Cómplice, el Sol me guiña un ojo. Le devuelvo una sonrisa. Quien sonríe, dice Forment, muestra una actitud vital, enseña a los demás su forma de entender el mundo. Cualquiera puede reír, pues no es más que una necesidad de liberar nuestros demonios. Es, hasta cierto punto, un acto egoísta de desinhibición. En ese sentido, mientras la risa es una forma de incomunicación, la sonrisa se acerca más al plano de la sensibilidad y la armonía con lo que nos rodea. Al sonreír a alguien, le estamos hablando de nosotros. Los budistas consideran una falta de madurez mostrar el enfado y la seriedad en el rostro. De un tiempo a esta parte, casi siempre visto una sonrisa, tanto en los buenos como en los malos días.
Hoy, es de los buenos. Bajo la mirada y acelero el ritmo. Siento la textura de la arena bajo los pies. La brisa refresca mi cara, que arde pese a la tibieza del sol de atardecer. Saboreo el mar en los labios. Jugueteo con las olas que me ofrece la marea. Las reto. Las esquivo. Las salto. Las atravieso, chapoteando como un cachorro que acaba de descubrir el mar. Correr tiene un momento mágico. Cuando lo alcanzas, ya no importa nada. Simplemente despegas y, por un instante, eres imparable. En ese momento, todo es perfecto equilibrio. El rompecabezas encaja.
Pasan los minutos y me envuelve la penumbra. El hechizo de la música rescata mi respiración de la monotonía. Me adentro en la noche. Y, entonces, surge la magia. La Luna acude a mi encuentro y me acompaña, reflejada en el agua, en la arena mojada, en la alfombra de espuma bajo mis pisadas. La veo junto a mí, guiando mi paso, pero siempre un latido por delante. Inalcanzable. Inevitable. La miro y me sonríe, cómplice.
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