Podría haber nacido con el don del conformismo, el de la falta de conciencia o el del melasudatodo, pero no. Mi don, que es una de mis maldiciones, es recordar fechas de cumpleaños. Es absurdo e inútil, de acuerdo, pero yo no lo he elegido. No importa la fecha que me digas, la recordaré. Si es la de alguien especial: 6 de febrero (Bob Marley), 2 de Enero, 6 de Abril, 22 de Junio… se me quedará marcada a fuego. Con el tiempo he aprendido a simular que algunas ya no las recuerdo, porque, de lo contrario, mi vida sería como el santoral de los cumples. Sin embargo, hoy es una de esas fechas que me alegra recordar: Julia habría cumplido 104 años. Ni uno menos. Por eso he elegido precisamente este día para invitaros a visitar uno de los rincones de mi casa; el menos fotogénico pero el más emotivo.
El patio de mis memorias
No es espectacular, ni tiene estética japonesa, no te deja asombrado y, desde luego, no te produce envidia al verlo. Cuando bajo de casa por la escalera de la terraza, tras el último escalón, lo que me encuentro es cemento. Las líneas pintadas en el suelo me incitan a jugarme un triple que el aro de baloncesto siempre desvía hacia la jardinera. Me tocará correr si no quiero que destroce algunas de las flores que, cuidadosamente, ha plantado mi madre. Junto a la jardinera, dominando todo el patio, reconozco el sauce, que creció ocupando el hueco donde el frondoso albaricoquero vivía. Al otro lado, casi al principio de la escalera, está el peral y, junto a él, el tronco cortado del cerezo, guardián y verdugo, a golpe de raíz, de la piscina, antigua y con grietas, que vivió muchos veranos felices cuando se llenaba de flotadores y de vida. Ahora sólo pierde agua y recuerdos. Tras la piscina crecían algunos preciosos pinos (se nota mi debilidad hacia estos árboles). Pero casi todos fueron abatidos por el tiempo o por Iberdrola. Si bajo unos escalones de tierra y rodeno, me encontraré un terreno en el que sólo unos romeros y un grupo de cuidadas malvas desafían el reinado de las malas hierbas, contra las que mi padre, envuelto en su faja lumbar, se pelea año tras año, para acabar siempre contando la misma historia: “Está así a pesar de la paliza que me pegué y a causa de la cual no pude andar mis quince kilómetros diarios durante más de tres días”. No debo olvidarme de la parte más importante, el paellero, donde mi madre hace unas paellas mejor que insuperables. Tanto, que incluso Eva, por una vez, no llega tarde a comer. Quizás mi descripción no os evoque el Jardín de las Delicias, ya que se trata de un sitio real y ha sido el escenario de algunos de los recuerdos más felices de mi vida y, cuando se trata de recuerdos, es inevitable que todo se tiña de melancolía y de luz. De esa luz diferente, mágica, en la que todo resplandece sin que ningún color sea llamativo. Que es intensa pero no ciega. Es potente aunque no calienta. La luz que hace que todos los recuerdos me hagan esbozar una sonrisa pese a la melancolía implícita en el acto de recordar. Si, bajo esa luz, saliera y caminara por el patio, me cruzaría, sin ninguna duda, con mi tío Paquito. Le contaría que le estoy guardando el sitio en Mestalla y que sí, que tenemos pendiente un partidito de fútbol, porque aún añoro el último que jugamos y eso fue hace más de treinta años. Macarena vendría enseguida, moviendo la cola y con una botella de plástico requetemordida, para que se la lanzara. Tal vez, de entrada, se haría un poco la ofendida, porque siempre me ha echado en cara que jugara poco con ella. Porque siempre jugué menos de lo mucho que se merecía. Pero no dudo que, como siempre, me acabaría perdonando en cuanto nos persiguiéramos alrededor de la piscina. Malvas y romero. Y, por supuesto, la Sra. Julia me diría que hace mucho que no le tomo la tensión (como te extraño cada vez que huelo a castañas asadas, puñetera). Me reñiría por todo lo que no he hecho como ella me habría aconsejado. Pero es que, yaya, durante una temporada estuve algo perdido. Y no soy el único. Si estás leyendo esto, mamá, deja de llorar y coge el pañuelo. O mejor, revienta a llorar y vuelve de una puta vez del planeta al que te fuiste, porque cada vez me cuesta más comunicarme con él; comunicarme contigo.
Después de este idílico patio, cualquiera tiene ganas de entrar y conocer mi casa. Ja.
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