Volvíamos de recorrer uno de los campos de lavanda de Villaviciosa de Tajuña. Llevábamos todo el día en el coche. Fuera hacía un día plácido y fresco, como los que estamos teniendo este verano. Habría, sin exagerar, unos cuarenta grados a la sombra (exagerando, cincuenta y tantos). Entonces surgió la pregunta. No recuerdo quién de los cuatro la formuló pero estoy seguro de que no fui yo: ¿Saben las abejas que van a morir cuando te pican?
Cuando nos planteamos ir a fotografiar los campos estuve pensando en qué foto quería hacer. De alguna forma quería intentar plasmar el aroma de la lavanda. Esto puede ser fácil de decir, pero, sinceramente, llevarlo a la práctica es una utopía. En primer lugar, pensé en sumergirme en el olor, simplemente paseando por entre los campos. Cuando iba en el coche, con la mirada perdida en las extensiones de girasoles que nos escoltaban conforme nos adentrábamos en Castilla, había proyectado una imagen de mí mismo tumbado entre la lavanda. Nada más pisar la realidad tuve claro que era una idea muy poco práctica. No porque mis amigos se fueran a partir de risa al verme, que también, sino porque había miles de abejas preparando la deliciosa miel que me acabaría trayendo de La Alcarria. Lo cierto es que, paseo arriba y paseo abajo, y pese a poner mi mejor cara de tipo muy intenso, la inspiración se resistió a hacer acto de presencia. No tardé en comprobar que, al igual que en otras cosas de la vida, las elevadas expectativas iban a eclipsar la belleza real del momento. Olía mucho a lavanda. Y olía muy bien. Pero siempre dentro de lo esperado y sin que me viera transportado al éxtasis ni nada parecido.
Pasamos la tarde recorriendo la tierra, fotografiamos el atardecer y nos empapamos de noche recorriendo los campos bajo las estrellas, ahora sí, con las abejas durmiendo en sus casas. Y yo seguía sin ser tocado por nada especial.
Al día siguiente, reventado (porque cada vez llevo peor la ausencia de sueño), me levanté y me dispuse a vestirme. En ese momento tuve conciencia de la magia del lugar. El aroma a Lavanda inundaba la habitación. Mis pantalones estaban impregnados en su esencia. De repente era como si me levantara rodeado de flores de Lavanda.
¿Saben las abejas que van a morir cuando te pican? No lo sé. Me imagino que no lo saben ni les importa. Aunque me imagino que se comportarían de la misma manera.
* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *
Volvemos a casa. Acaba de terminar mi turno de conducir y me acomodo en el asiento de atrás dejando que la música me transporte a un país lejano. Recuerdo un momento de este año. Voy en moto de nieve. Conduzco yo en este instante, Vicen ha pilotado antes. Es la primera vez en mi vida que manejo uno de estos trastos. Vamos en fila tras unas cuantas motos. En un momento dado tenemos que cruzar una especie de riachuelo helado y, al subir, el camino propone una rampa de pendiente brusca. La primera moto pasa a demasiado gas y vuelca. Los monitores nos detienen y nos hacen pasar lentamente, uno a uno. Cuando llega mi turno dejan de frenarnos y me permiten pasar a mi aire.
Me he fijado en lo que ha ocurrido a la primera moto. Intuyo la forma de eludir el mismo destino. Siento como la adrenalina me recorre el cuerpo. Sorprendentemente, no siento miedo. El guía me hace la seña para que pase. Le doy gas. Bastante. Evito los surcos dejados por la primera moto. Sé que si me atrapan me conducirán de forma inevitable a volcar. Acelero. Me meto en los surcos y vuelco.
Es una de tantas veces que últimamente me he estampado. Recuerdo que al levantarme y tras comprobar que estábamos bien, empezamos a reírnos. He pensado varias veces en ese momento previo a afrontar la subida. Creo que probablemente hoy, volvería a hacer lo mismo. Y me volvería a estampar, sin duda. Pese a que en el momento de estar en el suelo, todavía agarrado a los mandos de la moto y viendo el mundo del revés, tuve sensación de frustración y fracaso, creo que el hecho de haberlo intentado me ha acabado enriqueciendo. Es difícil de explicar y puede que suene absurdo. Pero así es como lo siento. Al final, todos vamos a acabar en el mismo sitio. Y tal vez sea mejor morirse de risa que de aburrimiento.
Otra cosa son mis estadísticas. Uno de uno. Siempre que he cogido una moto de nieve, he acabado volcando.
Al final, algunos de nosotros somos como las abejas: no sé si somos conscientes de lo que va a pasar, pero aún sabiéndolo tal vez debamos seguir nuestro instinto.