La maldita palabra

 

El sonido de “mensaje nuevo” en el móvil me devuelve a la realidad. No recuerdo en qué planeta debía de tener la mente hasta hace un momento. El terrible frío de la habitación me impide concentrarme. Sin embargo, no puedo perder el tiempo en buscar algo con lo que abrigarme. Una sensación de urgencia inaplazable me empuja a terminar lo que estoy haciendo, sea lo que fuere. Vuelve a sonar una notificación en el móvil. No pienso mirarlo. Nada va a apartarme de acabar… de escribir estas palabras. Eso es, estoy escribiendo las frases más importantes de mi vida.

Decido silenciar el teléfono. Me froto las manos para desentumecer los dedos agarrotados por el gélido ambiente. Paso la manga del suéter por la pantalla del ordenador, que se está empañando por el vaho de mi respiración. Leo lo que he escrito hace un rato, aunque carece de significado para mí. Siento que tengo una palabra en la punta de la lengua. La palabra que le dará sentido a todas las frases. Pero se resiste a salir. En el momento en que creo tenerla, siento un chispazo desde el teclado que me alcanza al centro del alma. Jamás pensé que pudiera darte la corriente desde un ordenador. Con cautela retomo la redacción. Pero cuando voy a escribir la maldita palabra, ésta se ha vuelto a hundir en el abismo de mi memoria. En ese instante el móvil comienza a vibrar; lo cual es imposible porque estoy seguro de haberlo silenciado. Pero sigue vibrando, rítmicamente, mientras noto como se me acelera el corazón, que late con fuerza hasta dolerme. Me asusta mucho darme cuenta de que late, precisamente, al ritmo en que vibra el móvil.  Y, en ese instante, llaman a la puerta. “Amor, ¿puedes abrir tú?”, grito. Pero nadie responde. Porque no estás. Así que lo dejo todo y voy a abrir la puerta, por si eres tú, que te habías dejado las llaves en casa. Al descolgar el telefonillo solo oigo, entre interferencias, una frase entrecortada: “…Julios”. Me enfada que alguien se equivoque en un momento tan inoportuno. “Mire, se ha equivocado de casa, Julio vive en el tercero C”, le respondo intentando disimular la ira cuando, de forma súbita, siento una terrible quemadura en el pecho que hace que me apoye contra la puerta. En plena confusión, vuelvo frente al ordenador con la firme decisión de encontrar la palabra y terminar la frase, de una vez por todas. Me froto los ojos y releo lo que hay redactado. Y, por primera vez, soy realmente consciente de lo que he escrito. Es en ese momento cuando veo iluminarse la pantalla del móvil: mensaje entrante de mi abuela. El problema es que ella murió hace cuatro años. Lo abro; hay una sola palabra escrita: “bicicleta”. Esa es la palabra: Aguanto la respiración mientras la escribo y ahora todo cobra sentido.

“Mi vida. Me voy. Me llevo tu amor, tus abrazos, tus susurros. Me acompañan tus besos, tu calor, tu nombre. Lo siento tanto. No sabía cómo decirte que las prisas y la lluvia hicieron patinar mi bicicleta debajo de aquel coche.”

 

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