en el momento en que me giraba hacia él, sea lo que fuera que iba a comentarle, mi voz se paralizó y la escena que presencié se quedó congelada en mi retina: de forma natural, con la maestría que se adquiere con la práctica diaria, se había metido el dedo medio hasta el hipotálamo y había excavado hasta extraer un enorme moco verde, de esos que tienen personalidad propia.

Puedo rememorar al detalle cómo permanecía ensimismado adorándolo, ajeno a mi presencia, distante del resto del planeta, con toda su voluntad secuestrada por la criptonita nasal. Durante un instante desvió el par de enormes ojos azules hacia mi mirada y esbozó una sonrisa medio inocente medio maligna, pero rotundamente de triunfo, tras la cual devolvió con rapidez la atención a su tótem.

Llegados a este momento ambos sabíamos que la escena solo tenía dos finales posibles.  Isidro se recreó en la elección y, tras apurar el tiempo muerto, optó por no ingerirlo. Como alternativa y, con toda la pompa que merecía la ocasión, decidió untar con él la pared. El resultado fue una decoración que, contra todo pronóstico, perduró durante meses en aquella clase y para siempre en mis recuerdos.

A menudo me maravillo del funcionamiento de la memoria, de cómo podemos hacer instantáneas  de los momentos más inesperados y de que esas escenas nos persigan el resto de nuestras vidas. Una vez leí que estos recuerdos que el cerebro graba a fuego, son considerados información de vital importancia para el futuro… ¿Seguro? ¿Un moco verde pegado a una pared? ¿En serio?

 

El caso es que Isidro se ganó por acciones como ésta, la fama de guarro “nivel pro”. Porque tal vez en otras cosas no, pero en estas lides, era un virtuoso.

 

Pasaron veintitantos  años desde entonces y, una noche, nos reunimos gran parte de los ex compañeros de primaria. Nos pusimos al día de nuestras miserias y reímos escenas desvirtuadas por el paso del tiempo y la melancolía. Él no vino pero fue protagonista en más de un corrillo. Me contaron que tiempo atrás se había juntado con malas compañías y había terminado atracando bancos y habitando cárceles. Un destino compartido por alguno de los niños de ese curso, de mi mismo colegio, de mi propio barrio. En mi mente seguían siendo rostros de niño. Y aunque puede que alguno ya apuntara maneras, sinceramente, me resultaba difícil imaginarlos empuñando un arma y viviendo en la violencia. Y, de entre ellos, a quien menos podía creerme, era a Isidro. Porque por muchas historias que me contaran, y que sabía reales, cada vez que pensaba en él seguía viendo a un crío inofensivo decorando paredes de verde esperanza.

Desde entonces, nos hemos reunidos varias veces, aunque cada vez acudimos menos.  Y siempre, durante unos instantes, les concedemos unos minutos de protagonismo no buscado. En toda reunión nunca falta alguien que cuente la escena de ellos saliendo del banco y perdiendo parte del botín por el camino.  Siempre alguno de nosotros, con un brillito infantil en la mirada, evoca el momento en que Sebas vuelve  a por el dinero robado y lo atrapan. Hablamos de ellos con respeto y, me atrevería a decir, que incluso con un punto de admiración. Porque en la época y lugar en que crecimos, la delincuencia no estaba tan alejada de nuestro día a día como me lo parece hoy. Pero quizá sea porque me esfuerzo en ser un ciego voluntario  que trata de alejarse de la cloaca que subyace en cada rincón de nuestra sociedad.

Sea como fuere, estoy seguro de que en la próxima reunión volveremos a recordarlos y contaremos, mientras esbozamos una sonrisa de complicidad, las mismas historias de siempre. Aunque todos nos las sepamos de memoria. Aunque sigamos sin aceptar del todo que fueran protagonizadas por niños con quienes compartimos el pupitre. Niños, como Isidro, de nuestra misma edad.

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