Esta historia contiene escenas desagradables. Si se considera un lector susceptible debería madurar, porque ya tenemos una edad. Avisado queda.
A veces, cuando voy al aseo en el trabajo, me acuerdo de Isidro.
Siempre he pensado que el estado en que se encuentran los aseos son un fiel reflejo de la realidad que se esconde en un lugar, sea éste un restaurante, un domicilio o un país. Seguro que es un análisis muy simplista, pero yo lo considero un spoiler de lo que me voy a encontrar en ese sitio o en esa gente.
Resulta que, cada cierto tiempo, en los aseos de mi trabajo me tropiezo con un asqueroso moco verde pegado a la puerta, paredes o soporte del papel higiénico. Cuando esto ocurre, de forma inevitable, todas mis reflexiones más profundas pasan a un segundo plano y en mi conciencia visualizo en modo pausa, el rostro sonriente y angelical de un niño mellado de unos siete años, de pelo rubio y rizado, y de ojos azul intenso algo descoloridos por el tamiz de la memoria: Isidro.
No recuerdo cuando coincidimos en clase por primera vez. Debió de ser unos tres años antes de aquel día. Y seguro que seguí viéndolo durante los siguientes años. Pero a efectos de mi memoria, se quedó atrapado para siempre en ese preciso instante.
Isidro era, excepcionalmente ese día, mi compañero de pupitre. Habíamos estado toda la mañana haciendo las tareas que la señorita nos había ordenado: probablemente pintar algún dibujo con las Plastidecor o tal vez completar la tabla de multiplicar del cuatro. Qué se yo. Lo que sí recuerdo con claridad era que en el momento en que me giraba hacia él, sea lo que fuera que iba a comentarle, mi voz se paralizó y la escena que presencié se quedó congelada en mi retina: de forma natural, con la maestría que se adquiere con la práctica diaria, se había metido el dedo medio hasta el hipotálamo y había excavado hasta extraer un enorme moco verde, de esos que tienen personalidad propia.
Puedo rememorar al detalle cómo permanecía ensimismado adorándolo, ajeno a mi presencia, distante del resto del planeta, con toda su voluntad secuestrada por la criptonita nasal. Durante un instante desvió el par de enormes ojos azules hacia mi mirada y esbozó una sonrisa medio inocente medio maligna, pero rotundamente de triunfo, tras la cual devolvió con rapidez la atención a su tótem.
Llegados a este momento ambos sabíamos que la escena solo tenía dos finales posibles. Isidro se recreó en la elección y, tras apurar el tiempo muerto, optó por no ingerirlo. Como alternativa y, con toda la pompa que merecía la ocasión, decidió untar con él la pared. El resultado fue una decoración que, contra todo pronóstico, perduró durante meses en aquella clase y para siempre en mis recuerdos.
A menudo me maravillo del funcionamiento de la memoria, de cómo podemos hacer instantáneas de los momentos más inesperados y de que esas escenas nos persigan el resto de nuestras vidas. Una vez leí que estos recuerdos que el cerebro graba a fuego, son considerados información de vital importancia para el futuro… ¿Seguro? ¿Un moco verde pegado a una pared? ¿En serio?
El caso es que Isidro se ganó por acciones como ésta, la fama de guarro “nivel pro”. Porque tal vez en otras cosas no, pero en estas lides, era un virtuoso.
Pasaron veintitantos años desde entonces y, una noche, nos reunimos gran parte de los ex compañeros de primaria. Nos pusimos al día de nuestras miserias y reímos escenas desvirtuadas por el paso del tiempo y la melancolía. Él no vino pero fue protagonista en más de un corrillo. Me contaron que tiempo atrás se había juntado con malas compañías y había terminado atracando bancos y habitando cárceles. Un destino compartido por alguno de los niños de ese curso, de mi mismo colegio, de mi propio barrio. En mi mente seguían siendo rostros de niño. Y aunque puede que alguno ya apuntara maneras, sinceramente, me resultaba difícil imaginarlos empuñando un arma y viviendo en la violencia. Y, de entre ellos, a quien menos podía creerme, era a Isidro. Porque por muchas historias que me contaran, y que sabía reales, cada vez que pensaba en él seguía viendo a un crío inofensivo decorando paredes de verde esperanza.
Desde entonces, nos hemos reunidos varias veces, aunque cada vez acudimos menos. Y siempre, durante unos instantes, les concedemos unos minutos de protagonismo no buscado. En toda reunión nunca falta alguien que cuente la escena de ellos saliendo del banco y perdiendo parte del botín por el camino. Siempre alguno de nosotros, con un brillito infantil en la mirada, evoca el momento en que Sebas vuelve a por el dinero robado y lo atrapan. Hablamos de ellos con respeto y, me atrevería a decir, que incluso con un punto de admiración. Porque en la época y lugar en que crecimos, la delincuencia no estaba tan alejada de nuestro día a día como me lo parece hoy. Pero quizá sea porque me esfuerzo en ser un ciego voluntario que trata de alejarse de la cloaca que subyace en cada rincón de nuestra sociedad.
Sea como fuere, estoy seguro de que en la próxima reunión volveremos a recordarlos y contaremos, mientras esbozamos una sonrisa de complicidad, las mismas historias de siempre. Aunque todos nos las sepamos de memoria. Aunque sigamos sin aceptar del todo que fueran protagonizadas por niños con quienes compartimos el pupitre. Niños, como Isidro, de nuestra misma edad.