Entiendo que las generaciones actuales han sido seducidas por la cultura japonesa sobre todo a través del anime y los cosplay. No es mi caso. Yo llegué a Japón a través del Judo cuando de muy niño mi padre me apuntó. Desde este punto de partida empecé a descubrir ese mundo exótico y misterioso. Con lecturas como “Shogun” de James Clavell y a través del cine de Kurosawa, me fui empapando de la magia que impregna todas las leyendas del Japón medieval, muchos de cuyos valores subyacen todavía en la forma actual de entender la vida del País del Sol Naciente.
El Kodokan
Me sorprende que con toda esa fascinación que me despertaba la cultura nipona desde tan temprano, no sintiera antes la necesidad de viajar a este país. Lo cierto es que soy de los que creen que los países deben visitarse cuando se siente que ha llegado el momento y nunca antes. Y lo mismo pienso de libros y personas.
Un día de 2017 sentí la llamada y me fui a Japón.
Reconozco que para estas cosas soy bastante intenso; así que empecé a releer novelas antiguas sobre el Japón de los samurais, a descubrir su sociedad actual a través de nuevos libros e incluso a hacer un curso acelerado de japonés en youtube (muy interesante aunque ya adelanto que no me sirvió de mucho).
Empecé conociendo una parte del país guiado, para posteriormente quedarme solo en Tokyo sin horarios ni obligaciones; por completo a mi aire.
De pequeñito yo leía un libro de Judo de mi padre que describía las técnicas básicas e incluso mostraba algunas avanzadas que no se enseñaban en los tatamis de mi barrio. Este libro enseñaba el Judo al estilo del Kodokan, la escuela mítica fundada por Jigoro Kano; lo que viene a ser la Meca del Judo.
El Judo y cualquiera de las llamadas artes marciales no son ni agresividad ni violencia. Tampoco son deporte. Bien entendidas, son una forma de conocerse a uno mismo y de intentar encontrar el equilibrio interior. Al igual que con el yoga, se trata de un trabajo interior y no de un circo. Jigoro Kano, el maestro fundador, dijo que «el Judo más que un arte de ataque y defensa, es un estilo de vida». En la actualidad, y sobre todo en occidente, han derivado hacia el deporte de competición (porque nada es bueno si no hay competición y ganadores, porque si no somos campeones, los mejores de algo, perdemos nuestro valor social).
En cuanto empecé a preparar el viaje supe que el Kodokan sería una de mis visitas innegociables. Me metí en la web y vi que había una competición mensual que coincidía con uno de mis días de estancia en la ciudad más habitada del planeta.
Era sábado por la tarde, había llovido como casi todos los días y me pareció un día perfecto para acercarme a conocer un mito de mi adolescencia.
El Kodokan es un edificio antiguo y gris, sin relevancia arquitectónica y nada lo hace especial a excepción de que sus paredes rezuman historia. Para un no iniciado es un edificio sin gracia alguna. Para quien conoce la historia del lugar es terreno sagrado.
Esta reflexión me hizo pensar que el valor de las cosas lo otorga la mirada de quienes las miran. Quizás con las personas ocurra igual. Si eso es así, rodearnos de quien nos valora es una estrategia sabia…
La competición era en el séptimo piso. Subí por las escaleras, parando en cada piso y curioseando en todos los rincones donde pude entrar, que eran muchos. El edificio estaba desierto conforme se espera de una escuela en sábado. No podía dejar de pensar en las figuras míticas que habían caminado por esos mismos pasillos.
Había leído que existe la posibilidad de practicar una clase con ellos, pero mi Judo estaba ya demasiado oxidado y ni siquiera tenía un kimono que vestir. Con todo, no lo descarto para mi próxima visita. De todas formas, disfruté viendo la competición, que fue bastante informal pero con un nivel técnico impresionante. Por instantes me sentí como cuando vi mi primera competición regional, siendo niño; acompañado de mi padre. Creo que si pudiéramos ver a través de los ojos de nuestro niño interior, el mundo sería, cuando menos, más luminoso.
La escuela
Resulta que uno de mis guías, Edu, es un chico catalán que lleva veinte años viviendo en Japón. Está casado con una japonesa y es traductor de japonés; se puede decir que está plenamente integrado. En una de nuestras conversaciones me contó que practicaba Daito –ryu Aikijujutsu, una versión tradicional del Aikido, que tiene elementos comunes con el Kendo. Me dijo que practicaba dos veces por semana en una escuela tradicional de la zona de Shidobashi, cerca del Estadio donde hacen los combates de Sumo. Como yo había practicado Kendo años antes, no tardamos en conversar emocionados a cerca de katanas, técnicas, estilos y samuráis. Y por supuesto de la forma tan diferente de entender las artes marciales en occidente y en Japón.
Cuando Edu se enteró de que me iba a quedar varios días a mi aire en la ciudad, me dijo que le pediría a su profesor que me invitara a una de sus clases.
No solo fui honrado con presenciar una clase, sino que además pude fotografiarla. Años después sigo alucinando con el regalo que me concedieron Ebisu y los otros seis dioses de la suerte.
Tras varios días recorriendo la capital nipona a mi libre albedrío llegó el día que habíamos acordado. Era un martes, por fin no llovía y Edu me esperaba en la puerta del Dojo Nihonbashi.
Tras saludarnos y preguntarme por mis sensaciones en la gran ciudad, me invitó a pasar. Me descalcé y entré.
La escuela estaba en una casa de planta baja, elegante y sobria; construida principalmente en madera y rodeada por un amplio jardín al modo tradicional japonés. Todo era armonía y equilibrio. Nada más dar los primeros pasos percibí que había entrado en otro mundo, ajeno por completo al ajetreo de la gran ciudad que nos rodeaba. La tarima de madera con tatami de lona sobre ella, conformaba el suelo de las salas, separadas por puertas correderas, algunas con paneles de tela y otras más robustas de madera y cristal. En la sala principal llamaban la atención un gran espejo y una librería con estanterías habitadas por algunos libros; ambos se extendían de suelo a techo. En las paredes se desplegaban de forma vertical escritos con ideogramas negros en Kanji (el alfabeto antiguo y culto). Por supuesto no faltaba el juego de sables de diferentes tamaños (Tachi, Katana, Wakizachi y Tanto).
Edu me presentó a su profesor, Sihan Masayuki Kondo, que como el resto de la clase no hablaba nada de inglés. El maestro me dijo que podía moverme con libertad por la sala y fotografiar todo lo que quisiera.
Comenzó la clase con un protocolario saludo de todos hacia el lugar de culto a los maestros previos y un posterior saludo entre alumnos y profesor. Tras un mínimo calentamiento muscular realizaron una serie de proyecciones que iban ejecutando y recibiendo todos los alumnos. Había tanto mujeres como hombres y de diferentes edades; desde los sesenta hasta los diez. Durante más de una hora el maestro fue enseñando distintas técnicas que posteriormente los y las alumnas repetían, cambiando de pareja cada poco. Al principio eran técnicas sin armas y posteriormente empleando sables de madera (bokken). El ambiente era desenfadado. En ningún momento percibí ninguna actitud autoritaria. El maestro transmitía amabilidad y comprensión, bromeando con los niños y no siendo exigente en su tono ni en su lenguaje no verbal con los adultos. La disciplina que se respiraba en la clase era algo innato, tácito, que se daba por hecho por ambas partes, alumno y profesor, sin necesidad de explicitarla.
Respecto a mí, no logré pasar desapercibido al principio, aunque quiero pensar que con el desarrollo de la clase fui cada vez menos “intruso”. Al principio evitaba fotografiar al profesor de forma explícita y para ello buscaba los ángulos de la clase alejados de él. Esto lo hacía porque desconocía si las fotos directas al maestro podrían entenderse como falta de respeto. En realidad era una comida de cabeza en exclusiva mía. Cuando me percaté de que me buscaba y se cruzaba tímidamente en algunas escenas, deduje que el hombre, como todo hijo de vecino, quería salir en las fotos; así que a partir de entonces me dediqué a retratarlo de forma evidente y sin complejos. Y todo fluyó con normalidad.
Al final de la clase, antes de terminar con un saludo como el del principio, el maestro se arrodilló frente a los alumnos, que estaban también en esa posición y, según me explicó momentos después Edu, les felicitó por el trabajo bien hecho y el esfuerzo realizado. A continuación les preguntó qué sensaciones habían experimentado durante la clase. Uno por una, desde la más mayor hasta el más pequeño fueron comentando delante de toda la clase su opinión sobre la práctica que habían realizado. Cuando acabaron de hablar, el profesor se dirigió a mí y me hizo la misma pregunta. Les comenté que me había sentido muy honrado con la invitación, que agradecía al maestro y a los alumnos su cálido recibimiento y les expresé lo mucho que me había gustado verles practicar. Por supuesto, una vez llegué a Valencia, les envié las mejores fotos que había captado.
Aún estaba flotando en una nube cuando Edu me propuso cenar alguna cosa rápida en una izakaya, una taberna japonesa, que había a un par de calles. Cuando entramos quiso la casualidad que coincidiéramos con un amigo de Edu (en realidad un alumno suyo de japonés). Pablo, de Zaragoza, estaba allí con su novia japonesa y unas amigas de ella. Así que, sin esperarlo, acabamos cenando con un grupo de chicas japonesas. Y esa fue otra experiencia interesante.
La izakaya
La izakaya estaba bastante concurrida. En la mesa estaba Pablo estaba junto a su novia y otras cinco chicas japonesas (pido perdón por no recordar ni un solo nombre, pero si ya soy terrible para los nombres de aquí…ni te cuento con los japoneses). Edu estaba sentado a mi izquierda, dos chicas a mi derecha, luego Pablo, su novia, que era la única que hablaba inglés, y a continuación otras dos chicas más. Ellas ya habían cenado y se estaban tomando directamente unos cubatas; nada de tonterías. Parece ser que vivían en Yokohama (a una hora en metro de donde estábamos) y al día siguiente trabajaban todas. Me contaron que puesto que el metro se cerraba a las doce, si querían beber alcohol tenían que hacerlo nada más cenar y preferían no perder el tiempo yendo a otro sitio. Edu y yo pedimos varias cosas a la plancha: imagino que unas verduras, tal vez unas gyozas y sin duda unas gambas. De las verduras y las gyozas no estoy del todo seguro pero de las gambas sí. No se me olvidarán esas gambas; y no porque tuvieran un sabor memorable sino porque la chica de mi derecha se empeñó en pelar cada gamba e ir ofreciéndomelas una tras otra. Una parte de mi quería troncharse de risa y la otra meterse debajo de la mesa. Por supuesto que las acepté y me las comí.
La conversación en la mesa fue muy interesante.
La novia de Pablo me dijo que las japonesas se sentían más cómodas entre occidentales que entre japoneses ya que podían ser ellas mismas sin tener que seguir las estrictas normas que rigen las relaciones en su sociedad. De Japón hay cosas que amo y otras que detesto. No me gusta su sentido de que el individuo deba comportarse conforme la sociedad espera que lo haga (Tatemae) en lugar de gozar del suficiente grado de libertad como para expresar lo que realmente desea en cada momento (Honne). Puede parecer que esto también ocurre en occidente (lo cual es probablemente cierto) pero allí sucede en grado superlativo. También detesto el arraigado machismo.
Mi guía en Kyoto era una chica japonesa que había vivido en España. Se llamaba Mariko (nombre imposible de olvidar, ya que es el de la protagonista de la novela de Clavell). Le pregunté abiertamente qué era lo que más le había gustado de aquí:“ La libertad de ser tú misma”, me respondió sin dudar.
Pablo llevaba un año viviendo en Japón y no me llamó la atención en qué trabajaba pero sí que estaba frustrado con su japonés. Edu le incitaba a hablarlo pero él siempre hablaba en inglés con su novia y no lo hacía solo como deferencia hacia mí. Le pregunté a cerca de la causa de esa claudicación. Me dijo que estudiar japonés era en gran medida una pérdida de tiempo porque era imposible entender a un japonés: “No importa que hables su lengua a la perfección; aunque entiendas cada palabra, nunca sabrás exactamente qué quieren decirte”. Porque ellos consideran una falta de educación dar una negativa de forma directa, por lo que dan rodeos y esperan que tú leas entre líneas lo que quieren pero sin decirlo de forma explícita. Con frecuencia, el mensaje es exactamente el contrario del sentido literal de la frase que verbalizan.
Para mí fue imposible comunicarme, sin traducción, con el resto de chicas puesto que no hablaban ni una sola palabra de cualquier idioma que no fuera el suyo. Mi japonés de Youtube servía para pedir comida en restaurantes, dar los buenos días y las gracias, decir que me gustaba el helado de café y afirmar con seguridad que “no entiendo nada” (la frase que más empleé durante 3 semanas)
La cena acabó y volvimos a quedar, esta vez sin Edu y en un restaurante más de moda, para cenar al día siguiente, en la que sería mi última noche en Japón. Fue otra noche interesante, que me permitió confirmar muchas de las sensaciones de la primera cena.
Esta vez, no pedimos gambas.
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Alguna de las fotos de la clase de Aikijujutsu







