Once cosas

 

Cinco cosas que me ponen triste:

El olor a castañas asadas, porque le encantaban a mi abuela.

La canción “The suburbs” de Arcade Fire, porque la cantaba en el coche con una persona a la que hice daño.

El olor a menta de los collares de perro, porque cuando abracé por última vez su cuerpo peludo y esponjoso, llevaba uno recién puesto.

Coincidir  en mi ascensor con el enterrador de mi abuela.

Londres, porque fue nuestro último viaje.

 

Cinco cosas que me alegran:

El olor a castañas asadas, porque le encantaban a mi abuela.

Que Nacho me dé un abrazo de oso cuando nos vemos cada varios meses.

Despertarme y ver una foto de ella, con sus orejas caídas, en la mesita de noche.

La canción “Ready to start” de Arcade Fire, aunque en sus conciertos me emocione como un gilipollas, porque, ahora sí, estoy preparado para empezar.

Los festivales de Jazz al aire libre.

 

Una cosa que lo arregla todo:

La forma en que me miras.

 

 

 

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Belchite, el viejo

Creo en el destino. Pese a que admito que científicamente es absurdo, tengo la creencia de que el universo conspira para conducirnos hacia ciertas personas y, en ocasiones, ciertos lugares. Hoy, apenas unas horas después de que todo ocurriera, pienso que el destino, y no otra causa, es el responsable de que fracasaran todos mis planes alternativos  y, de forma inesperada, acabara en el coche de Tony camino del curso de fotografía nocturna en Belchite.

Tras tres horas de canciones «remember-de-los-90» por paisajes terrosos y desolados, salpicados de caserones y estaciones de tren abandonados, llegamos a nuestro destino final.

La primera sensación inquietante la había tenido en una de las muchas curvas del camino. Intuí que era más cerrada de lo esperado y pude avisarle a tiempo para que frenara. Lo sorprendente es que el coche que venía en sentido contrario invadió nuestro lado y fue por cuestión de centímetros que solo se quedara en un buen susto.

El segundo aviso lo advertí cuando íbamos a poner en práctica la teoría aprendida durante la tarde.  Nada más entrar en Belchite el viejo, pueblo que quedó devastado tras una encarnizada batalla casa por casa durante la Guerra Civil, saltaron todas las alarmas de mi subconsciente. Mientras todo el grupo rodeaba a la guía responsable escuchando sus recomendaciones y prohibiciones sobre qué no hacer en las maltrechas ruinas, mi mente trascendía la práctica de iluminación fotográfica prevista y empezaba a centrarse principalmente en el lugar tan especial por el que íbamos a deambular durante toda la noche. Una repentina sensación de deja-vu y el súbito escalofrío que me recorrió el espinazo, pese a no ser una noche tan fría como se esperaba, desviaron definitivamente mi atención de la interesante explicación que daba Mario, el profesor de fotografía.

En la primera parada, frente a la cruz, junto a la Torre del Reloj, me uní al grupo mientras se realizaba la fotografía, pero pronto empecé a agobiarme debido a lo numeroso que era. En fotografía nocturna se considera que tres es demasiada gente y a partir de cuatro, una multitud de la que huir. Éramos diecinueve. Además, hace tiempo que acepté que soy un insocial potencialmente sociable, esto es, que pese a que puedo parecer casi sociable en las distancias cortas, me comporto como un tímido convencido en los grupos grandes.

Es por este motivo que cuando vi a un alumno hacer un sigiloso mutis por el foro, le seguí. Me llevaba bastantes segundos de ventaja por lo que tardé unos cuarenta metros en alcanzarle. Cuando llegué a su altura ya había doblado la esquina, perdiendo el contacto visual con el grupo.  La luz fría y titilante de su frontal ocupaba todo el ancho de la polvorienta calle, proyectando sombras chinescas en las derruidas fachadas y violando el interior de las catastróficas moradas a través de lo que antaño fueron puertas y ventanas.

Mi silenciosa y falta de luz llegada le dio lo que podría definirse como un susto de muerte. Justifiqué mi torpe falta de sensibilidad escudándome en que mi visión nocturna es magnífica, por una parte, y en que, además, soy un convencido de que la luz nos vuelve ciegos; la mejor forma de ver en la oscuridad es apagar toda luz artificial y confiar en la naturaleza de tus ojos. Bueno, también admito que, en parte, la luz de su frontal me servió de guía.

Sea como fuera, acabé sumándome a su fuga fotográfica. Parece ser que había tardado una sola foto en darse cuenta de que tendría que elegir entre no perderse las explicaciones de Mario o hacer una fotografía decente en Belchite, lo cual solo era posible si se alejaba de la interferencia del resto. Si una ventaja tiene estar en un grupo superpoblado es que es más fácil desaparecer de forma inadvertida.

Se dirigía hacia la Iglesia de San Martín, uno de los escenarios icónicos. Carlota, nuestra guía-protectora-vigilante, la llamaba “la iglesia de Iker Jiménez” por la cantidad de historias paranormales que adornan la leyenda del lugar.

Para los profanos, la fotografía nocturna se podría resumir en cuatro líneas: La noche esconde la hermosura de algunos lugares, por lo que la pasión de un fotógrafo nocturno consiste en desenterrar esa belleza oculta bajo la oscuridad mediante la luz de linternas, flashes, Luna y estrellas y dejar constancia de ese rescate en una fotografía.

El chico se llamaba Pedro y por cómo se desenvolvía mientras encuadraba, ajustaba parámetros y era incapaz de poner en marcha el flash, me quedó claro que tenía más ganas y determinación que no experiencia en este tipo de fotografía. Me dispuse a ayudarle con el dichoso flash cuando me asaltó el tercer presentimiento malo de la noche: un sonido de campana lejana se escuchó hasta un total de tres tañidos, distantes y apagados, pero evidentes.

–¿Has oído eso, Pedro? Creo que tal vez no sea tan buena idea habernos alejado del grupo. Este sitio parece…hostil. –Dije verbalizando mi inquietud.

– No creo que sea un sitio hostil. Simplemente es tu sugestión por todo lo que se ha contado sobre este lugar. Por otra parte siempre que se está en medio de la noche y alejado de la rutina se tiene un cierto sentimiento de vulnerabilidad. De todas formas mi intención es solo hacer una foto digna y nos volvemos con el grupo. Ayúdame y acabaremos antes. –Me respondió con una seguridad en sus palabras que la vacilación en su voz no hacía totalmente creíble.

– Te ayudo y nos largamos rápido de aquí. No me gusta nada este sitio. –Concedí.

Comprobó la estabilidad del trípode. Revisó de nuevo los parámetros y me acercó un disparador conectado a su cámara. Me  dijo que simplemente le diera al botón una vez que él me avisara desde dentro de la Iglesia. De esa forma mientras la foto se realizara, a lo largo de dos minutos, él iría activando flashes y linternas para ir vistiendo de color la desvencijada estructura. Dicho lo cual desapareció en el oscuro interior.

A los pocos segundos percibí destellos aleatorios conforme realizaba las pruebas de iluminación. En cada fogonazo me parecía descubrir sombras extrañas, que a pesar de atribuirlas a mis miedos no me dejaban indiferente.

– ¡Avísame cuando quieras que apriete!– Le grité.

Puse toda mi atención en escuchar cualquier sonido proveniente del interior del edificio, que mostraba ahora una oscuridad impenetrable. El silencio se adueñó de todo.

Todos mis sentidos estaban a flor de piel. Estaba a punto de decirle que se saliera de allí cuando sentí una presencia detrás de mí. En el mismo momento en que me giraba para mirar, una voz femenina me habló en tono de reprimenda.

– ¿Qué haces aquí? Tú no deberías estar en este lugar. –Su piel era pálida, su gesto de enfado pero con un fondo de comprensión y, hasta diría, que ternura. Como si se compadeciera de mí. Creo que esa expresión de cierta pena fue lo que sofocó mi gran susto inicial. Cuando mi corazón dejó de galopar fui consciente de su juventud y de cómo la blancura de su rostro reflejaba la mínima luz de la luna creciente.

– En realidad estoy intentando ayudar al chico que está ahí dentro. –Le respondí.– ¿Quién eres tú y por qué estás aquí? –le pregunté con una mezcla de curiosidad y miedo.

– Soy de aquí. Una de las encargadas de que la gente como tu acompañante no sufra accidentes innecesarios –contestó con condescendencia– Pero lo importante –continuó– no es quién sea yo sino el riesgo real que corre él ahí dentro. Las lluvias del martes han deteriorado más si cabe este edificio. Podría venirse abajo en cualquier momento. ¡Debes sacarlo de ahí cuanto antes! ¡Ah! Y no dejes que nadie más entre…¡Date prisa!…ahí llegan todos los demás…

Inconscientemente giré un segundo la cabeza hacia el grupo que avanzaba por la calle en dirección hacia nosotros.

– Te prometo que lo voy a sacar inmediatamente, aunque tenga que entrar a por él. –le dije con determinación mientras me volvía para buscarla con la mirada.

Pero se había desvanecido.

Me sobresalté tanto que inconscientemente me eché atrás y tropecé con la cámara, que cayó al suelo con gran estrépito. El sonido amplificado por el eco de la iglesia hizo salir alarmado a Pedro. Apenas había abierto la boca para gritar horrorizado por el accidente de su preciada cámara cuando un ruido ensordecedor salió del interior envolviéndonos en una nube de polvo. Algo se había derrumbado dentro de la Iglesia.

Alarmados, los del grupo corrieron hacia nosotros.

–¿Qué ha pasado? –Preguntó Mario con gesto de profunda preocupación.

–Se ha derrumbado una de las paredes de la Iglesia y me habría pillado dentro si no llega a ser porque él … –dijo Pedro señalándome.

–¿Quién? –le preguntó Mario.

 

 

 

 

 

«Pueblo viejo de Belchite,

ya no te rondan zagales,

ya no se oirán las jotas que

cantaban nuestros padres»

 

 

 

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La versión de Berger

La expresión seria y ocupada no eclipsaba el esbozo de una sonrisa sincera, de esas que suelen acompañarse de un alma afable y sensible.

La muchacha se esforzó en no parecer afectada cuando le indiqué el nombre del libro que buscaba, aunque le delató cierto azoramiento cuando su mirada encontró la mía. Se refugió en el teclado del ordenador, escribiendo con más rapidez que acierto, a juzgar por las veces en que tuvo que recurrir a la tecla “borrar”.

Mientras sus ojos iban y venían entre la pantalla y mi rostro, yo me distraía intentando descifrar las emociones que debían estar invadiendo su mente en ese instante.

–La biografía no autorizada, la versión de Berger, ¿verdad? –me preguntó casi de forma retórica, como quien busca una segunda opinión médica sobre el cáncer que sabe que tiene.

Asentí.

No me pasaron desapercibidas las pequeñas señales de nerviosismo, la ligera rubefacción de sus mejillas, ni los gestos involuntarios de recolocarse el chaleco verde, al menos dos tallas demasiado grande y del que pendía una chapa con su nombre de pila. El mismo nombre de mi esposa.

Finalmente me comentó que debía de quedar un ejemplar en el almacén y, tras indicarme de manera formal y educada que esperara allí, salió en estampida de detrás del mostrador, me atrevería a decir que sintiendo alivio de escapar momentáneamente de mi presencia.

Volvió en apenas un par de minutos. Llevaba un libro en la mano como quien lleva uranio enriquecido. En su rostro se podía leer una expresión paradójica: por una parte, de cierta satisfacción por el trabajo realizado, por la otra, la de una sutil pena que me fue imposible descifrar en ese momento.

Lo depositó de forma solemne sobre la mesa mientras buscaba encontrarse de nuevo con mi mirada, que mantuvo. Esta vez percibí el alivio de quien, por fin, había tomado una decisión e iba a apostar fuerte. No me resultó difícil saber lo que venía a continuación.

–¿Puedo hacerle una pregunta? –verbalizó al fin.

Estuve a punto de dar una respuesta evasiva automatizada a lo largo de los años y entrenada en escenarios similares ante personas de toda índole. Pero ocurrió que las palabras no quisieron salir y me quedé pausado en un eterno segundo de silencio incómodo para ambos.

Traicionando a mi yo soberbio e inaccesible de los últimos cuarenta años accedí. Lo quise atribuir a que la edad me está ablandando. Intenté achacarlo a que estar fuera de mi ciudad me desorienta en cierta manera. Pero la realidad es que supe en todo momento que fue su nombre lo que me desarmó.

–¿Por qué este libro? –susurró, logrando involuntariamente que se creara un ambiente de confesión entre nosotros.

Tal vez debería haberle contado que cuando viajo, me llevo una copia conmigo y si la olvido, acabo frente a un mostrador como éste intentando comprar la enésima copia del dichoso libro.  Podría haberle explicado que la culpable de todo es la maldita demencia de nombre alemán, que excava nuevas trincheras en mi memoria cada día que pasa.

Sin embargo, antes de poder contestarle nada, matizó su pregunta. “La versión de Berger, me refiero. Porque, obviamente, de biografías autorizadas debe tener cajas llenas en su casa. Pero la de Berger es la única no autorizada y es…cómo decirlo…demoledora. Se nota que tiene cuentas pendientes personales. Sinceramente, si aún no la ha leído, no creo que le sea nada agradable. Lo siento mucho pero soy una gran seguidora…”

Lo cierto es que su pregunta me incomodó de forma inesperada. Pese a no ser culpa suya, mi humor cambió, así que le pedí que se cobrara y salí con el libro bajo el brazo.

Anduve hasta la esquina pensando en cuanto había cambiado mi mundo cuando ella murió. Atrapado en mis cavilaciones  me alejé caminando sin rumbo por el bulevar, dudando si tal vez debería haber vuelto para dedicarle el libro.

 

 

(Este relato participa en #historiasdelibros en Zenda)

 

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La maldita palabra

 

El sonido de “mensaje nuevo” en el móvil me devuelve a la realidad. No recuerdo en qué planeta debía de tener la mente hasta hace un momento. El terrible frío de la habitación me impide concentrarme. Sin embargo, no puedo perder el tiempo en buscar algo con lo que abrigarme. Una sensación de urgencia inaplazable me empuja a terminar lo que estoy haciendo, sea lo que fuere. Vuelve a sonar una notificación en el móvil. No pienso mirarlo. Nada va a apartarme de acabar… de escribir estas palabras. Eso es, estoy escribiendo las frases más importantes de mi vida.

Decido silenciar el teléfono. Me froto las manos para desentumecer los dedos agarrotados por el gélido ambiente. Paso la manga del suéter por la pantalla del ordenador, que se está empañando por el vaho de mi respiración. Leo lo que he escrito hace un rato, aunque carece de significado para mí. Siento que tengo una palabra en la punta de la lengua. La palabra que le dará sentido a todas las frases. Pero se resiste a salir. En el momento en que creo tenerla, siento un chispazo desde el teclado que me alcanza al centro del alma. Jamás pensé que pudiera darte la corriente desde un ordenador. Con cautela retomo la redacción. Pero cuando voy a escribir la maldita palabra, ésta se ha vuelto a hundir en el abismo de mi memoria. En ese instante el móvil comienza a vibrar; lo cual es imposible porque estoy seguro de haberlo silenciado. Pero sigue vibrando, rítmicamente, mientras noto como se me acelera el corazón, que late con fuerza hasta dolerme. Me asusta mucho darme cuenta de que late, precisamente, al ritmo en que vibra el móvil.  Y, en ese instante, llaman a la puerta. “Amor, ¿puedes abrir tú?”, grito. Pero nadie responde. Porque no estás. Así que lo dejo todo y voy a abrir la puerta, por si eres tú, que te habías dejado las llaves en casa. Al descolgar el telefonillo solo oigo, entre interferencias, una frase entrecortada: “…Julios”. Me enfada que alguien se equivoque en un momento tan inoportuno. “Mire, se ha equivocado de casa, Julio vive en el tercero C”, le respondo intentando disimular la ira cuando, de forma súbita, siento una terrible quemadura en el pecho que hace que me apoye contra la puerta. En plena confusión, vuelvo frente al ordenador con la firme decisión de encontrar la palabra y terminar la frase, de una vez por todas. Me froto los ojos y releo lo que hay redactado. Y, por primera vez, soy realmente consciente de lo que he escrito. Es en ese momento cuando veo iluminarse la pantalla del móvil: mensaje entrante de mi abuela. El problema es que ella murió hace cuatro años. Lo abro; hay una sola palabra escrita: “bicicleta”. Esa es la palabra: Aguanto la respiración mientras la escribo y ahora todo cobra sentido.

“Mi vida. Me voy. Me llevo tu amor, tus abrazos, tus susurros. Me acompañan tus besos, tu calor, tu nombre. Lo siento tanto. No sabía cómo decirte que las prisas y la lluvia hicieron patinar mi bicicleta debajo de aquel coche.”

 

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El abrazo de Antígona

“Antígona, estas palabras no te llegarán. Son para mí. Porque perdí la batalla de las dudas y me quedé. Recuerdo como tu mirada no se afecta cuando me descubre en el bosque de tus conocidos. Lamento mi decisión, pero ya es tarde. Todos te felicitan. Quedo yo. Formal, me agradeces haber asistido. Voy a tu encuentro para recibir dos besos educados…pero te cuelgas de mi alma y me fundes a tu pecho. Mientras tu abrazo contiene mis latidos sólo puedo reaccionar apretándome a ti, una casi desconocida a la que, ahora lo sé, hace tiempo que añoro. El aliento contenido. El tiempo detenido, eterno. Nunca un silencio ha significado tanto. Despierto en mitad del sueño. Me aferro. Que no acabe. Nunca. Pero termina. Con naturalidad me miras y sonríes. Pronuncio incoherencias que no ocultan mi estado. Me rescatas. Apenas oigo. Sólo puedo pensar que he besado tu cuello mientras me abrazabas. Evoco la tibieza de tu piel acariciada por mis labios. Hace tan solo un segundo y ya extraño tu calor. Y sigues sonriendo. Tu primer abrazo me ha quitado la vida. El de ahora me la devuelve. Y pienso que, cuando se entra en la senda del amor, ya no hay vuelta atrás. Va a ser todo tan difícil…”

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Música en el jardín del loto 

​Recién llegado a la ciudad, paseando la noche, una melodía de extraños acordes me seduce. La persigo y me dejo atrapar por su exótica magia en un parque público de Kunming. De repente me veo enmedio de una actuación casi improvisada de prácticamente tantos músicos, tal vez una veintena, como asistentes. Soy, aparentemente, el único no asiático, aunque me siento bien recibido. 

El sonido es envolvente, literalmente, ya que, en ocasiones, el anciano que tienes justo tras de tí saca un instrumento artesanal e inclasificable (para mi ignorancia) y se une a la dulce melodía. 

Todo fluye y es espontáneo, no venden entradas, no pasan el gorro, lo hacen por la música,  por el arte. Y eso se nota en cada expresión de cada rostro surcado de arrugas regadas por notas musicales. Se palpa en el ambiente la  satisfacción del talento natural.

En ese instante llega un policía e intenta reventar el espectáculo porque pasa de las diez de la noche. Un abuelete se le enfrenta y no necesito saber mandarín para entender a dónde lo manda. Y la música continúa, pese a la oposición de ese único representante de la autoridad.

 Para cuando muere la canción el hechizo ya se ha roto y se acaba el espectáculo. 

Es el momento en que los octogenarios músicos rodean intimidantes al ofendido oficial. Es el momento de que yo haga un mutis por el foro…

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Índigo

Galeano decía que recordar es volver a pasar por el corazón. Por eso, cuando a mitad de carrera noté la opresión en el pecho, pensé que tal vez eran los recuerdos los que me dolían y, como desconozco qué médico los cura, pues decidí probar suerte en el cardiólogo.
Mi electro, lleno de picos y de valles, parecía una etapa pirenaica del Tour de Francia. La doctora lo estudió con atención. Sacó una especie de regla y midió desniveles aquí y allá. Frunció el ceño. Me asusté. Puso cara de concentración y, sin aparta la vista del papel, me preguntó: “¿Eres buen deportista?”. Por un momento creí que se refería a si era elegante en la derrota. “Sí, estoy acostumbrado a perder y lo hago con cierta clase…”–dudé un momento–“…aunque no siempre”–confesé. Levantó la mirada y me miró sin verme. Le descubrí una expresión de cierto desconcierto. Rectifiqué rápidamente y no sin cierta incomodidad corregí: “Hago bastante deporte, pero estoy lejos de ser un atleta”. Devolvió la mirada hacia la mesa e,  inescrutable, siguió descifrando los mensajes de náufrago de mi corazón.
A continuación, empezó a radiar sus hallazgos conforme iban surgiendo, con lo que calmó en parte la ansiedad que se había apoderado de mi ser. Dijo algo a cerca de un pequeño bloqueo de rama. Porque, parece ser,  que el corazón tiene ramas que a veces se bloquean. Aunque  yo estoy convencido de que en realidad son sus raíces, que cuando no las riegas con sentimientos se acaban pudriendo.
También me reveló una leve bradicardia, esto es, que el corazón latía algo lento. “Estoy de acuerdo, doctora”–le ratifiqué–“resulta que últimamente me late menos de lo que quisiera”. En ese momento levantó la vista del papel y, por primera vez, me vio. Su mirada rompió el maleficio de los miedos que me ataban y me arrojó en caída libre hacia el índigo profundo y extraño desde el que me observaba. Buceé en él todo cuanto pude contener la respiración. Al emerger, me maravilló el enigma de descubrirme flotando en medio del océano, en el centro de un círculo azul marino rodeado de las aguas turquesas de Belice. Un sitio llamado el “Blue Hole”. Un lugar donde, tiempo atrás, ahora lo recuerdo, nos habíamos conocido. Solo fue un instante, pero, lo confieso, podría haberme ahogado en ese mar, en esa mirada.

 

Afortunadamente me rescató el frío beso de su fonen contra mi pecho desnudo.
La gente lo considera un acto rutinario, pero para mi resulta tremendamente íntimo, ya que no es frecuente que alguien escuche lo que dice tu corazón.
Propuso realizarme una ecografía, a la que por supuesto accedí. Y entonces sucedió algo inédito: por primera vez en mi vida, alguien vio, a ciencia cierta, que tenía corazón.
Mientras exploraba cada rincón, cada recoveco, iba compartiendo conmigo, en su extraño lenguaje, un montón de datos técnicos que carecían para mí de significado. Quiero creer que era su forma de decir: “Que sano y hermoso tu corazón”, «que grácil en su forma de trotar», o tal vez, “que tan bello resuena el eco en sus firmes y robustas paredes”. O quizás, en el fondo, simplemente me decía que ese corazón, el mío, podía volver a latir con alegría y sin miedo si conseguía dejar de repensar tanto y, sobre todo, recordaba menos.
Creo que fue la alegría de seguir vivo, de haber superado el fatalismo con el que parece que la hipocondría me castiga de forma esporádica. O tal vez fuera la sensación de que ciertos momentos deben intentarse cuando se presentan. Y que son muchos los que perdoné, no reconocí, desperdicié o, simplemente, no me atreví. Y no volvieron. Porque esos ya no volverán. O quizá se debió a tener la seguridad de que ella era alguien que valía la pena intentar conocer. Por eso, nada más salir de la consulta, frené en seco, clavé los talones y giré venciendo las leyes de la física. Ni siquiera sabiendo lo que hacía. O tal vez sabiéndolo mejor que nunca. Y volví. Volví a entrar  con paso decidido y rompiendo todas las normas. Y así, azorado pero convencido, me planté frente a ella y le dije:

 

– ¿Un café tal vez?– y me aferré a su sorpresa. Permanecí colgado de su mirada balanceándome sobre el abismo de la duda y el fracaso durante el eterno segundo que sus labios tardaron en esbozar una dulce sonrisa.
– O dos. Ya te he dicho que estás sano y puedes tomar todo el café que te apetezca –. Y me dio una palmadita en el hombro.

 

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Vale, vale… esto no es el «Blue Hole»…pero, ¿a que apetece irse a  Maldivas?

 

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Tatuaje

Clic.

Un chorro de sangre y cerebro decora la pared mientras un estruendo retumba en la sala.

 

 

(Dos segundos antes)

 

Noto como el frío cañón del revolver se apoya con violencia contra mi sien. A través del ojo que todavía puedo medio abrir veo su cara de desprecio. Esto es el fin.

 

 

(Dos horas antes)

 

Oigo una voz  distante, apagada. Una tremenda resaca aprisiona mi cerebro. Al principio tan solo distingo luces y sombras. Poco a poco todo va tomando forma y, finalmente, aprecio la silueta de dos hombres uniformados, uno alto, el otro más gordo.

– Parece que la Bella Durmiente ha vuelto con nosotros… –le escucho decir a una voz desagradable que asocio de inmediato con el tipo gordo.

– ¿Sabes por qué estás aquí, verdad, amiguito? – continúa diciendo mientras el otro permanece un paso atrás y en silencio.

 

Lo cierto es que no lo sé. La adrenalina de la situación hace que me centre rápidamente. Puedo recordar que hacía un rato un taxi me había dejado en casa. Ni siquiera me planteé abrir la maleta. Necesitaba sin demora una ducha bien caliente que me hiciera olvidar las horas de traslados, aeropuertos, controles de pasaporte, quítese el cinturón, abra la mochila, fuera los zapatos, saque la tablet, enséñeme el pasaporte de nuevo y, a continuación, las horas de vuelo, los trámites de aduanas y, por supuesto, la infinita incertidumbre de la cinta de recogida de maletas. Apenas había sumergido la cabeza bajo el ardiente chorro de agua cuando la luz se fue y, casi simultáneamente, un fuerte ruido resonó en toda la vivienda. Paralizado y expectante contuve la respiración y permanecí bajo la cascada de agua vaporosa, que, ajena a toda intriga, seguía precipitándose sobre mis hombros. Una de las situaciones donde te sientes más vulnerable es en una ducha en oscuridad total. En el preciso instante en que me decidí a cerrar el grifo, entraron. Los láseres rojos trazaban líneas bien definidas a través de la bruma vaporosa que inundaba el pequeño cuarto de baño. Esto parece una discoteca, pensé. Porque nunca deja de sorprenderme las estupideces que soy capaz de pensar en los momentos más inadecuados.

 

– Quiero un abogado. –digo con un hilillo de voz.

– Vaya, parece que Blancanieves sabe hablar –dice el gordo dándome una palmada intimidatoria en la parte posterior de la cabeza.

– Quiero un abogado. Tengo derecho a un abogado –insisto con más seguridad en el tono que convicción real.

– Tú tienes derecho a lo que me salga a mí de la polla –me grita el gordo con cara de cerdo en la oreja, rociándome de saliva el rostro y dejándome medio sordo.

– Yo que tú empezaba a colaborar. Porque aquí no te juegas la cárcel, te juegas la vida…– y en ese momento salen los dos de la habitación, en perfecta coreografía, apagando luces y cerrando la puerta.

Me quedo en oscuridad absoluta.

El suelo está frío. Sigo descalzo y desnudo. Apenas me circula la sangre por las manos porque las cuerdas que las atan a la espalda están demasiado apretadas. La fría silla metálica quema mi piel. Tan solo los jadeos de mi respiración rompen el silencio.

Pasa un rato, mucho. Y cuando vuelven a entrar yo ya he aceptado que esto no tiene pinta de acabar bien.

– ¿Cómo la conociste? – Es la tercera vez que me lo pregunta. Es la tercera vez que permanezco en silencio.

En el fondo, en todo momento he sabido que esto guardaba relación con ella.

El gordo se acerca hacia mi y escenifica de forma obscena la preparación de mi castigo. Lentamente se desabrocha los botones de la camisa y se recrea subiéndose las mangas. Primero una. Se detiene. Me mira. Sonríe. Luego la otra.

Coge una capucha negra y me introduce la cabeza. Oscuridad.

 

Las extrañas palabras de su carta cobran sentido, pienso.

 

El primer golpe tiñe de rojo mis dientes y me ensordece un oído.

 

Perdóname. Nunca debí invitarte a entrar en mi vida…

 

No saber de dónde vendrá el siguiente golpe, no poder intuir cuando me va a impactar, es peor que el dolor en sí mismo.

 

“…al menos no de la forma en que lo hice, sin ser sincera contigo desde el principio…”

 

Al tercer puñetazo empiezo a gemir y noto como se inundan los ojos y no puedo evitar que empiecen a desbordarse.

 

“Pensaba que sería más fácil. Creí que no me importaría lo que pudiera sucederte. Sé que no entiendes nada y es mejor así. Nunca me volverás a ver. Espero que me puedas perdonar.”

 

Mientras lágrimas y sangre descienden en una macabra carrera mis mejillas, repaso mentalmente con una paradójica calma mi última semana.

 

–         –           –             –           –

 

Además de mi orgullo, una de mis maldiciones es no aceptar consejos. Por eso hago caso omiso de la advertencia: “Amigo, no te metas solo por las callejuelas de la medina. Especialmente cuando caiga el sol.”

 

Recuerdo la frase como un mantra, palabra por palabra, cuando me doy cuenta de que estoy, efectivamente, perdido, en medio de la medina de Fez, el corazón antiguo de la ciudad, un laberinto de callejuelas y pasadizos, un entretejido de muros, andamios de madera, puertas que no llevan, aparentemente, a ningún sitio y de túneles que atraviesan edificios medio en ruinas. Lo cierto es que resulta imposible no perderse en ella. Claudico y pregunto a tres, cuatro personas. El quinto entiende lo que intento que sea francés. Me traza con el dedo una especie de ruta sobre el mapa, al cual me aferro como un náufrago a su salvavidas. Me convenzo de que saldré del embrollo y continúo. Hasta que percibo la mirada del tipo. La misma cara que vi hace un rato y que no dudo que me sigue. Un rostro que tiene realmente aspecto de malo de película. En realidad, cuando tienes miedo, todo el mundo tiene esa mala pinta. Pero la de éste, asusta.

La desorientación me arroja a las fauces del pánico y acabo a la deriva a través de un rompecabezas de caminos hostiles. El ruido del galope de mi corazón casi me impide oír el ruido caótico de mis pasos acelerados. El frío que sentía ha desaparecido. Ya no miro hacia delante, tan solo de reojo, confirmando que me sigue. Acelero. Llego a una bifurcación. En uno de los caminos aparece otro hombre. No creo que sea alguien a quien quiera conocer. Elijo el camino sin gente. Giro y vuelvo a girar. Nueva bifurcación. A la izquierda. Otra más, a la derecha. No veo a mis perseguidores pero oigo como resuenan pasos apresurados tras de mí. Corro, ahora ya sin disimulo. Y tropiezo con alguien. No sé si va con ellos, no creo, pero no me espero a averiguarlo. Salgo a la carrera en otro sentido. Ya sólo puedo seguir adelante.

Al girar la esquina veo como una nueva figura obstruye la calle. Por su actitud entiendo que es el que cierra la emboscada. No tengo escapatoria. Avanzo con cautela, intentando recuperar el aliento. Entonces reparo en el callejón que, perpendicular, nace desde la callejuela en la que estoy. Está a mitad de camino entre mi nuevo amigo y yo. Percibo como lee mis intenciones. Arrancamos simultáneamente una carrera desesperada, uno hacia el otro, con la callejuela en medio. Llego antes por apenas dos cuerpos y giro por la calle sin saber a dónde me llevará. La tensión del momento me hace tardar un instante en darme cuenta de que no tiene salida, de que conduce a una puerta en la que hay un tipo con pinta de matón. Estoy acabado. O no. Porque es un hotel. Giro la cabeza y compruebo que mi perseguidor se ha detenido. Aminoro y, con la mayor dignidad que puedo, y recuperando el aliento de la manera más rápida que soy capaz, actúo como si en todo momento  mi intención hubiera sido dirigirme hacia este hotel.

Ahora que lo vuelvo a mirar me doy cuenta de que no es, precisamente, un hostal. Se trata de un Ryad, un palacio reconvertido a hotel de máximo lujo. Levanto la barbilla y disimulo la desesperación, que no le pasa desapercibida al portero, que me detiene. No se traga que vengo a cenar. Dice que está completo y me pregunta si tengo una reserva hecha. No se me ocurre nada brillante ni ingenioso al tiempo que se dibuja en mi rostro la cara de sospechoso que ponemos los que no sabemos mentir. En medio de mi argumentación puedo entrever una sala, a la derecha, llena de gente de pie, tomando algo y con cuadros al fondo. Pruebo suerte: además de cenar pensaba ver la exposición de pintura, le digo. Pero tampoco cuela: ni estoy invitado y ni soy bien recibido, dice con cierta altanería borrando la sonrisita de suficiencia, esa que ponen los pobres de espíritu al sentirse poderosos, en favor de un gesto abiertamente hostil. Siento como mis esperanzas se desvanecen en la prepotencia de esa cara.

 

Entonces, aparece ella y me salva la vida.

 

 

–         –           –             –           –

 

– Vamos, empieza a contarnos todo a cerca de la guarra esa…–el gordo me quita la capucha y se me queda mirando con cara lasciva. Acabo de decidir que este tipo se llama cara de cerdo. A continuación, saca la lengua y la mueve de forma burda y obscena, confirmando su nuevo apodo.

 

Permanezco callado y con la mirada clavada en el suelo.

Entonces interviene el otro, el alto.

–Sabemos que ella contactó contigo. Es absurdo que sufras más de lo necesario. Sabes que más pronto que tarde, lo contarás todo.–El autocontrol de su voz me produce un escalofrío que me recorre la columna.

 

De nuevo, me refugio en el silencio.

 

El gordo me obsequia con un bofetón. Y otro. Y empieza a caerme una lluvia de golpes en la cara, con la mano abierta, esta vez sin la intención de conmocionarme sino la de quebrar mi resistencia.

 

 

Y huyo al recuerdo de la primera vez que rocé su piel.

 

–         –           –             –           –

 

 

Ella, todo ojos, tiende su mano hacia la mía y me arrastra adentro, con firmeza y autoridad, a lo que mi amigo el portero reacciona cuadrándose y enmascarando su derrota tras una sonrisa de servilismo forzado.

El contacto con su mano me transmite calor y seguridad. Soy un barco a la deriva que está siendo remolcado a puerto. Me conduce a una sala y cuando vamos a entrar se detiene un momento. Se vuelve hasta encontrar mi mirada, hasta acariciarla con sus dulces ojos almendrados. Y por un instante olvido todo. Siento como toda tensión me abandona de golpe y me flojean las piernas. Me sostiene del codo con ambas manos. Busco de nuevo el contacto con su mirada. Ella es real. Lo único real en ese instante.

Me doy cuenta de que aún no he abierto la boca y ella no ha parado de hablar, aunque su voz suena como un lejano encantamiento que me transmite calma y sosiego. Me recupero e intento darle las gracias, pero me pone su dedo índice cerrando con suavidad mis labios. “Más tarde hablaremos. Ahora tengo trabajo que hacer, debo atender a toda esta gente. Tómate algo y disfruta de la exposición.”. Se aleja dos pasos y gira sutilmente el cuello, apenas lo suficiente para dedicarme una delicada sonrisa de complicidad, que le devuelvo sin pensarla. Se aleja y me recrimino que ni siquiera le he preguntado su nombre. La sigo con la mirada y veo como se para a hablar con lo que parecen hombres de negocios, gente de dinero, sin duda. Furtivamente me dedico a estudiarla. Es alta aunque para nada voluptuosa. Su rostro moreno ofrece un perfil suave y sereno, de nariz griega y labios carnosos y sensuales. Su presencia no es llamativa pero la intensidad de su mirada subyuga a sus interlocutores. Se gira fugazmente y me sorprende mirándola y siento, por un instante, que me voy a ruborizar como un adolescente.

 

Una copa de vino blanco y veinte cuadros después vuelvo a oír su cálida voz tras de mí. Yo estoy, en ese momento, realmente concentrado en el cuadro. ¿Qué te parece?, me pregunta. Y tengo un momento de duda. Y porque soy así, incapaz de fingir, le confieso que no lo entiendo, que no sé de pintura. Aunque sí que me gusta la fuerza que transmite y la luz, porque me recuerda, salvando mucho las distancias, a Sorolla. Y evoco los sutiles trazos, las pinceladas de blancos, ocres y amarillos que derraman luz sobre cada figura en la playa de la Malvarrosa. Porque siempre me he sentido fascinado por la luz que tienen sus cuadros.

 

– Agradezco tu sinceridad – me responde con elegancia y saber estar.– Este cuadro no lo he pintado yo. Soy pasante de arte, simplemente los vendo.–Continúa– A mí me gusta mucho. Precisamente por la fuerza de la que hablas y por lo que comentas de la luz. Siempre me ha fascinado la luz que tienen los cuadros de Sorolla.– reproduce en voz alta mis pensamientos…

– Sorolla es uno de los primeros…–continúa.

– …Fotógrafos– le interrumpo terminando su frase.

– ¿Perdona?– se queda extrañada

– Ibas a decir eso, ¿no?

– Pues no.– me dice sin violencia esbozando una sonrisa mientras mi cara se enciende – Iba a decir –prosigue– que es uno de los primeros pintores mediterráneos que me interesó. Creo que el mediterráneo tiene algo que hace que te sientas en casa, aunque cambies de país. Y ese algo, posiblemente, sea la luz.

– Pero me interesa lo que habías dicho. ¿A qué te referías exactamente?– continúa, disimulando mi azoramiento.

Cojo aire. Resisto su mirada, o casi, y evoco el artículo que leí en la revista del avión. Carraspeo suavemente y le respondo con la voz más solemne que puedo sacar.

– Muchas de las obras de Sorolla son como una foto –le digo– pero no una foto cualquiera, sino una foto rápida, intuitiva, sin casi pensar.  Mira cualquiera de sus cuadros y podrás encontrar sombreros y paraguas que se salen del encuadre. Brazos cortados por el codo o incluso líneas de horizonte torcidas. Y, claro, esto no es casual. Consigue dar un aire de espontaneidad, de instante robado…

 

–         –           –             –           –

 

La voz sobria de mi torturador me devuelve a la triste realidad. En tono conciliador sigue con su sermón.

 

– No nos interesas tú. Solo ella. Y, sinceramente, no veo ningún motivo para que no nos cuentes lo que hablaste con ella, las cosas que te dijo y algún detallito más. Nos lo cuentas y te vas. Así de fácil.– Su voz es totalmente razonable. Además una parte de mi quiere creerlo aunque sé que es todo mentira y que de aquí no voy a salir vivo. Porque estos dos  son de todo menos polis.

 

–         –           –             –           –

 

Recuerdo esa cena. Desde luego.

 

Recuerdo sus ojos grandes y curiosos mirándome sin disimulo, como una niña. Aunque sin hacerme sentir intimidado, al contrario, transmitiéndome paz. Es alguien en quien se puede confiar, me dice mi instinto.

– ¿Qué haces aquí? Porque no tienes pinta de turista­…– Me pregunta un instante después de beber un sorbo de vino.

Versión larga o resumida, me consulto. Resumida, desde luego.

–  Soy un ingeniero agrónomo parado y he presentado un proyecto para reforestar mediante árboles frutales una zona semiárida del medio Atlas. Y llevo varios días esperando la respuesta.– Observo la reacción y me sorprende su interés franco.

– Tu trabajo es muy interesante.– Me dice. Y casi la creo.

– Excitante.– ironizo.

– No, en serio. Es un trabajo de gran importancia.– Y no percibo falsedad en su tono.

– En realidad, lo es. A mí me lo parece. Pero, por así decirlo, no goza de reconocimiento social. ¿Sabes que mi campo es, precisamente, el que lo cambió todo?– Porque me he venido arriba. Y resulta que realmente amo mi trabajo, me fascina. Pero nunca puedo hablar con alguien que comprenda su importancia.

– ¿En qué sentido?¿Qué cambió?

– Mi especialidad son las semillas de plantas cultivables con uso en alimentación. De todas las cosas increíbles que ha hecho el ser humano, el verdadero salto, es más, el único salto verdadero, fue la revolución neolítica. Ríete de una nimiedad como ir al espacio, de los móviles de pantalla táctil o de cualquier sinfonía de Mozart. El cambio es mucho más profundo de lo que en principio parece. La maravilla radica en el cambio de la percepción del mundo. Hasta entonces nos adaptábamos a las circunstancias del medio existente. A partir de entonces empezamos a adaptar el medio a nuestras circunstancias. Esa decisión fue valiente y brillante. Fue genial para la humanidad. Y al mismo tiempo resultó terrible para el planeta.

– Estoy totalmente de acuerdo, créeme cuando te digo que valoro tu trabajo en la justa medida, más de lo que crees.–Y hace una pausa para avisar al camarero que traiga más vino. Pausa que aprovecho para cambiar de tema, por muy excitante que sea mi trabajo.

– ¿De dónde eres? Porque tu acento, o mejor la falta del mismo…

– Un poco de todas partes y de ninguna, en realidad. Me muevo tanto que he perdido las raíces. Pero podría decirte que me considero, de alguna forma, principalmente berebere.

No percibo incomodidad en su respuesta aunque me resulta evidente que huye del tema sin querer recurrir a faltar a la verdad, por lo que aprovecho la llegada de deliciosos platos locales para cambiar la conversación y dejar que la velada fluya en otra dirección. Y nos sorprendemos en la pasión por la literatura y el teatro, y nos descubrimos en la afinidad por el cine y la música. Y así es como transcurre la velada más deliciosa de mi existencia.

 

Es hacia el final de la cena, en el momento en que sacan el té de menta de rigor,  cuando la realidad y mi pragmatismo me incomodan: hay que pedir la cuenta. Pero no tengo suficiente dinero para pagar una cena en un sitio así. Así que sopeso mis opciones, que son dos: fingir un desmayo o lanzarme de cabeza desde el acantilado y pedir la cuenta como si tuviera intención de pagarla. Escojo lo segundo.

 

– Me vas a dejar que hoy pague yo – me dice. Como si fuera a haber un mañana, pienso.

Creo que consigo ser convincente insistiendo justo lo imprescindible que la etiqueta me exige.

 

– Y te voy a pedir, que aceptes dormir en mi habitación esta noche. – Dispara. Así. Como si nada. Casi se me va el té por el otro lado. Casi me sale por la nariz. Casi monto el numerito del aspersor en su cara.

– No te ofendas pero no es seguro para ti volver a salir, de noche, por esta medina. Es realmente peligroso.

Lo cierto es que hasta ahora no habíamos hablado de las circunstancias tan peculiares que me han conducido a mi aquí y ahora. Y por otra parte, a mí no me hace nada de gracia salir a jugármela en esos callejones. Así que le respondo:

– No. Muchas gracias, pero no. – Su cara esboza una sonrisa. La mía no.

–¿Por qué no?–dice con naturalidad y sonrisa franca.

– Perdóname pero no puedo permitirme pagar un hotel, un palacio, así. Y me sentiría muy incómodo no pagando mi parte.–Y en parte ese es el motivo. Pero la realidad es que los imbéciles no desaprovechamos ninguna ocasión para demostrar que lo somos.

– Comprendo tu situación pero las gentes del desierto anteponemos la hospitalidad a cualquier otra cosa. Todos nuestros huéspedes pueden disfrutar de todo cuanto tenemos, durante el tiempo que  lo necesiten. Y estarías ofendiéndome si rechazaras mis costumbres ancestrales. De todas formas, por el precio no te preocupes, paga mi jefe. Además, la habitación ya está pagada, te quedes o no, y es muy grande y me sobra espacio por todas  partes. Te ruego que aceptes dormir en mi habitación esta noche.– Y no es lo que me dice, sino la naturalidad con que lo hace y la mirada con la que me desarma.

Acepto, por supuesto. Porque puedo ser un imbécil pero nunca un maleducado. De esa forma es como termino subiendo a su habitación. De esa manera es como acabamos no durmiendo juntos toda la noche.

 

–         –           –             –           –

 

 

– ¿De qué hablasteis en la cena que os conocisteis? – me pregunta con gran autocontrol el alto. El serio. El que de verdad me asusta. Porque el pervertido es un animal y se le ve venir. Pero éste calla mucho y piensa demasiado.

– De nada interesante, principalmente de fútbol. Fue una noche realmente aburrida.– Porque recordarla me ha dado un soplo de valor. O de insensatez. O tal vez porque estoy aterrorizado de lo que va a pasar, del dolor que me espera y de la decepción que sentiré cuando acabe hablando. Porque hasta yo sé que, al final, siempre se acaba hablando.

– Se me está acabando la paciencia – me dice endureciendo el tono.

– ¿Me estás torturando para sacarme información sobre una cena que tuve con una chica? ¿Acaso te has creído que eres  mi madre?– pero el temblor de mi voz delata el pavor tras la poco convincente bravuconada.

 

Cierra los ojos y aparta la mirada de mí. El cerdo entiende “luz verde” y, esta vez sí, se desata la tormenta.

 

El primer puñetazo, en el temporal, hace que se apaguen las luces. Las patadas y el resto de golpes no me dolerán hasta que me despierte después.

 

–         –           –             –           –

 

Perdido en la oscuridad de la semiinconsciencia puedo sentir el calor de su espalda desnuda contra mi pecho. Percibo el sutil aroma de su cabello, revuelto, desparramándose sobre mi rostro. Me recreo en el sabor salado de su piel cuando la recorro con suaves besos desde la espalda hasta la nuca. Desde la nuca hasta los hombros. Entonces ella da un respingo y se arrima más, como por casualidad, como si no supiera que nos encenderá de nuevo. Nuestras piernas se entrelazan formando un nudo irresoluble. Rescato de la memoria un encantamiento y se lo susurro dulcemente al oído. Y sucede que es como echar gasolina a la hoguera. Así es como ardemos celebrando la llegada del amanecer, abandonándonos por enésima vez a la marea de la pasión.

 

–         –           –             –           –

 

 

Me despierta el dolor en la boca, en la cara, en el cuerpo entero. Noto el sabor a sangre. La nariz rota y chorreante me impide respirar con normalidad. Cada bocanada es un suplicio de dolores punzantes en el pecho.

 

– Háblanos de su cuerpo…– me pregunta el alto.

–Alta, delgada. No gran cosa. – respondo y ni yo me creo. Soy una ruina babeante preparándome para el castigo. Que esta vez no llega.

–Sus tatuajes. Me interesa que me hables de sus tatuajes. –continúa sin caer en mi provocación.

–¿Tiene tatuajes? no lo sabía.– farfullo. Ya ni cojo aire. Ya no aprieto los dientes. Ya no resisto.

 

–         –           –             –           –

 

Es el tercer día que estamos juntos. Ayer rechazaron mi proyecto de trabajo. Casi no me importa.

Está tumbada junto a mí. Con los ojos abiertos de par en par. Asomarme a ellos es nadar desnudo en el mediterráneo. Me he quedado medio dormido un instante. No sé cuanto tiempo lleva contemplándome, en silencio. Entreabro los ojos y los vuelvo a cerrar. Los abro del todo y sostengo su mirada. Nos lo decimos todo. Sin ninguna palabra. Dirijo mi dedo hasta tocar la punta de su nariz. Y dejo que la yema se deslice hasta su boca, para recrearse recorriendo el contorno de sus labios. Unos minutos después desciende por el cuello, donde se hace de rogar un momento, justo lo necesario, antes de dirigirse hacia su seno. Ella sonríe juguetona, con complicidad. Sus pupilas se dilatan y contraen durante una milésima, justo cuando roza el pezón. Y allí se detiene un instante, dos eternidades, mientras ella cierra los ojos y se humedece los labios. Y sigue deslizándose. Hacia abajo, hacia la cadera. Y cuando está a punto de seguir. Se detiene. Sobre un tatuaje. Uno de los varios que tiene. Pero éste es distinto.

 

– ¿Qué significado tienen estos números? –le pregunto rompiendo el hechizo del momento.

– Es una fecha…– detecto cierta turbación en su voz.

– Ah. Vaya…- miro con atención la línea de números de arriba- En ese caso…es dentro de un mes, ¿qué significado tiene? –le pregunto con curiosidad.

– Es mi fecha de caducidad. – y se ríe de forma sonora– Por cierto, tú no tienes tatuajes …– dice desviando hacia mi la conversación, evitando hablar de las cifras de la línea de abajo de su tatuaje.

– Sí tengo, pero no están a la vista. – y la desafío con una medio sonrisa.

– No tienes. Los habría visto. – Me dice al punto que levanta la sábana y contempla mi desnudez.

– Sí que tengo. Son nombres. Y están tatuados aquí –cojo con suavidad su mano y la pongo sobre mi pecho– los llevo tatuados en el corazón.

Esta vez me mira de forma diferente. Como si me acabara de descubrir. En ese momento se monta sobre mí sin dejar de clavarme la mirada, sin pronunciar palabra. Y esta vez es diferente. Es diferente de todas.

 

El sol del mediodía me despierta.

Estoy solo en la cama.

Encima de su almohada hay una carta.

 

 

–         –           –             –           –

 

 

Veo al gordo mirarme sin disimular la sonrisa de pervertido.

 

Al ver esa mirada comprendo que no puedo permitir que ella caiga en manos de este degenerado. Marley decía que no sabes lo fuerte que eres hasta que necesitas serlo. Bueno, pues yo necesito serlo lo bastante como para no permitirme hablar. Y tan solo se me ocurre una forma: a través de mi “amigo” cara de cerdo. Así que decido darle lo que él quiere oír, suciedad.

Me invento una película, con un montón de detalles lascivos, y lo llevo hasta la excitación. Veo la lujuria en su mirada de pez muerto. Percibo el sudor de sus mejillas pletóricas. Observo el latir evidente de sus sienes. Intuyo el caballo de la lujuria cabalgando desbocado por sus venas. Entonces, me lo juego todo a una carta:

– Pero nada supera – le digo mirándolo fijamente con una sonrisa de oreja a oreja– a lo que me hacía tu madre…ella sí que sabía como satisfacer a un hombre…y a un perro.– y le clavo la mirada, desafiante, forzando la sonrisa.

 

Al ver la ira de su mirada sé que va a funcionar. Está fuera de control y su cara roja y henchida de odio está a punto de estallar. Veo como saca el arma con rabia. Oigo gritar al alto ordenando que se detenga. Pero es tarde. Nada va a detenerlo.

 

Noto como el frío cañón del revolver se apoya con violencia contra mi sien. A través del ojo que todavía puedo medio abrir veo su cara de desprecio. Esto es el fin.

 

(Dos  segundos  después)

 

Clic.

Un chorro de sangre y cerebro decora la pared mientras un estruendo retumba en la sala.

 

La explosión me ensordece. Solo al notar un cálido chorro de sangre y sesos cubriendo mi rostro me doy cuenta de lo que ha pasado. Abro los ojos y veo al alto sosteniendo una pistola, que apunta al cuerpo que yace a mis pies. Nos miramos y no entiendo nada. Me sonríe y me hace con el índice el gesto de que permanezca en silencio.

 

Se arrodilla, apoya la espalda contra la pared y apunta con firmeza hacia la puerta, con concentración máxima, ignorando mi existencia.

Se oye un tiroteo distante en el exterior. Puedo escuchar la urgencia de pasos que van y vienen a la carrera por fuera de la sala. Oigo el ruido de disparos cada vez más cercano. Un instante de silencio total precede al estruendo de la puerta al venirse abajo. No veo a nadie. Durante un instante un silencio violento se adueña de todo. De repente resuena una pregunta en voz alta, en un idioma que no entiendo. El alto contesta en el mismo idioma. Percibo como la tensión abandona el cuerpo del alto. Entran tres soldados, pertrechados de arriba abajo. Uno de ellos se levanta la visera. Aunque no necesito que lo haga. Sé que es ella.

 

 

– Tenemos que hablar…cuando salgamos de aquí– me dice. Y por el tono de voz no parece la misma. Aunque sí por la forma en que me mira.

 

Sostengo su mirada y no sé qué pensar.

Pero me alegro de verla.

 

 

 

 

 

Medina Fez01

La Medina de Fez. Marruecos.

 

Medina Fez002

 

Una de las calles de la Medina de Fez

 

 

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El prisionero

Sí, tropecé con la luz de tu mirada y me caí en el abismo de tu alma. La sorpresa de reconocerte en unos ojos inesperados me hizo contener la respiración durante un instante. Cerré los ojos y me recreé en la visión. Abrí la mente y me vi rodeado por las nieves, en medio del silencio de la noche, bañado en la hermosa lluvia de luz de tu mirada. Tu voz de normalidad me rescató y simulé una conversación. Casi hasta nos creo. Si no me hubieras vuelto a mirar. Si no me hubieras deslumbrado como al perro vagabundo que cruza la carretera en la noche. Porque fue en ese momento cuando me di cuenta de lo extraño que resultaba hablarte sin decir nada y decirte todo sin hablar. Tal vez debido a que soy un prisionero de guerra de la realidad. Y a que solo en la trinchera de tu mirada puedo susurrar en nuestro idioma: “Qué hermosa es la luz de tu mirar. Qué color tan dulce, qué calor tan suave. Seguro que a través de ella el mundo solo puede verse bello.”

Te alejas y te veo marchar, esperanzando volverte a ver, flotando a la deriva en el tenebroso mar de la noche, abandonado a la tormenta de la desesperación, tan solo aferrado al salvavidas de mis ilusiones y esperando a que el fuego de tu alma y la dulce voz de tu mirada me lleven a casa.

 

 

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«…la lluvia de luz de tu mirada»

 

 

 

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Libro en blanco

Se lo contaba a María el otro día en el autobús. Cada año que empieza es un libro con 365 páginas en blanco (éste, 366).

Puedes cerrar el libro y guardarlo en un cajón o bien coger el lápiz y empezar a escribir y dibujar todo cuanto se te ocurra.

 

Personalmente:

  • Espero escribir unas cuantas historias.

 

  • Me gustaría pegar alguna foto con amigos, de las que salen desenfocadas y movidas porque las haces en pleno ataque de risa.

 

  • Desearía que cuando haga algún tachote no se me olvide que sólo se equivocan los que lo intentan.

 

  • Me encantaría encontrarme una letra que no fuera la mía, que me sorprenda y me llene de ilusiones y alegría.

 

  • Y que en la última hoja no eche a nadie de menos.

 

Libro en blanco

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