Belchite, el viejo

Creo en el destino. Pese a que admito que científicamente es absurdo, tengo la creencia de que el universo conspira para conducirnos hacia ciertas personas y, en ocasiones, ciertos lugares. Hoy, apenas unas horas después de que todo ocurriera, pienso que el destino, y no otra causa, es el responsable de que fracasaran todos mis planes alternativos  y, de forma inesperada, acabara en el coche de Tony camino del curso de fotografía nocturna en Belchite.

Tras tres horas de canciones «remember-de-los-90» por paisajes terrosos y desolados, salpicados de caserones y estaciones de tren abandonados, llegamos a nuestro destino final.

La primera sensación inquietante la había tenido en una de las muchas curvas del camino. Intuí que era más cerrada de lo esperado y pude avisarle a tiempo para que frenara. Lo sorprendente es que el coche que venía en sentido contrario invadió nuestro lado y fue por cuestión de centímetros que solo se quedara en un buen susto.

El segundo aviso lo advertí cuando íbamos a poner en práctica la teoría aprendida durante la tarde.  Nada más entrar en Belchite el viejo, pueblo que quedó devastado tras una encarnizada batalla casa por casa durante la Guerra Civil, saltaron todas las alarmas de mi subconsciente. Mientras todo el grupo rodeaba a la guía responsable escuchando sus recomendaciones y prohibiciones sobre qué no hacer en las maltrechas ruinas, mi mente trascendía la práctica de iluminación fotográfica prevista y empezaba a centrarse principalmente en el lugar tan especial por el que íbamos a deambular durante toda la noche. Una repentina sensación de deja-vu y el súbito escalofrío que me recorrió el espinazo, pese a no ser una noche tan fría como se esperaba, desviaron definitivamente mi atención de la interesante explicación que daba Mario, el profesor de fotografía.

En la primera parada, frente a la cruz, junto a la Torre del Reloj, me uní al grupo mientras se realizaba la fotografía, pero pronto empecé a agobiarme debido a lo numeroso que era. En fotografía nocturna se considera que tres es demasiada gente y a partir de cuatro, una multitud de la que huir. Éramos diecinueve. Además, hace tiempo que acepté que soy un insocial potencialmente sociable, esto es, que pese a que puedo parecer casi sociable en las distancias cortas, me comporto como un tímido convencido en los grupos grandes.

Es por este motivo que cuando vi a un alumno hacer un sigiloso mutis por el foro, le seguí. Me llevaba bastantes segundos de ventaja por lo que tardé unos cuarenta metros en alcanzarle. Cuando llegué a su altura ya había doblado la esquina, perdiendo el contacto visual con el grupo.  La luz fría y titilante de su frontal ocupaba todo el ancho de la polvorienta calle, proyectando sombras chinescas en las derruidas fachadas y violando el interior de las catastróficas moradas a través de lo que antaño fueron puertas y ventanas.

Mi silenciosa y falta de luz llegada le dio lo que podría definirse como un susto de muerte. Justifiqué mi torpe falta de sensibilidad escudándome en que mi visión nocturna es magnífica, por una parte, y en que, además, soy un convencido de que la luz nos vuelve ciegos; la mejor forma de ver en la oscuridad es apagar toda luz artificial y confiar en la naturaleza de tus ojos. Bueno, también admito que, en parte, la luz de su frontal me servió de guía.

Sea como fuera, acabé sumándome a su fuga fotográfica. Parece ser que había tardado una sola foto en darse cuenta de que tendría que elegir entre no perderse las explicaciones de Mario o hacer una fotografía decente en Belchite, lo cual solo era posible si se alejaba de la interferencia del resto. Si una ventaja tiene estar en un grupo superpoblado es que es más fácil desaparecer de forma inadvertida.

Se dirigía hacia la Iglesia de San Martín, uno de los escenarios icónicos. Carlota, nuestra guía-protectora-vigilante, la llamaba “la iglesia de Iker Jiménez” por la cantidad de historias paranormales que adornan la leyenda del lugar.

Para los profanos, la fotografía nocturna se podría resumir en cuatro líneas: La noche esconde la hermosura de algunos lugares, por lo que la pasión de un fotógrafo nocturno consiste en desenterrar esa belleza oculta bajo la oscuridad mediante la luz de linternas, flashes, Luna y estrellas y dejar constancia de ese rescate en una fotografía.

El chico se llamaba Pedro y por cómo se desenvolvía mientras encuadraba, ajustaba parámetros y era incapaz de poner en marcha el flash, me quedó claro que tenía más ganas y determinación que no experiencia en este tipo de fotografía. Me dispuse a ayudarle con el dichoso flash cuando me asaltó el tercer presentimiento malo de la noche: un sonido de campana lejana se escuchó hasta un total de tres tañidos, distantes y apagados, pero evidentes.

–¿Has oído eso, Pedro? Creo que tal vez no sea tan buena idea habernos alejado del grupo. Este sitio parece…hostil. –Dije verbalizando mi inquietud.

– No creo que sea un sitio hostil. Simplemente es tu sugestión por todo lo que se ha contado sobre este lugar. Por otra parte siempre que se está en medio de la noche y alejado de la rutina se tiene un cierto sentimiento de vulnerabilidad. De todas formas mi intención es solo hacer una foto digna y nos volvemos con el grupo. Ayúdame y acabaremos antes. –Me respondió con una seguridad en sus palabras que la vacilación en su voz no hacía totalmente creíble.

– Te ayudo y nos largamos rápido de aquí. No me gusta nada este sitio. –Concedí.

Comprobó la estabilidad del trípode. Revisó de nuevo los parámetros y me acercó un disparador conectado a su cámara. Me  dijo que simplemente le diera al botón una vez que él me avisara desde dentro de la Iglesia. De esa forma mientras la foto se realizara, a lo largo de dos minutos, él iría activando flashes y linternas para ir vistiendo de color la desvencijada estructura. Dicho lo cual desapareció en el oscuro interior.

A los pocos segundos percibí destellos aleatorios conforme realizaba las pruebas de iluminación. En cada fogonazo me parecía descubrir sombras extrañas, que a pesar de atribuirlas a mis miedos no me dejaban indiferente.

– ¡Avísame cuando quieras que apriete!– Le grité.

Puse toda mi atención en escuchar cualquier sonido proveniente del interior del edificio, que mostraba ahora una oscuridad impenetrable. El silencio se adueñó de todo.

Todos mis sentidos estaban a flor de piel. Estaba a punto de decirle que se saliera de allí cuando sentí una presencia detrás de mí. En el mismo momento en que me giraba para mirar, una voz femenina me habló en tono de reprimenda.

– ¿Qué haces aquí? Tú no deberías estar en este lugar. –Su piel era pálida, su gesto de enfado pero con un fondo de comprensión y, hasta diría, que ternura. Como si se compadeciera de mí. Creo que esa expresión de cierta pena fue lo que sofocó mi gran susto inicial. Cuando mi corazón dejó de galopar fui consciente de su juventud y de cómo la blancura de su rostro reflejaba la mínima luz de la luna creciente.

– En realidad estoy intentando ayudar al chico que está ahí dentro. –Le respondí.– ¿Quién eres tú y por qué estás aquí? –le pregunté con una mezcla de curiosidad y miedo.

– Soy de aquí. Una de las encargadas de que la gente como tu acompañante no sufra accidentes innecesarios –contestó con condescendencia– Pero lo importante –continuó– no es quién sea yo sino el riesgo real que corre él ahí dentro. Las lluvias del martes han deteriorado más si cabe este edificio. Podría venirse abajo en cualquier momento. ¡Debes sacarlo de ahí cuanto antes! ¡Ah! Y no dejes que nadie más entre…¡Date prisa!…ahí llegan todos los demás…

Inconscientemente giré un segundo la cabeza hacia el grupo que avanzaba por la calle en dirección hacia nosotros.

– Te prometo que lo voy a sacar inmediatamente, aunque tenga que entrar a por él. –le dije con determinación mientras me volvía para buscarla con la mirada.

Pero se había desvanecido.

Me sobresalté tanto que inconscientemente me eché atrás y tropecé con la cámara, que cayó al suelo con gran estrépito. El sonido amplificado por el eco de la iglesia hizo salir alarmado a Pedro. Apenas había abierto la boca para gritar horrorizado por el accidente de su preciada cámara cuando un ruido ensordecedor salió del interior envolviéndonos en una nube de polvo. Algo se había derrumbado dentro de la Iglesia.

Alarmados, los del grupo corrieron hacia nosotros.

–¿Qué ha pasado? –Preguntó Mario con gesto de profunda preocupación.

–Se ha derrumbado una de las paredes de la Iglesia y me habría pillado dentro si no llega a ser porque él … –dijo Pedro señalándome.

–¿Quién? –le preguntó Mario.

 

 

 

 

 

«Pueblo viejo de Belchite,

ya no te rondan zagales,

ya no se oirán las jotas que

cantaban nuestros padres»

 

 

 

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