La expresión seria y ocupada no eclipsaba el esbozo de una sonrisa sincera, de esas que suelen acompañarse de un alma afable y sensible.
La muchacha se esforzó en no parecer afectada cuando le indiqué el nombre del libro que buscaba, aunque le delató cierto azoramiento cuando su mirada encontró la mía. Se refugió en el teclado del ordenador, escribiendo con más rapidez que acierto, a juzgar por las veces en que tuvo que recurrir a la tecla “borrar”.
Mientras sus ojos iban y venían entre la pantalla y mi rostro, yo me distraía intentando descifrar las emociones que debían estar invadiendo su mente en ese instante.
–La biografía no autorizada, la versión de Berger, ¿verdad? –me preguntó casi de forma retórica, como quien busca una segunda opinión médica sobre el cáncer que sabe que tiene.
Asentí.
No me pasaron desapercibidas las pequeñas señales de nerviosismo, la ligera rubefacción de sus mejillas, ni los gestos involuntarios de recolocarse el chaleco verde, al menos dos tallas demasiado grande y del que pendía una chapa con su nombre de pila. El mismo nombre de mi esposa.
Finalmente me comentó que debía de quedar un ejemplar en el almacén y, tras indicarme de manera formal y educada que esperara allí, salió en estampida de detrás del mostrador, me atrevería a decir que sintiendo alivio de escapar momentáneamente de mi presencia.
Volvió en apenas un par de minutos. Llevaba un libro en la mano como quien lleva uranio enriquecido. En su rostro se podía leer una expresión paradójica: por una parte, de cierta satisfacción por el trabajo realizado, por la otra, la de una sutil pena que me fue imposible descifrar en ese momento.
Lo depositó de forma solemne sobre la mesa mientras buscaba encontrarse de nuevo con mi mirada, que mantuvo. Esta vez percibí el alivio de quien, por fin, había tomado una decisión e iba a apostar fuerte. No me resultó difícil saber lo que venía a continuación.
–¿Puedo hacerle una pregunta? –verbalizó al fin.
Estuve a punto de dar una respuesta evasiva automatizada a lo largo de los años y entrenada en escenarios similares ante personas de toda índole. Pero ocurrió que las palabras no quisieron salir y me quedé pausado en un eterno segundo de silencio incómodo para ambos.
Traicionando a mi yo soberbio e inaccesible de los últimos cuarenta años accedí. Lo quise atribuir a que la edad me está ablandando. Intenté achacarlo a que estar fuera de mi ciudad me desorienta en cierta manera. Pero la realidad es que supe en todo momento que fue su nombre lo que me desarmó.
–¿Por qué este libro? –susurró, logrando involuntariamente que se creara un ambiente de confesión entre nosotros.
Tal vez debería haberle contado que cuando viajo, me llevo una copia conmigo y si la olvido, acabo frente a un mostrador como éste intentando comprar la enésima copia del dichoso libro. Podría haberle explicado que la culpable de todo es la maldita demencia de nombre alemán, que excava nuevas trincheras en mi memoria cada día que pasa.
Sin embargo, antes de poder contestarle nada, matizó su pregunta. “La versión de Berger, me refiero. Porque, obviamente, de biografías autorizadas debe tener cajas llenas en su casa. Pero la de Berger es la única no autorizada y es…cómo decirlo…demoledora. Se nota que tiene cuentas pendientes personales. Sinceramente, si aún no la ha leído, no creo que le sea nada agradable. Lo siento mucho pero soy una gran seguidora…”
Lo cierto es que su pregunta me incomodó de forma inesperada. Pese a no ser culpa suya, mi humor cambió, así que le pedí que se cobrara y salí con el libro bajo el brazo.
Anduve hasta la esquina pensando en cuanto había cambiado mi mundo cuando ella murió. Atrapado en mis cavilaciones me alejé caminando sin rumbo por el bulevar, dudando si tal vez debería haber vuelto para dedicarle el libro.
(Este relato participa en #historiasdelibros en Zenda)