We Can Remember It for You Wholesale

Qué pena que la gran  importancia que le damos a la imagen que queremos proyectar no se la demos a la que tenemos de nosotros mismos. Qué lástima que no intentemos mejorar ambas imágenes cambiando lo que somos, para acercarnos a lo que simulamos ser.

 

Estoy cenando con Vicen en un restaurante en St Gilles. Estamos rodeados de gente aunque en la mayoría de mesas hay alguien que está sin estar. El móvil les ha secuestrado el alma. Al resto de la mesa no parece importarle mucho, tal vez porque los dan por perdidos. Estoy reflexionando sobre esta situación, tan normal y tan aberrante al mismo tiempo, cuando percibo con el rabillo del ojo un movimiento brusco. Una señora, como de cincuenta y pico, se levanta y tras un gemido de pena infinita vacía la copa de vino en la cara de su acompañante. Como en las películas. Es la segunda vez en la vida que asisto a esta escena (en la primera era yo el que vaciaba el vaso, pero eso es otra historia).

En cuanto ella sale de estampida, el hombre, que aparenta unos pocos años más, se tapa los ojos con las manos y medio solloza. Desconozco si a causa del desenlace de la cena o por el sentido del ridículo. Sea como fuere, le veo combatir lo segundo manteniéndose en la mesa con forzada indiferencia. Se seca cara y camisa con la servilleta y espera a que pase la tormenta. Las miradas se van apartando de su mesa, poco a poco, sumergiéndose de nuevo en sus platos, conversaciones y móviles. Sin embargo, yo permanezco hipnotizado intentando descifrar el enigma. Sinceramente, haberle hecho caso al móvil en lugar de a la señora habría justificado una ducha de esas. Pero no creo que sea el caso de esta pareja. Todo apunta a una confesión. El señor mantiene la cabeza alta, medio desafiante, aunque sin enfrentar a nadie con la mirada. Al final, acaba haciendo lo predecible, refugiarse en el celular. ¿Simula que mira algo o está enviando un mensaje del tipo: “se lo he dicho”?

 

 

Me recuerdo hace unos meses en el Museo del Prado, en mi sala preferida, la de El Bosco. No me pasó desapercibida la cola de gente esperando turno para hacerse un selfie con “El Jardín de las Delicias”. Algunos incluso se quedaban a mirar el cuadro, generalmente durante no más de un minuto, para, a continuación, seguir documentando sus vidas de espaldas a otras obras maestras. Porque parece que lo que no subes a Facebook no lo has hecho.

Observo disimuladamente a una veinteañera que comenta la última foto de Instagram que ha subido una amiga que está en la playa y que, probablemente, no se habrá bañado porque había medusas. Eso sí, vientre duro y para dentro, labios para fuera y cara de “recién acabo de tener el mejor orgasmo de mi vida”. Me imagino a la chica preguntándose cómo superar el desafío: “¿Le envío el selfie del cuadro de Velázquez o el del cuadro de Goya?”. Le respondo telepáticamente: “Cualquiera chica, si total no sabe ni quienes son…”

 

 

 

Este jueves fui al teatro. Delante de mí se sentaban dos señoras de sesenta y bastantes. Una de ellas era delatada cada pocos minutos por la iluminación de su pantalla. Se perdió media obra probablemente diciéndole a una amiga lo gran actor que es Darín. Cuando acabó, estuve a punto de preguntarle si realmente su vida de fuera era tan interesante como para perderse una actuación única. Finalmente me contuve y decidí atribuir su comportamiento a un posible enamoramiento adolescente.

Los adolescentes y los niños son, desde luego, el grupo más vulnerable en este tema. Que un cuarentón sedentario se recluya en la PlayStation p​ara vivir la vida de Messi es triste. Pero que lo haga un niño es alarmante.

Los campos de deportes de mi barrio están vacíos de niños, están huérfanos de vida. Porque los niños que hacen deporte ya no juegan, entrenan. Ya no se divierten, ensayan, para cuando sean estrellas.Y ya no copian regates sino que imitan peinados.

Sorprendentemente, todos tienen “algo”, todos son futuros «cracks». ¿Qué pasa?¿que ya no quedan niños normales?

 

 

 

Philip K. Dick adelantó hace cuarenta años algo parecido a lo que pasa en la actualidad. Predijo una sociedad adoctrinada y manipulada que se conformaría con vivir experiencias implantadas en la memoria, recuerdos a la carta, renunciando a vivir dichas aventuras en primera persona. Porque, ¿quién quiere correr los riesgos y acabar defraudado por las expectativas cuando le pueden implantar un recuerdo perfecto? ¿Quién quiere una pareja real cuando puede aspirar a la ilusión de una relación irrealmente idílica?

 

Bueno, algunos todavía queremos. Porque cada vez que no me salen los planes previstos, que por definición es siempre, la vida me acaba regalando algo inesperado. Porque cada persona que ha aparecido en mi vida me ha deslumbrado con sus luces y también me ha cubierto con sus sombras. Puesto que sin lo uno, lo otro no puede existir. Pero, al final, te das cuenta de que son las imperfecciones las que nos definen y nos hacen únicos y especiales. Por eso me atrae lo imperfecto. Porque escalar una montaña sin desperfectos es una utopía que no merece la pena.

 

PD: Por cierto, es Nacho, a ver qué quiere…

Watts de Nacho

 

 

 

 

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