Clic.
Un chorro de sangre y cerebro decora la pared mientras un estruendo retumba en la sala.
(Dos segundos antes)
Noto como el frío cañón del revolver se apoya con violencia contra mi sien. A través del ojo que todavía puedo medio abrir veo su cara de desprecio. Esto es el fin.
(Dos horas antes)
Oigo una voz distante, apagada. Una tremenda resaca aprisiona mi cerebro. Al principio tan solo distingo luces y sombras. Poco a poco todo va tomando forma y, finalmente, aprecio la silueta de dos hombres uniformados, uno alto, el otro más gordo.
– Parece que la Bella Durmiente ha vuelto con nosotros… –le escucho decir a una voz desagradable que asocio de inmediato con el tipo gordo.
– ¿Sabes por qué estás aquí, verdad, amiguito? – continúa diciendo mientras el otro permanece un paso atrás y en silencio.
Lo cierto es que no lo sé. La adrenalina de la situación hace que me centre rápidamente. Puedo recordar que hacía un rato un taxi me había dejado en casa. Ni siquiera me planteé abrir la maleta. Necesitaba sin demora una ducha bien caliente que me hiciera olvidar las horas de traslados, aeropuertos, controles de pasaporte, quítese el cinturón, abra la mochila, fuera los zapatos, saque la tablet, enséñeme el pasaporte de nuevo y, a continuación, las horas de vuelo, los trámites de aduanas y, por supuesto, la infinita incertidumbre de la cinta de recogida de maletas. Apenas había sumergido la cabeza bajo el ardiente chorro de agua cuando la luz se fue y, casi simultáneamente, un fuerte ruido resonó en toda la vivienda. Paralizado y expectante contuve la respiración y permanecí bajo la cascada de agua vaporosa, que, ajena a toda intriga, seguía precipitándose sobre mis hombros. Una de las situaciones donde te sientes más vulnerable es en una ducha en oscuridad total. En el preciso instante en que me decidí a cerrar el grifo, entraron. Los láseres rojos trazaban líneas bien definidas a través de la bruma vaporosa que inundaba el pequeño cuarto de baño. Esto parece una discoteca, pensé. Porque nunca deja de sorprenderme las estupideces que soy capaz de pensar en los momentos más inadecuados.
– Quiero un abogado. –digo con un hilillo de voz.
– Vaya, parece que Blancanieves sabe hablar –dice el gordo dándome una palmada intimidatoria en la parte posterior de la cabeza.
– Quiero un abogado. Tengo derecho a un abogado –insisto con más seguridad en el tono que convicción real.
– Tú tienes derecho a lo que me salga a mí de la polla –me grita el gordo con cara de cerdo en la oreja, rociándome de saliva el rostro y dejándome medio sordo.
– Yo que tú empezaba a colaborar. Porque aquí no te juegas la cárcel, te juegas la vida…– y en ese momento salen los dos de la habitación, en perfecta coreografía, apagando luces y cerrando la puerta.
Me quedo en oscuridad absoluta.
El suelo está frío. Sigo descalzo y desnudo. Apenas me circula la sangre por las manos porque las cuerdas que las atan a la espalda están demasiado apretadas. La fría silla metálica quema mi piel. Tan solo los jadeos de mi respiración rompen el silencio.
Pasa un rato, mucho. Y cuando vuelven a entrar yo ya he aceptado que esto no tiene pinta de acabar bien.
– ¿Cómo la conociste? – Es la tercera vez que me lo pregunta. Es la tercera vez que permanezco en silencio.
En el fondo, en todo momento he sabido que esto guardaba relación con ella.
El gordo se acerca hacia mi y escenifica de forma obscena la preparación de mi castigo. Lentamente se desabrocha los botones de la camisa y se recrea subiéndose las mangas. Primero una. Se detiene. Me mira. Sonríe. Luego la otra.
Coge una capucha negra y me introduce la cabeza. Oscuridad.
Las extrañas palabras de su carta cobran sentido, pienso.
El primer golpe tiñe de rojo mis dientes y me ensordece un oído.
“Perdóname. Nunca debí invitarte a entrar en mi vida…”
No saber de dónde vendrá el siguiente golpe, no poder intuir cuando me va a impactar, es peor que el dolor en sí mismo.
“…al menos no de la forma en que lo hice, sin ser sincera contigo desde el principio…”
Al tercer puñetazo empiezo a gemir y noto como se inundan los ojos y no puedo evitar que empiecen a desbordarse.
“Pensaba que sería más fácil. Creí que no me importaría lo que pudiera sucederte. Sé que no entiendes nada y es mejor así. Nunca me volverás a ver. Espero que me puedas perdonar.”
Mientras lágrimas y sangre descienden en una macabra carrera mis mejillas, repaso mentalmente con una paradójica calma mi última semana.
– – – – –
Además de mi orgullo, una de mis maldiciones es no aceptar consejos. Por eso hago caso omiso de la advertencia: “Amigo, no te metas solo por las callejuelas de la medina. Especialmente cuando caiga el sol.”
Recuerdo la frase como un mantra, palabra por palabra, cuando me doy cuenta de que estoy, efectivamente, perdido, en medio de la medina de Fez, el corazón antiguo de la ciudad, un laberinto de callejuelas y pasadizos, un entretejido de muros, andamios de madera, puertas que no llevan, aparentemente, a ningún sitio y de túneles que atraviesan edificios medio en ruinas. Lo cierto es que resulta imposible no perderse en ella. Claudico y pregunto a tres, cuatro personas. El quinto entiende lo que intento que sea francés. Me traza con el dedo una especie de ruta sobre el mapa, al cual me aferro como un náufrago a su salvavidas. Me convenzo de que saldré del embrollo y continúo. Hasta que percibo la mirada del tipo. La misma cara que vi hace un rato y que no dudo que me sigue. Un rostro que tiene realmente aspecto de malo de película. En realidad, cuando tienes miedo, todo el mundo tiene esa mala pinta. Pero la de éste, asusta.
La desorientación me arroja a las fauces del pánico y acabo a la deriva a través de un rompecabezas de caminos hostiles. El ruido del galope de mi corazón casi me impide oír el ruido caótico de mis pasos acelerados. El frío que sentía ha desaparecido. Ya no miro hacia delante, tan solo de reojo, confirmando que me sigue. Acelero. Llego a una bifurcación. En uno de los caminos aparece otro hombre. No creo que sea alguien a quien quiera conocer. Elijo el camino sin gente. Giro y vuelvo a girar. Nueva bifurcación. A la izquierda. Otra más, a la derecha. No veo a mis perseguidores pero oigo como resuenan pasos apresurados tras de mí. Corro, ahora ya sin disimulo. Y tropiezo con alguien. No sé si va con ellos, no creo, pero no me espero a averiguarlo. Salgo a la carrera en otro sentido. Ya sólo puedo seguir adelante.
Al girar la esquina veo como una nueva figura obstruye la calle. Por su actitud entiendo que es el que cierra la emboscada. No tengo escapatoria. Avanzo con cautela, intentando recuperar el aliento. Entonces reparo en el callejón que, perpendicular, nace desde la callejuela en la que estoy. Está a mitad de camino entre mi nuevo amigo y yo. Percibo como lee mis intenciones. Arrancamos simultáneamente una carrera desesperada, uno hacia el otro, con la callejuela en medio. Llego antes por apenas dos cuerpos y giro por la calle sin saber a dónde me llevará. La tensión del momento me hace tardar un instante en darme cuenta de que no tiene salida, de que conduce a una puerta en la que hay un tipo con pinta de matón. Estoy acabado. O no. Porque es un hotel. Giro la cabeza y compruebo que mi perseguidor se ha detenido. Aminoro y, con la mayor dignidad que puedo, y recuperando el aliento de la manera más rápida que soy capaz, actúo como si en todo momento mi intención hubiera sido dirigirme hacia este hotel.
Ahora que lo vuelvo a mirar me doy cuenta de que no es, precisamente, un hostal. Se trata de un Ryad, un palacio reconvertido a hotel de máximo lujo. Levanto la barbilla y disimulo la desesperación, que no le pasa desapercibida al portero, que me detiene. No se traga que vengo a cenar. Dice que está completo y me pregunta si tengo una reserva hecha. No se me ocurre nada brillante ni ingenioso al tiempo que se dibuja en mi rostro la cara de sospechoso que ponemos los que no sabemos mentir. En medio de mi argumentación puedo entrever una sala, a la derecha, llena de gente de pie, tomando algo y con cuadros al fondo. Pruebo suerte: además de cenar pensaba ver la exposición de pintura, le digo. Pero tampoco cuela: ni estoy invitado y ni soy bien recibido, dice con cierta altanería borrando la sonrisita de suficiencia, esa que ponen los pobres de espíritu al sentirse poderosos, en favor de un gesto abiertamente hostil. Siento como mis esperanzas se desvanecen en la prepotencia de esa cara.
Entonces, aparece ella y me salva la vida.
– – – – –
– Vamos, empieza a contarnos todo a cerca de la guarra esa…–el gordo me quita la capucha y se me queda mirando con cara lasciva. Acabo de decidir que este tipo se llama cara de cerdo. A continuación, saca la lengua y la mueve de forma burda y obscena, confirmando su nuevo apodo.
Permanezco callado y con la mirada clavada en el suelo.
Entonces interviene el otro, el alto.
–Sabemos que ella contactó contigo. Es absurdo que sufras más de lo necesario. Sabes que más pronto que tarde, lo contarás todo.–El autocontrol de su voz me produce un escalofrío que me recorre la columna.
De nuevo, me refugio en el silencio.
El gordo me obsequia con un bofetón. Y otro. Y empieza a caerme una lluvia de golpes en la cara, con la mano abierta, esta vez sin la intención de conmocionarme sino la de quebrar mi resistencia.
Y huyo al recuerdo de la primera vez que rocé su piel.
– – – – –
Ella, todo ojos, tiende su mano hacia la mía y me arrastra adentro, con firmeza y autoridad, a lo que mi amigo el portero reacciona cuadrándose y enmascarando su derrota tras una sonrisa de servilismo forzado.
El contacto con su mano me transmite calor y seguridad. Soy un barco a la deriva que está siendo remolcado a puerto. Me conduce a una sala y cuando vamos a entrar se detiene un momento. Se vuelve hasta encontrar mi mirada, hasta acariciarla con sus dulces ojos almendrados. Y por un instante olvido todo. Siento como toda tensión me abandona de golpe y me flojean las piernas. Me sostiene del codo con ambas manos. Busco de nuevo el contacto con su mirada. Ella es real. Lo único real en ese instante.
Me doy cuenta de que aún no he abierto la boca y ella no ha parado de hablar, aunque su voz suena como un lejano encantamiento que me transmite calma y sosiego. Me recupero e intento darle las gracias, pero me pone su dedo índice cerrando con suavidad mis labios. “Más tarde hablaremos. Ahora tengo trabajo que hacer, debo atender a toda esta gente. Tómate algo y disfruta de la exposición.”. Se aleja dos pasos y gira sutilmente el cuello, apenas lo suficiente para dedicarme una delicada sonrisa de complicidad, que le devuelvo sin pensarla. Se aleja y me recrimino que ni siquiera le he preguntado su nombre. La sigo con la mirada y veo como se para a hablar con lo que parecen hombres de negocios, gente de dinero, sin duda. Furtivamente me dedico a estudiarla. Es alta aunque para nada voluptuosa. Su rostro moreno ofrece un perfil suave y sereno, de nariz griega y labios carnosos y sensuales. Su presencia no es llamativa pero la intensidad de su mirada subyuga a sus interlocutores. Se gira fugazmente y me sorprende mirándola y siento, por un instante, que me voy a ruborizar como un adolescente.
Una copa de vino blanco y veinte cuadros después vuelvo a oír su cálida voz tras de mí. Yo estoy, en ese momento, realmente concentrado en el cuadro. ¿Qué te parece?, me pregunta. Y tengo un momento de duda. Y porque soy así, incapaz de fingir, le confieso que no lo entiendo, que no sé de pintura. Aunque sí que me gusta la fuerza que transmite y la luz, porque me recuerda, salvando mucho las distancias, a Sorolla. Y evoco los sutiles trazos, las pinceladas de blancos, ocres y amarillos que derraman luz sobre cada figura en la playa de la Malvarrosa. Porque siempre me he sentido fascinado por la luz que tienen sus cuadros.
– Agradezco tu sinceridad – me responde con elegancia y saber estar.– Este cuadro no lo he pintado yo. Soy pasante de arte, simplemente los vendo.–Continúa– A mí me gusta mucho. Precisamente por la fuerza de la que hablas y por lo que comentas de la luz. Siempre me ha fascinado la luz que tienen los cuadros de Sorolla.– reproduce en voz alta mis pensamientos…
– Sorolla es uno de los primeros…–continúa.
– …Fotógrafos– le interrumpo terminando su frase.
– ¿Perdona?– se queda extrañada
– Ibas a decir eso, ¿no?
– Pues no.– me dice sin violencia esbozando una sonrisa mientras mi cara se enciende – Iba a decir –prosigue– que es uno de los primeros pintores mediterráneos que me interesó. Creo que el mediterráneo tiene algo que hace que te sientas en casa, aunque cambies de país. Y ese algo, posiblemente, sea la luz.
– Pero me interesa lo que habías dicho. ¿A qué te referías exactamente?– continúa, disimulando mi azoramiento.
Cojo aire. Resisto su mirada, o casi, y evoco el artículo que leí en la revista del avión. Carraspeo suavemente y le respondo con la voz más solemne que puedo sacar.
– Muchas de las obras de Sorolla son como una foto –le digo– pero no una foto cualquiera, sino una foto rápida, intuitiva, sin casi pensar. Mira cualquiera de sus cuadros y podrás encontrar sombreros y paraguas que se salen del encuadre. Brazos cortados por el codo o incluso líneas de horizonte torcidas. Y, claro, esto no es casual. Consigue dar un aire de espontaneidad, de instante robado…
– – – – –
La voz sobria de mi torturador me devuelve a la triste realidad. En tono conciliador sigue con su sermón.
– No nos interesas tú. Solo ella. Y, sinceramente, no veo ningún motivo para que no nos cuentes lo que hablaste con ella, las cosas que te dijo y algún detallito más. Nos lo cuentas y te vas. Así de fácil.– Su voz es totalmente razonable. Además una parte de mi quiere creerlo aunque sé que es todo mentira y que de aquí no voy a salir vivo. Porque estos dos son de todo menos polis.
– – – – –
Recuerdo esa cena. Desde luego.
Recuerdo sus ojos grandes y curiosos mirándome sin disimulo, como una niña. Aunque sin hacerme sentir intimidado, al contrario, transmitiéndome paz. Es alguien en quien se puede confiar, me dice mi instinto.
– ¿Qué haces aquí? Porque no tienes pinta de turista…– Me pregunta un instante después de beber un sorbo de vino.
Versión larga o resumida, me consulto. Resumida, desde luego.
– Soy un ingeniero agrónomo parado y he presentado un proyecto para reforestar mediante árboles frutales una zona semiárida del medio Atlas. Y llevo varios días esperando la respuesta.– Observo la reacción y me sorprende su interés franco.
– Tu trabajo es muy interesante.– Me dice. Y casi la creo.
– Excitante.– ironizo.
– No, en serio. Es un trabajo de gran importancia.– Y no percibo falsedad en su tono.
– En realidad, lo es. A mí me lo parece. Pero, por así decirlo, no goza de reconocimiento social. ¿Sabes que mi campo es, precisamente, el que lo cambió todo?– Porque me he venido arriba. Y resulta que realmente amo mi trabajo, me fascina. Pero nunca puedo hablar con alguien que comprenda su importancia.
– ¿En qué sentido?¿Qué cambió?
– Mi especialidad son las semillas de plantas cultivables con uso en alimentación. De todas las cosas increíbles que ha hecho el ser humano, el verdadero salto, es más, el único salto verdadero, fue la revolución neolítica. Ríete de una nimiedad como ir al espacio, de los móviles de pantalla táctil o de cualquier sinfonía de Mozart. El cambio es mucho más profundo de lo que en principio parece. La maravilla radica en el cambio de la percepción del mundo. Hasta entonces nos adaptábamos a las circunstancias del medio existente. A partir de entonces empezamos a adaptar el medio a nuestras circunstancias. Esa decisión fue valiente y brillante. Fue genial para la humanidad. Y al mismo tiempo resultó terrible para el planeta.
– Estoy totalmente de acuerdo, créeme cuando te digo que valoro tu trabajo en la justa medida, más de lo que crees.–Y hace una pausa para avisar al camarero que traiga más vino. Pausa que aprovecho para cambiar de tema, por muy excitante que sea mi trabajo.
– ¿De dónde eres? Porque tu acento, o mejor la falta del mismo…
– Un poco de todas partes y de ninguna, en realidad. Me muevo tanto que he perdido las raíces. Pero podría decirte que me considero, de alguna forma, principalmente berebere.
No percibo incomodidad en su respuesta aunque me resulta evidente que huye del tema sin querer recurrir a faltar a la verdad, por lo que aprovecho la llegada de deliciosos platos locales para cambiar la conversación y dejar que la velada fluya en otra dirección. Y nos sorprendemos en la pasión por la literatura y el teatro, y nos descubrimos en la afinidad por el cine y la música. Y así es como transcurre la velada más deliciosa de mi existencia.
Es hacia el final de la cena, en el momento en que sacan el té de menta de rigor, cuando la realidad y mi pragmatismo me incomodan: hay que pedir la cuenta. Pero no tengo suficiente dinero para pagar una cena en un sitio así. Así que sopeso mis opciones, que son dos: fingir un desmayo o lanzarme de cabeza desde el acantilado y pedir la cuenta como si tuviera intención de pagarla. Escojo lo segundo.
– Me vas a dejar que hoy pague yo – me dice. Como si fuera a haber un mañana, pienso.
Creo que consigo ser convincente insistiendo justo lo imprescindible que la etiqueta me exige.
– Y te voy a pedir, que aceptes dormir en mi habitación esta noche. – Dispara. Así. Como si nada. Casi se me va el té por el otro lado. Casi me sale por la nariz. Casi monto el numerito del aspersor en su cara.
– No te ofendas pero no es seguro para ti volver a salir, de noche, por esta medina. Es realmente peligroso.
Lo cierto es que hasta ahora no habíamos hablado de las circunstancias tan peculiares que me han conducido a mi aquí y ahora. Y por otra parte, a mí no me hace nada de gracia salir a jugármela en esos callejones. Así que le respondo:
– No. Muchas gracias, pero no. – Su cara esboza una sonrisa. La mía no.
–¿Por qué no?–dice con naturalidad y sonrisa franca.
– Perdóname pero no puedo permitirme pagar un hotel, un palacio, así. Y me sentiría muy incómodo no pagando mi parte.–Y en parte ese es el motivo. Pero la realidad es que los imbéciles no desaprovechamos ninguna ocasión para demostrar que lo somos.
– Comprendo tu situación pero las gentes del desierto anteponemos la hospitalidad a cualquier otra cosa. Todos nuestros huéspedes pueden disfrutar de todo cuanto tenemos, durante el tiempo que lo necesiten. Y estarías ofendiéndome si rechazaras mis costumbres ancestrales. De todas formas, por el precio no te preocupes, paga mi jefe. Además, la habitación ya está pagada, te quedes o no, y es muy grande y me sobra espacio por todas partes. Te ruego que aceptes dormir en mi habitación esta noche.– Y no es lo que me dice, sino la naturalidad con que lo hace y la mirada con la que me desarma.
Acepto, por supuesto. Porque puedo ser un imbécil pero nunca un maleducado. De esa forma es como termino subiendo a su habitación. De esa manera es como acabamos no durmiendo juntos toda la noche.
– – – – –
– ¿De qué hablasteis en la cena que os conocisteis? – me pregunta con gran autocontrol el alto. El serio. El que de verdad me asusta. Porque el pervertido es un animal y se le ve venir. Pero éste calla mucho y piensa demasiado.
– De nada interesante, principalmente de fútbol. Fue una noche realmente aburrida.– Porque recordarla me ha dado un soplo de valor. O de insensatez. O tal vez porque estoy aterrorizado de lo que va a pasar, del dolor que me espera y de la decepción que sentiré cuando acabe hablando. Porque hasta yo sé que, al final, siempre se acaba hablando.
– Se me está acabando la paciencia – me dice endureciendo el tono.
– ¿Me estás torturando para sacarme información sobre una cena que tuve con una chica? ¿Acaso te has creído que eres mi madre?– pero el temblor de mi voz delata el pavor tras la poco convincente bravuconada.
Cierra los ojos y aparta la mirada de mí. El cerdo entiende “luz verde” y, esta vez sí, se desata la tormenta.
El primer puñetazo, en el temporal, hace que se apaguen las luces. Las patadas y el resto de golpes no me dolerán hasta que me despierte después.
– – – – –
Perdido en la oscuridad de la semiinconsciencia puedo sentir el calor de su espalda desnuda contra mi pecho. Percibo el sutil aroma de su cabello, revuelto, desparramándose sobre mi rostro. Me recreo en el sabor salado de su piel cuando la recorro con suaves besos desde la espalda hasta la nuca. Desde la nuca hasta los hombros. Entonces ella da un respingo y se arrima más, como por casualidad, como si no supiera que nos encenderá de nuevo. Nuestras piernas se entrelazan formando un nudo irresoluble. Rescato de la memoria un encantamiento y se lo susurro dulcemente al oído. Y sucede que es como echar gasolina a la hoguera. Así es como ardemos celebrando la llegada del amanecer, abandonándonos por enésima vez a la marea de la pasión.
– – – – –
Me despierta el dolor en la boca, en la cara, en el cuerpo entero. Noto el sabor a sangre. La nariz rota y chorreante me impide respirar con normalidad. Cada bocanada es un suplicio de dolores punzantes en el pecho.
– Háblanos de su cuerpo…– me pregunta el alto.
–Alta, delgada. No gran cosa. – respondo y ni yo me creo. Soy una ruina babeante preparándome para el castigo. Que esta vez no llega.
–Sus tatuajes. Me interesa que me hables de sus tatuajes. –continúa sin caer en mi provocación.
–¿Tiene tatuajes? no lo sabía.– farfullo. Ya ni cojo aire. Ya no aprieto los dientes. Ya no resisto.
– – – – –
Es el tercer día que estamos juntos. Ayer rechazaron mi proyecto de trabajo. Casi no me importa.
Está tumbada junto a mí. Con los ojos abiertos de par en par. Asomarme a ellos es nadar desnudo en el mediterráneo. Me he quedado medio dormido un instante. No sé cuanto tiempo lleva contemplándome, en silencio. Entreabro los ojos y los vuelvo a cerrar. Los abro del todo y sostengo su mirada. Nos lo decimos todo. Sin ninguna palabra. Dirijo mi dedo hasta tocar la punta de su nariz. Y dejo que la yema se deslice hasta su boca, para recrearse recorriendo el contorno de sus labios. Unos minutos después desciende por el cuello, donde se hace de rogar un momento, justo lo necesario, antes de dirigirse hacia su seno. Ella sonríe juguetona, con complicidad. Sus pupilas se dilatan y contraen durante una milésima, justo cuando roza el pezón. Y allí se detiene un instante, dos eternidades, mientras ella cierra los ojos y se humedece los labios. Y sigue deslizándose. Hacia abajo, hacia la cadera. Y cuando está a punto de seguir. Se detiene. Sobre un tatuaje. Uno de los varios que tiene. Pero éste es distinto.
– ¿Qué significado tienen estos números? –le pregunto rompiendo el hechizo del momento.
– Es una fecha…– detecto cierta turbación en su voz.
– Ah. Vaya…- miro con atención la línea de números de arriba- En ese caso…es dentro de un mes, ¿qué significado tiene? –le pregunto con curiosidad.
– Es mi fecha de caducidad. – y se ríe de forma sonora– Por cierto, tú no tienes tatuajes …– dice desviando hacia mi la conversación, evitando hablar de las cifras de la línea de abajo de su tatuaje.
– Sí tengo, pero no están a la vista. – y la desafío con una medio sonrisa.
– No tienes. Los habría visto. – Me dice al punto que levanta la sábana y contempla mi desnudez.
– Sí que tengo. Son nombres. Y están tatuados aquí –cojo con suavidad su mano y la pongo sobre mi pecho– los llevo tatuados en el corazón.
Esta vez me mira de forma diferente. Como si me acabara de descubrir. En ese momento se monta sobre mí sin dejar de clavarme la mirada, sin pronunciar palabra. Y esta vez es diferente. Es diferente de todas.
El sol del mediodía me despierta.
Estoy solo en la cama.
Encima de su almohada hay una carta.
– – – – –
Veo al gordo mirarme sin disimular la sonrisa de pervertido.
Al ver esa mirada comprendo que no puedo permitir que ella caiga en manos de este degenerado. Marley decía que no sabes lo fuerte que eres hasta que necesitas serlo. Bueno, pues yo necesito serlo lo bastante como para no permitirme hablar. Y tan solo se me ocurre una forma: a través de mi “amigo” cara de cerdo. Así que decido darle lo que él quiere oír, suciedad.
Me invento una película, con un montón de detalles lascivos, y lo llevo hasta la excitación. Veo la lujuria en su mirada de pez muerto. Percibo el sudor de sus mejillas pletóricas. Observo el latir evidente de sus sienes. Intuyo el caballo de la lujuria cabalgando desbocado por sus venas. Entonces, me lo juego todo a una carta:
– Pero nada supera – le digo mirándolo fijamente con una sonrisa de oreja a oreja– a lo que me hacía tu madre…ella sí que sabía como satisfacer a un hombre…y a un perro.– y le clavo la mirada, desafiante, forzando la sonrisa.
Al ver la ira de su mirada sé que va a funcionar. Está fuera de control y su cara roja y henchida de odio está a punto de estallar. Veo como saca el arma con rabia. Oigo gritar al alto ordenando que se detenga. Pero es tarde. Nada va a detenerlo.
Noto como el frío cañón del revolver se apoya con violencia contra mi sien. A través del ojo que todavía puedo medio abrir veo su cara de desprecio. Esto es el fin.
(Dos segundos después)
Clic.
Un chorro de sangre y cerebro decora la pared mientras un estruendo retumba en la sala.
La explosión me ensordece. Solo al notar un cálido chorro de sangre y sesos cubriendo mi rostro me doy cuenta de lo que ha pasado. Abro los ojos y veo al alto sosteniendo una pistola, que apunta al cuerpo que yace a mis pies. Nos miramos y no entiendo nada. Me sonríe y me hace con el índice el gesto de que permanezca en silencio.
Se arrodilla, apoya la espalda contra la pared y apunta con firmeza hacia la puerta, con concentración máxima, ignorando mi existencia.
Se oye un tiroteo distante en el exterior. Puedo escuchar la urgencia de pasos que van y vienen a la carrera por fuera de la sala. Oigo el ruido de disparos cada vez más cercano. Un instante de silencio total precede al estruendo de la puerta al venirse abajo. No veo a nadie. Durante un instante un silencio violento se adueña de todo. De repente resuena una pregunta en voz alta, en un idioma que no entiendo. El alto contesta en el mismo idioma. Percibo como la tensión abandona el cuerpo del alto. Entran tres soldados, pertrechados de arriba abajo. Uno de ellos se levanta la visera. Aunque no necesito que lo haga. Sé que es ella.
– Tenemos que hablar…cuando salgamos de aquí– me dice. Y por el tono de voz no parece la misma. Aunque sí por la forma en que me mira.
Sostengo su mirada y no sé qué pensar.
Pero me alegro de verla.

La Medina de Fez. Marruecos.

Una de las calles de la Medina de Fez