El Elemento

 

Me dejo llevar por la marea, mecido en un vaivén interminable. No sé adonde voy ni tampoco me preocupa. Sé que estoy inmerso en un ciclo de cambio. Un ciclo que parece un huracán. Ya he desistido de comprender el sentido de todo esto. Simplemente prefiero ahorrar fuerzas para el momento en que vea la orilla. Entonces nadaré con fuerza y convicción. Lo daré todo y me salvaré. O no será suficiente y me ahogaré. Pero lo habré dado todo.

Cierro los ojos y permito que el mar me cubra de caricias de espuma y que la rompiente me abrace para siempre.

En este estado vital, acepto como normal ir a ver el partido y encontrármela de cara nada más llegar. Sin ni siquiera haberme podido acomodar. Sin que me de tiempo a decirle a Tony que otros se harían un selfie para decir en Facebook que sus vidas de mierda son mejores que la tuya.

No creo en Dios. Pero sé que existen los dioses. Y las diosas. Y sé que algunas de ellas se disfrazan de mujeres y pasean entre nosotros, los mortales. Intentan pasar desapercibidas y casi lo consiguen. Hasta que te miran a los ojos. Hasta que te penetran el alma.

Creo que no es real. Me froto los ojos. Me pellizco los lóbulos de las orejas. Hasta despertarme. Y cuando lo logro, como Monterroso, ella sigue allí, erguida, desafiante y segura de sí misma.

Me mira un par de veces por casualidad. Yo la observo con disimulo (que en mí es imposible, claro). La costumbre le hace no mostrar incomodidad. Cuando ocupa su sitio, en la fila de abajo y un poco a mi derecha, yo ya estoy pensando que debí haber cuidado más mi indumentaria, mi afeitado, mi todo y de paso haber venido con varios años menos y …para, para. Soy yo. Soy esto. Es lo único que importa, que siempre soy yo, que nunca me renuncio.

Claudico y decido no disimular cuando la analizo y reconstruyo a partir de la intuición. Sí, claramente es ella: Artemisa. Siempre sentí fascinación por la diosa de los bosques y las colinas, la arquera, quien fue perseguida por muchos dioses pero a la que ninguno logró robar el corazón. Menos mal que sólo soy un hombre, pienso.

Coincido con su mirada y no nos apartamos. Le abro el alma y le permito leerme porque no tengo nada que ocultar. La estudio con detenimiento y, al final, me susurro las conclusiones sin que me oiga: “Es madura y responsable, tal vez demasiado. Valiente, independiente, orgullosa de sí. De temperamento fuerte. Quizás a ratos insoportable. Provocadora, en  sentido transgresor.  Lo de llamar la atención, ¿será suyo o de la niña mellada con coletas que se asoma tras sus ojos inquietos? Aunque no parece frívola ni superficial, flirtea sutilmente con dar esa imagen. Tal vez en un intento de ocultar un alma más sensible. Intento que es frustrado por un pequeño brillo melancólico en el fondo de la mirada. Una pena oculta. Pero me olvido de lo más importante: transmite alegría y vitalidad. Además es un poco payasa». Y esto, por cierto, es lo que me conquista definitivamente.

Le enseña con el móvil las fotos de su último viaje a su amiga. Camuflado, las analizo. Deformación profesional. Me prometo que no le diré que, cuando fui hace varios años, ese lago no era tan hermoso. Porque no estaba ella.

Y así paso media tarde. Viendo el partido y aceptando que no soy su marca de hombre. Hasta que decido que lo haré. Aunque no sé cómo. Porque resulta que ahora no me asusta el fracaso, sólo temo no intentarlo.

Si esto fuera cine americano yo acabaría hablando con ella y quedaríamos otro día. Tendríamos una conversación banal y de risa fácil y, al final de la peli, nos daríamos un beso casto y aburrido. Si se tratara de una película francesa tendríamos una conversación ingeniosa y repleta de conceptos filosóficos y surrealistas. Acabaríamos degustando un  vino elegante y nos besaríamos con pasión desatada.

Pero me temo que esto es la realidad.

Hablé con ella. De la única forma que se me ocurrió. Pidiéndole que nos hiciera una foto a Tony y a mí. Para subirla a Facebook. Sí, patético. No sé si me sentí más ridículo posando o imaginando mientras nos la hacía que igual pensaba que éramos una pareja gay. A continuación le pregunté acerca de las fotos que le había espiado mientras las veía con su amiga. Doblemente patético. Creo que para hacerlo peor solo me faltó vomitarle encima.

Pero, a pesar de todo, salí del partido hablando con ella. No por mérito mío sino porque ella fue, es, educada y agradable, simpática y deliciosa. Y conforme se acababa la cuenta atrás para que saliera de mi vida yo sólo podía pensar que aunque sé que la lotería nunca me toca, todos los años compro un décimo. Y que me gustaría que en esta ocasión me tocara. De una puta vez.

Hablamos unos minutos. Ella lo prolongó más de lo que el protocolo le exigía. Me dijo que era profesora. Y me recomendó un libro, “El elemento”, de autoayuda. Debí captar la indirecta.

Hacia el final, le descubrí un resquicio en la impecable muralla. Una mínima oportunidad. Ella anhelaba en su interior aventuras que tal vez su entorno no le iba a dar. Pero que yo sí llevo de serie.

Intenté, contrarreloj, venderme en un minuto. Pero soy un bosque. Desde fuera los árboles me tapan. Si no entras no me descubres. Y, aunque entres, en un rato no me recorres. Además, nunca me fue bien lo de venderme.

Cuando la llamada de sus amigos la rescató de mí, yo tenía la mirada secuestrada por  sus ojos. Por absurdo que parezca, me vinieron a la mente las palabras del poeta, que nunca hasta ese momento tuvieron un significado tan claro para mí, “Cerré mi boca y te hablé en un centenar de silenciosas maneras”. Asentí con mi sonrisa tímida habitual mientras ella decía, con cortesía, que contactaría. Aunque ambos sabíamos que no. Aunque yo sabía que no y al mismo tiempo deseaba creer que sí. Pero sabía que no. Porque era consciente de que esto es la vida real.

Una vez leí que algunos encuentros son fortuitos, si bien no la mayoría. Todos tenemos un mensaje que transmitir a los otros y un aprendizaje que recibir de los demás. Este pensamiento mágico, que admito que es más que cuestionable, lo aplico desde hace años porque me refuerza interiormente. En parte por esta manera de entender lo que me sucede, he reflexionado sobre nuestro encuentro. ¿Causalidad o casualidad?

Podría engañarme a mí mismo y fantasear con toda esa basura que he contado antes de las pelis francesas y americanas. Pero la realidad es, Artemisa, que creo que tal vez no fueras buena para mí. Y, seguramente, yo no lo fuera para ti. A veces me veo como un vino que no deja impasible a la gente: O siento muy bien o dejo una terrible resaca. Otras veces creo que más que un vino soy el Anís del Mono.

Así que, apartando fantasías adolescentes, intuyo que la realidad de nuestro encuentro es una cuestión de aprendizaje.

Entiendo que el mensaje que yo tenía que recibir era el libro que me recomendó, que ha resultado ser magnífico e inspirador. Aunque admito que me sabe a poco. A poquísimo. Por mi parte, el mensaje que yo debía darle, tal vez no lo pude entregar. Quizás sí.  Sólo puedo especular con lo que yo podía haberle aportado. Tras reflexionar con la mayor objetividad que puedo, que no es mucha, me quedo con  estas dos cosas. Y perdóname, arquera, porque soy bastante peor escribiendo historias que contándolas:

Creo que las cosas que te ocurren en la vida, especialmente las negativas, puedes aceptarlas como tal y agachar las orejas. O bien puedes entenderlas como un toque de atención a que no vas por el camino adecuado. Son, en realidad, puntos de inflexión en tu vida que se presentan en forma de zancadillas que te pone el destino. Sé de lo que hablo. Y hasta aquí puedo leer. Sea como fuere he llegado a mi actual momento vital, a mi aquí y ahora.  Y siento que no me he enterado de nada. Que no he sabido de qué va esto de la vida. No obstante, creo que ahora empiezo a pillarle un poco el truco. Y espero que no sea tarde.

Estoy cansado de vivir la vida que se esperaba de mí y me dispongo a vivir la que realmente me apetezca, le pese a quien le pese. Y resulta que he dejado de ser políticamente correcto. Porque en esta fiesta hay un momento en que te cortan la música de golpe y sin previo aviso. Y como esta canción me gusta…pues voy a salir al centro de la pista a bailarla, dándolo todo. Y quien me acompañe puede bailar junto a mí. O bien hacerse a un lado y dejarme espacio. Resulta que no necesito que nadie me salve, porque mi vida ya tiene suficiente sentido. Y desde luego no estoy aquí para salvar a nadie, porque eso es algo que cada uno debe hacer solito. Y con esto no digo que no acepte a nadie compartiendo mi camino, porque los buenos compañeros de viaje escasean y siempre son bien recibidos. Y los buenos compañeros de vida, ni te cuento.

No sé si este primer mensaje tiene significado para ti. Espero que no. Porque si lo tiene es que estás jodida.

El segundo mensaje no lo doy en abierto. Y puede que ni en privado te lo contara. Ya que se trata del secreto para vivir más. Secreto, que, por supuesto, no descubrí yo. Me lo contaron. Y no, no tiene nada que ver con cuidarse y vivir más años. Resulta que es sencillo y genial. Pero solo se le cuenta a la gente que realmente lo necesita. Debes tener un motivo importante para te sea revelado, porque la gente no valora lo que es gratis.

Me habría tomado un té con ella para contarle esta carta. Una sola vez. Después de ese té, no habría intentado que fuéramos amigos. Porque yo lo quiero todo o no quiero nada.

Cierro los ojos y sigo flotando a la deriva en el dulce mar azul de su cálida mirada. Pensando si tal vez le envío un último mensaje que simplemente diga: “Gracias por un instante de ilusión. Suerte y felicidad en tu vida”.

 

 

La foto de nosotros tres. Tony a mi derecha.  Ella tras la cámara.

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PD 1: Aquí, mi cara cuando poso. Sin comentarios.

PD 2: La camiseta mola, eh? pues también tiene su historia…

PD 3: El tipo de detrás, el que se está invitando a la foto… no sé quién narices es.

 

 

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We Can Remember It for You Wholesale

Qué pena que la gran  importancia que le damos a la imagen que queremos proyectar no se la demos a la que tenemos de nosotros mismos. Qué lástima que no intentemos mejorar ambas imágenes cambiando lo que somos, para acercarnos a lo que simulamos ser.

 

Estoy cenando con Vicen en un restaurante en St Gilles. Estamos rodeados de gente aunque en la mayoría de mesas hay alguien que está sin estar. El móvil les ha secuestrado el alma. Al resto de la mesa no parece importarle mucho, tal vez porque los dan por perdidos. Estoy reflexionando sobre esta situación, tan normal y tan aberrante al mismo tiempo, cuando percibo con el rabillo del ojo un movimiento brusco. Una señora, como de cincuenta y pico, se levanta y tras un gemido de pena infinita vacía la copa de vino en la cara de su acompañante. Como en las películas. Es la segunda vez en la vida que asisto a esta escena (en la primera era yo el que vaciaba el vaso, pero eso es otra historia).

En cuanto ella sale de estampida, el hombre, que aparenta unos pocos años más, se tapa los ojos con las manos y medio solloza. Desconozco si a causa del desenlace de la cena o por el sentido del ridículo. Sea como fuere, le veo combatir lo segundo manteniéndose en la mesa con forzada indiferencia. Se seca cara y camisa con la servilleta y espera a que pase la tormenta. Las miradas se van apartando de su mesa, poco a poco, sumergiéndose de nuevo en sus platos, conversaciones y móviles. Sin embargo, yo permanezco hipnotizado intentando descifrar el enigma. Sinceramente, haberle hecho caso al móvil en lugar de a la señora habría justificado una ducha de esas. Pero no creo que sea el caso de esta pareja. Todo apunta a una confesión. El señor mantiene la cabeza alta, medio desafiante, aunque sin enfrentar a nadie con la mirada. Al final, acaba haciendo lo predecible, refugiarse en el celular. ¿Simula que mira algo o está enviando un mensaje del tipo: “se lo he dicho”?

 

 

Me recuerdo hace unos meses en el Museo del Prado, en mi sala preferida, la de El Bosco. No me pasó desapercibida la cola de gente esperando turno para hacerse un selfie con “El Jardín de las Delicias”. Algunos incluso se quedaban a mirar el cuadro, generalmente durante no más de un minuto, para, a continuación, seguir documentando sus vidas de espaldas a otras obras maestras. Porque parece que lo que no subes a Facebook no lo has hecho.

Observo disimuladamente a una veinteañera que comenta la última foto de Instagram que ha subido una amiga que está en la playa y que, probablemente, no se habrá bañado porque había medusas. Eso sí, vientre duro y para dentro, labios para fuera y cara de “recién acabo de tener el mejor orgasmo de mi vida”. Me imagino a la chica preguntándose cómo superar el desafío: “¿Le envío el selfie del cuadro de Velázquez o el del cuadro de Goya?”. Le respondo telepáticamente: “Cualquiera chica, si total no sabe ni quienes son…”

 

 

 

Este jueves fui al teatro. Delante de mí se sentaban dos señoras de sesenta y bastantes. Una de ellas era delatada cada pocos minutos por la iluminación de su pantalla. Se perdió media obra probablemente diciéndole a una amiga lo gran actor que es Darín. Cuando acabó, estuve a punto de preguntarle si realmente su vida de fuera era tan interesante como para perderse una actuación única. Finalmente me contuve y decidí atribuir su comportamiento a un posible enamoramiento adolescente.

Los adolescentes y los niños son, desde luego, el grupo más vulnerable en este tema. Que un cuarentón sedentario se recluya en la PlayStation p​ara vivir la vida de Messi es triste. Pero que lo haga un niño es alarmante.

Los campos de deportes de mi barrio están vacíos de niños, están huérfanos de vida. Porque los niños que hacen deporte ya no juegan, entrenan. Ya no se divierten, ensayan, para cuando sean estrellas.Y ya no copian regates sino que imitan peinados.

Sorprendentemente, todos tienen “algo”, todos son futuros «cracks». ¿Qué pasa?¿que ya no quedan niños normales?

 

 

 

Philip K. Dick adelantó hace cuarenta años algo parecido a lo que pasa en la actualidad. Predijo una sociedad adoctrinada y manipulada que se conformaría con vivir experiencias implantadas en la memoria, recuerdos a la carta, renunciando a vivir dichas aventuras en primera persona. Porque, ¿quién quiere correr los riesgos y acabar defraudado por las expectativas cuando le pueden implantar un recuerdo perfecto? ¿Quién quiere una pareja real cuando puede aspirar a la ilusión de una relación irrealmente idílica?

 

Bueno, algunos todavía queremos. Porque cada vez que no me salen los planes previstos, que por definición es siempre, la vida me acaba regalando algo inesperado. Porque cada persona que ha aparecido en mi vida me ha deslumbrado con sus luces y también me ha cubierto con sus sombras. Puesto que sin lo uno, lo otro no puede existir. Pero, al final, te das cuenta de que son las imperfecciones las que nos definen y nos hacen únicos y especiales. Por eso me atrae lo imperfecto. Porque escalar una montaña sin desperfectos es una utopía que no merece la pena.

 

PD: Por cierto, es Nacho, a ver qué quiere…

Watts de Nacho

 

 

 

 

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Ninguno

«Ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar ‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo».

                Eduardo Galeano

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Diez guantazos

En el momento en que el camarero nos trae los cafés comienza a sonar la cancioncita. Hace meses que la dictadura del  marketing me obliga a escucharla en todas partes. Hasta provocarme la nausea. Hasta hacer que me odie por sorprenderme un día tarareándola.

Se lo confieso. Para eso están los amigos. Y, entonces, comparte su teoría conmigo.

– En esta vida –me cuenta– deberíamos llevar de serie la posibilidad de dar diez guantazos bien dados, sin penalización legal ni kármica.– Y se recuesta en la silla de mimbre, plenamente satisfecho de sí mismo.

– Estoy de acuerdo –concedo tras reflexionar un sorbo de café.–  Uno de los míos se lo llevaba el que canta esto.

Me mira con gesto serio y puntualiza: Pues yo le regalaba al menos tres.

Lo cierto es que ha sido una semana más difícil que la media. Vale. Lo acepto. No me ha pasado nada realmente grave. Mi irritación subyacente sería ridículamente inapropiada frente a cualquiera de los dramas que nos rodea en cada instante en cada lugar. Pero permitidme ser un egoísta insensible durante unas pocas líneas.

Me he sentido como corriendo en el desierto, pendiente arriba y con una piedrecita puñetera en la zapatilla. He recurrido a todos mis mantras y sólo el último de ellos ha recuperado mi ánimo. Luego os digo cuál es, por si lo necesitáis alguna vez.

El caso es que en este ambiente de confesiones me decido a contarle uno de los momentos clave de mi vida. Algunos lo pueden considerar un sueño aunque yo sé que fue mucho más.

Sucedió hace años. Y Nunca recordé como empezaba. Pero lo cierto es que, vagando en sueños, acabé frente a una presencia. Un mago. Con su hábito y su báculo. Y por supuesto su sombrero y su barba de hipster.

– Ostras, ¡tú eres Gandalf el Gris!– (nota: Yo ya me había leído el libro, pero como la peli aún no había salido, mi Gandalf era diferente del que hoy imagino).

– ¿Quién?

– El mago, hombre– dije perdiendo entusiasmo.

– Vale chaval (ya he dicho que hacía muchos años), lo que tú quieras. Pero a lo que vamos. Ejemp, ejemp –se aclaró la voz– Soy la respuesta a tus deseos –me dijo con aire solemne.

Lo miré de arriba abajo y constaté que ni de lejos tenía la apariencia objeto de mis más escondidos deseos.

– Mejor te explicas, por favor– le dije empezando a perder la paciencia.

– Ufffff –dijo cogiendo aire y preparándose como si fuera la enésima vez que le tocaba repetir el sermón ante un vulgar humano– ¡Enhorabuena, has sido elegido!– dijo con tono histriónico y un rictus de entusiasmo muy poco creíble.

– ¿Para qué he sido elegido?– dije con la desconfianza de los que jamás nos presentamos voluntarios a nada, ni a lo bueno.

– ¡Para poder escoger tu vida!¿te parece poco?–hizo una estudiada caída de ojos de desprobación y siguió con su rollo de vendedor de biblias– La mayor parte de la gente no puede elegir la vida que quiere tener aunque crea que sí. Pero tú puedes saltarte tu destino. Eres un privilegiado.

– ¿Y por qué yo?

– La vida no es justa o injusta. Simplemente, es. Hoy te toca esto…la próxima ya veremos.

– Y qué opciones tengo para elegir – acepté pasando a modo pragmático.

– Bien, me quedan dos tipos de vida en stock. En la primera, serás una estrella del pop. Es decir, montañas de dinero fácil, éxito, montones de mujeres espectaculares, ser aclamado y deseado. Aunque claro, la contrapartida es que no serás un artista (ni te importará), serás más ignorante que la media y las mujeres que tendrás…en fin, serán adecuadas a tu nivel. Tampoco sabrás valorar lo que significa trabajar para vivir.

– ¿Y la otra opción?

–La otra es una vida en la que tendrás que currártelo todo. Cantando mal y como máximo en el coche. Nunca serás rico. Tendrás pocos amigos, unos muy buenos y alguno que te fallará. Tú también fallarás a algunas personas. Y de cultura, pues lo justo, aunque claro que más que de la otra forma…

–Lo de la cultura no me preocupa mucho en este momento. Chicas. Háblame del tema chicas.

–Pues esta opción incluye pocas mujeres aunque especiales.

Me quedé pensativo. –¿Admites regateo?– probé.

–Ni de broma. Y si te pones exquisito me largo.– respondió frunciendo el ceño.

–¿La gente qué suele elegir?– (Yo todavía era joven e inmaduro y me influía lo que pensaban y hacían los otros. Ahora sólo soy inmaduro).

– Si pueden, escogen la primera. Esta misma mañana la ha elegido Enrique, el hijo de Julio Iglesias.

Y me decidí.

¿Mi mantra infalible? Ver este clásico.

https://youtu.be/exRyDWMuuqY

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La triste sombra del baobab

 

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Desazón.

Una tenaza oprime mi pecho y me asfixia el ánimo conforme el vehículo avanza por la maltrecha carretera de baches, polvo y pobreza. La brisa hostil agita olas de tierra blanca contra los cristales, contra árboles y matorrales camuflados de polvo gris, contra las personas, que, cargadas como animales, caminan infinitas distancias de resignación bajo un sol inclemente, buceando en el polvo y respirando miseria. Esperaba encontrarme con las añoradas playas verde esmeralda del Índico. Quería pasear entre baobabs, la aristocracia africana de los árboles. Y, sin embargo, tengo la sensación de andar descalzo y perdido por la antesala del infierno.

Es el final de un viaje plagado de luces. Que contaré. En su momento. Pero hoy sigo impactado por las sombras. No quiero olvidarme de miradas inocentes de alegría amable, de curiosidad no disimulada. Pero no puedo apartar de mi recuerdo las miradas ancianas en ojos de niños. El peso de la vida. La inminencia de la muerte. Lo que en esencia es la otra África.

Desazón.

Tal vez, probablemente, soy yo. Creo que nunca he logrado tomarle el pulso a este continente. Y Madagascar no es una excepción. Porque esta tierra es África sin edulcorantes.

Los malgaches tienen arraigada la muerte en su cultura. Ellos no conciben la vida sin ella. Puede que acierten entremezclando las dos caras de la moneda. Tal vez por eso, y por la elevada mortandad infantil, no ponen nombre a los niños hasta los tres años. Y, quizá, por ello, celebran la muerte con una explosión de vida. A la que invitan a los vivos. Y al muerto. Literalmente.

Una de las cosas que me gustaría aprender de ellos es la capacidad para festejar. Porque si no has estado en un funeral malgache, no has estado en una fiesta.

Es arriesgado aventurarse a hacer una lectura de una tierra desconocida basándose en la visión superficial de unos pocos viajes. Pero lo que intuyo en este momento es bastante desesperanzador. África es un continente lleno de potencial. Pero ni les dejaremos tener una oportunidad, ni, en caso de tenerla, la aprovecharán.

Desazón.

 

Baobab 01

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Balear

Sa figuera

Para mí Baleares significa Mediterráneo, porque el de mi barrio no es el mismo mar, aunque se llame igual.

«Rebañismo» no tiene nada que ver con volver a bañarse, sino con un grupo de jubilados corriendo a lo Usain Bolt a las siete de la mañana para conquistar un trozo de arena en Benidorm. Se refiere al grupo de domingueros importados que siempre te rebozan en arena, porque ni saben ni les importa lo que es el respeto a los demás. Este pack choni playero es lo que intento evitar cuando me escapo a las Baleares.

Para mí Mediterráneo significa dejarme llevar, flotando, sobre aguas cristalinas turquesas, haciéndome el muerto para volver a la vida. Significa labios de sal, piel erizada por la brisa, caricias cálidas de sol, pies sumergidos en besos fríos de espuma blanca, huellas de arena húmeda dibujando la orilla, acantilados con lametones de azul profundo, sombras verdes en la umbría del monte, el rojo arcilloso de las playas selenitas del norte, la sinfonía rítmica de las olas tranquilas,  el aroma fresco de pino en las noches pintadas de luna, las carreteras que serpentean entre guardianes verdes, entre muros ingleses, entre campos ocres decorados con rulos de paja, salpicados de piedras ancestrales, de caballos retozando libres a su través. Mediterráneo es respirar y llenarte por completo de aire, de vida. Y por encima de todo es el olor a pino tostado por el sol inclemente del mediodía. Porque ese aroma son mis recuerdos. Porque ese aroma es parte de mí.

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La miel de La Alcarria

Volvíamos de recorrer uno de los campos de lavanda de Villaviciosa de Tajuña. Llevábamos todo el día en el coche. Fuera hacía un día plácido y fresco, como los que estamos teniendo este verano. Habría, sin exagerar, unos cuarenta grados a la sombra (exagerando, cincuenta y tantos). Entonces surgió la pregunta. No recuerdo quién de los cuatro la formuló pero estoy seguro de que no fui yo: ¿Saben las abejas que van a morir cuando te pican?

Cuando nos planteamos ir a fotografiar los campos estuve pensando en qué foto quería hacer. De alguna forma quería intentar plasmar  el aroma de la lavanda. Esto puede ser fácil de decir, pero, sinceramente, llevarlo a la práctica es una utopía. En primer lugar, pensé en sumergirme en el olor, simplemente paseando por entre los campos. Cuando iba en el coche, con la mirada perdida en las extensiones de girasoles que nos escoltaban conforme nos adentrábamos en Castilla, había proyectado una imagen de mí mismo tumbado entre la lavanda. Nada más pisar la realidad tuve claro que era una idea muy poco práctica. No porque mis amigos se fueran a partir de risa al verme, que también, sino porque había miles de abejas preparando la deliciosa miel que me acabaría trayendo de La Alcarria. Lo cierto es que, paseo arriba y paseo abajo, y pese a poner mi mejor cara de tipo muy intenso, la inspiración se resistió a hacer acto de presencia. No tardé en comprobar que, al igual que en otras cosas de la vida, las elevadas expectativas iban a eclipsar la belleza real del momento. Olía mucho a lavanda. Y olía muy bien. Pero siempre dentro de lo esperado y sin que me viera transportado al éxtasis ni nada parecido.

Pasamos la tarde recorriendo la tierra, fotografiamos el atardecer y nos empapamos de noche recorriendo los campos bajo las estrellas, ahora sí, con las abejas durmiendo en sus casas. Y yo seguía sin ser tocado por nada especial.

Al día siguiente, reventado (porque cada vez llevo peor la ausencia de sueño), me levanté y me dispuse a vestirme. En ese momento tuve conciencia de la magia del lugar. El aroma a Lavanda inundaba la habitación. Mis pantalones estaban impregnados en su esencia. De repente era como si me levantara rodeado de flores de Lavanda.

¿Saben las abejas que van a morir cuando te pican? No lo sé. Me imagino que no lo saben ni les importa. Aunque me imagino que se comportarían de la misma manera.

*  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *   *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *

Volvemos a casa. Acaba de terminar mi turno de conducir y me acomodo en el asiento de atrás dejando que la música me transporte a un país lejano. Recuerdo un momento de este año. Voy en moto de nieve. Conduzco yo en este instante, Vicen ha pilotado antes.  Es la primera vez en mi vida que manejo uno de estos trastos. Vamos en fila tras unas cuantas motos. En un momento dado tenemos que cruzar una especie de riachuelo helado y, al subir, el camino propone una rampa de pendiente brusca. La primera moto pasa a demasiado gas y vuelca. Los monitores nos detienen y nos hacen pasar lentamente, uno a uno. Cuando llega mi turno dejan de frenarnos y  me permiten pasar a mi aire.

Me he fijado en lo que ha ocurrido a la primera moto. Intuyo la forma de eludir el mismo destino. Siento como la adrenalina me recorre el cuerpo. Sorprendentemente, no siento miedo. El guía me hace la seña para que pase. Le doy gas. Bastante. Evito los surcos dejados por la primera moto. Sé que si me atrapan me conducirán de forma inevitable a volcar. Acelero. Me meto en los surcos y vuelco.

Es una de tantas veces que últimamente me he estampado. Recuerdo que al levantarme y tras comprobar que estábamos bien, empezamos a reírnos. He pensado varias veces en ese momento previo a afrontar la subida. Creo que probablemente hoy, volvería a hacer lo mismo. Y me volvería a estampar, sin duda.  Pese a que en el momento de estar en el suelo, todavía agarrado a los mandos de la moto y viendo el mundo del revés, tuve sensación de frustración y fracaso, creo que el hecho de haberlo intentado me ha acabado enriqueciendo. Es difícil de explicar y puede que suene absurdo. Pero así es como lo siento. Al final, todos vamos a acabar en el mismo sitio. Y tal vez sea mejor morirse de risa que de aburrimiento.

Otra cosa son mis estadísticas. Uno de uno. Siempre que he cogido una moto de nieve, he acabado volcando.

Al final, algunos de nosotros somos como las abejas: no sé si somos conscientes de lo que va a pasar, pero aún sabiéndolo tal vez debamos seguir nuestro instinto.

Aroma a Lavanda

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Un domingo por la mañana

Camino de Tasiusaq, Groenlandia.

Camino de Tasiusaq, Groenlandia.

Me encantan los primeros días de Mayo porque me dan ganas de vivir.

El sol pinta mi habitación en naranjas y rojizos. Acepto su guiño sutil para que me levante y olvido, por un momento, la sabiduría escondida en uno de los mantras de Julia: “Las mañanitas de Abril son muy dulces de dormir, pero las de Mayo son las mejores de todo el año.”

Hoy me siento como un domingo por la mañana y me gustaría compartir con vosotros y vosotras mi mejor sonrisa.

Music and Video: Beirut _ A Sunday Smile

https://youtu.be/BfU3IXHFAEM

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El paraguas

“Hoy no me pinto.”

Me miro de nuevo al espejo. Veo frente a mí a una mujer joven aunque todavía dormida. Hay días que me veo madurada, que no madura, aunque también. Y siempre, a esta hora, recién levantada, me siento tremendamente cansada.  Cansada de no dormir porque no concilio el sueño y, si lo logro, porque no lo mantengo y, si lo sueño, porque son pesadillas. Y lo peor es que son pesadillas de trabajo, las más inútiles que se han inventado. Pero, por encima de todo, estoy harta de esperar, pasivamente, en la cola de la vida y ver como nunca llega mi turno.

Vuelvo al aquí y ahora. Dejo de mirar mi mirada y me sumerjo en el pragmatismo. ¿Qué me calzo? Es tan tarde que no voy a poder rescatar las botas de agua, donde quiera que fuera que mi ascendente virgo las encarcelara tras las últimas lluvias. Me reconcome una de tantas pequeñas y absurdas injusticias: Ellos pueden ir al trabajo con las botas de trekking de Goretex y hasta se gustan. En nosotras todo resulta mucho más complicado. ¿Me pongo las bailarinas? Locura total tras toda la noche lloviendo a mares. ¿Las botas pues? No, que no llego. Nada, que serán las bailarinas y rapidito, que pierdo el bus. Pero antes recito mi mantra ante el espejo.: «Lo mejor está por llegar». Y salgo de estampida.

Ando corriendo. Corro andando. Todo son charcos. No noto el frío. Que no, que no llego. Lo pierdo. Mierda. Lo pierdo seguro. Y patino…ufff, casi! Al menos no llueve…todavía. Y empieza a llover a océanos. Abro el paraguas. Me lo cierra el viento. Noto los pies húmedos y helados. Amenazo al viento con mi paraguas. Pero lejos de asustarse lo coge por la cintura y se marca un tango con él. Y ya son menos cinco. Imposible. Giro la esquina y cruzo el parque y, al fondo, atisbo la ansiada parada. Recta final. Taquicardia. Miro de reojo por si llega antes que yo.

A esta parte de mi trayecto la llamo «parque Usain Bolt», porque batí en él el récord de los cien metros lisos. ¿Qué día? Todos los lunes. Y, a veces, en tacones.

Detalle del parque

Detalle del parque «Usain Bolt»…

Cuando cruzo victoriosa la meta no soy ovacionada por la multitud que allí espera. Tropiezo con las mismas caras resignadas de siempre. Percibo su momentánea mirada indiferente. Luego ni eso. Contemplo la misma expresión ausente en todos ellos, todos los días. Ovejas. Es la imagen que aparece cuando cierro con fuerza los ojos.

Como no hay sitio a cubierto me la juego y me quedo en el borde de la acera. La vida es riesgo. Ja. Ya debería llegar el autobús. Vigilo con inquietud los charcos más próximos. Desvío la mirada a los coches que amenazan con pisarlos. ¿Me aparto o me quedo? Si me retiro pierdo toda opción de asiento. Y son veinte minutos de camino. Con lluvia, treinta. Porque el tiempo es lo único que no encoje con el agua.

En el momento en que pasa el impresentable de turno y me arroja un cubo de agua sobre las rodillas, no estallo. No libero la ira que ha ido gestándose desde que me levanté. No desato la tempestad de fuego que, dormida, permanece latente en el volcán de mis frustraciones. En su lugar permito que me inunde una oleada de sentido del ridículo que tiñe mis mejillas de rojo semáforo. Soy consciente de que no hay nada vergonzante en que un cretino confirme las expectativas. Pero no puedo contener mi rubor. Y eso me irrita más que sumergirme en un charco de lodo.

Conquistar un asiento no apaga el fuego de mi interior. La pecera en forma de bailarinas donde chapotean mis pies no extingue el incendio de mi furia contra el mundo. Me pongo los auriculares y busco evadirme en cualquier música. Hasta que se sienta a mi lado una compañera de trabajo. Genial. Lo mejor para desconectar. Asumo que, extraoficialmente, acabo de empezar a trabajar, aunque estos treinta minutos no me los pagarán como horas extra.

Cuando bajo del autobús la lluvia puede considerarse diluvio bíblico. Le hago la envolvente a mi acompañante y escapo a mi suerte bajo la tormenta. Entonces reparo en que el agua me salpica la cara. A ver. Esto es imposible, me argumento. El paraguas es de los buenos, no de los del chino. Acepto estar calada de media pierna para abajo. Consiento andar sobre las aguas como una nueva mesías. Incluso admito la cascada que desciende por uno de mis brazos. Pero la cara, no. Es imposible. Entonces dirijo la mirada y percibo la violencia con que la lluvia martillea sobre el agua que cubre la acera. Escucho el repiqueteo del agua contra el suelo. Siento los quejidos lastimeros del cemento al ser apaleado. Y veo asombrada como, en realidad, casi que llueve hacia arriba. En ese momento de locura y sonrisa me imagino dirigiendo el paraguas contra el suelo y poniendo pose de damisela del siglo diecinueve. Entonces, de repente, decido inventarme un sortilegio. Me concentro y lo invoco. Así es como comienzo a diluirme bajo la tempestad, de forma que ni el agua que llueve de arriba ni la que diluvia desde abajo, me mancillan. Y resulta que, por un momento, soy impermeable a la mediocridad.

Modelo: Leila Amat Ortega (Manifeste Des Yeux). Muchas gracias, Leila. Fotografías realizadas durante el Taller impartido por Leila Amat en la escuela Revelarte (Valencia)

Modelo: Leila Amat Ortega (Facebook.: Leila.amat.ortega). Muchas gracias, Leila.
Fotografías realizadas durante el Taller impartido por Leila Amat en la escuela Revelarte (Valencia)

 

 

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Jigsaw

“¿Has besado alguna vez a una mujer, Dani?” Es la pregunta con la que respondo cuando me comenta que si no estoy cansado ya de ir a ver auroras.

“Vale, lo pillo.”- Acepta con tono resignado, evitándome el resto de mi argumentación. Dani es un amigo que conocí en Islandia hace un año, en un viaje lleno de grandes momentos, vacío de auroras y teñido de la melancolía de mi momento personal.

Hoy, un año después, acabo de volver de un viaje para ver auroras. Un viaje alegre y divertido,  no tan lleno de auroras como había encargado por Amazon (no tardaremos en llegar a este punto) y con un momento personal que progresa adecuadamente.

Al final, nada sale como prevés (ni en los viajes ni en la vida). Con todo, no puedo ir contra mi esencia. Soy previsor por naturaleza. Es duro. Pero he aprendido a convivir conmigo. Para los que me rodean es, en ocasiones, supercómodo y, en otras, exasperante. Para mí también. A veces, como dice Frankie Machine,  «me resulta tan difícil ser yo…”. A pesar de ello, de un tiempo a esta parte siento que me he relajado, y no lo digo como una pose. Es real. Tal vez no transcienda. Pero yo lo percibo. He conseguido que algunas  situaciones (sólo algunas, tampoco nos pasemos) que antes me habrían agobiado, ahora, incluso me supongan un reto que afronto sonriendo y disfrutando. Lo llamo “modo bolas chinas”.

Nuestro primer contacto con Laponia es una imagen como ésta. Se trata de la carretera principal que cruza la región de Norte a Sur. La realidad es que la carretera es magnífica. Los fragmentos de vídeo están grabados por Tony Duplà, que hace esto en sus ratos libres de copiloto. He puesto musiquita porque no me gusta oírme (aunque soy incapaz de estar callado cuando conduzco)  pero no es un vídeo que pretenda ninguna calidad, es un simple documento gráfico. 


Su mejor versión.

En esta ocasión, en lugar de hacer amigos en el viaje me los he llevado puestos. Tony me soporta desde hace 23 años. Vicen es, desde hace 13, como una hermana. Y Pardo me aguanta desde hace casi 3. En realidad se llama Sergio. Pero como éramos demasiados para un mismo coche, pues me apropié del nombre. De esa forma, el único que le podía llamar así, sin confusiones, era yo. Sin embargo, evito llamarlo Sergio, por si en lugar de responderme él, me respondo yo.

Pardo es tímido, noble, tímido, cauto, tímido, callado al principio y hablador por los codos cuando bajas la guardia y, sobre todo, es buena persona. Y aunque tal vez no deba mencionarlo, es algo tímido. Su sentido del humor es peculiar. Suelta paridas que sólo le hacen gracia a él y que le dejan algo bloqueado (demasiado poco rato, en ocasiones) cuando los demás no simulamos una risa. Porque los amigos no simulan. Entonces, sin avisar, dispara, en voz baja, sólo para sus oídos, comentarios incisivos, brillantes, hilarantes. Auténticos torpedos a la línea de flotación que si no son amplificados por alguien se pierden en el limbo de la genialidad olvidada.

Lo hablé con Tony antes del viaje. A veces creemos que el destino confabula en torno nuestro, bien sea a favor bien sea en contra. Pero olvidamos que, en ocasiones, somos simples peones de la partida que se juega para otros. Por eso, cuando le dije a Tony que éste era el viaje de Pardo, tuve un sentimiento agridulce. Porque, en el fondo, a todos nos jode ser actores secundarios. Sin embargo, una vez finalizado el viaje, admito mi error. Los cuatros hemos sido actores principales, aunque cada uno de su película. Al mismo tiempo, escenas interpretadas por cada uno de nosotros han completado el rompecabezas de los demás.

En una de las cenas, ya con el capuccino delante, puse cara de sabio muy sabio y agravé el tono de la voz para dar más importancia a lo que iba a revelar. Le conté a Pardo una de mis teorías favoritas. La de que somos nosotros quienes nos ponemos nuestras limitaciones. Sí, la misma frase exacta que días después me escribieron dedicada a mí.

Pienso que, en cierto modo, vallamos nuestras posibilidades. Nos encerramos en nuestras inseguridades y prejuicios y arrojamos la llave bien lejos, para que se hunda en el mar de la falsa seguridad. Pardo, en mi opinión, ha saltado la valla en este viaje. No digo que haya corrido libre por el prado sin volver la vista atrás. Y seguro que volverá al redil, como todos lo hacemos, a esa cómoda habitación gris en la que la rutina nos hace sentirnos a salvo. Pero, al menos, ya es consciente de que se puede saltar la valla sin que se hunda el suelo. Y te digo más, Pardo, abiertamente: de todo lo que has hecho en el viaje, el paso más difícil, fue decidir venir. Lo demás, vino solo. Y en la próxima escapada de tu pequeña celda del falso comfort, no temas. Aunque te cuenten que fuera te espera un laberinto. Incluso si te dicen que al final del laberinto te espera un Minotauro. Porque tal vez pueda aparecer una Ariadna y cederte su ovillo para que encuentres el camino de vuelta.

Tal vez no sea necesario que le cuente esto, porque lo cierto es que ha roto sus cadenas durante este viaje y creo que se ha sorprendido a sí mismo de lo que es capaz de hacer.

Sergio Pardo fotografiando una aurora boreal.

Sergio Pardo fotografiando una aurora boreal.


Cita con el surrealismo.

Una noche más y, tras envolvernos hasta parecer una cebolla The North Face, cargamos con todo el material y nos aventuramos hacia el interior del lago helado. Si despeja y si hacen acto de presencia…nos encontrarán atentos y complacientes como un nuevo amante. Ayer la copiosa nevada nos hizo renunciar. Hoy hace menos frío y las nubes se nos insinúan mostrando claros de luna. El hielo parece resistente. Sin embargo, saber que debajo hay un lago nos hace ser cautos al caminar sobre la llanura de mármol helado. Dicen que un grosor de 5 cm de hielo es suficiente para que no te vayas al fondo…siempre que no coincida con una corriente que pase justo bajo tu zona. Al final supimos que la zona era segura, pero no antes de que dos de nosotros pisáramos agua líquida.

Todo esfuerzo tiene su recompensa. Conducir hasta aquí, el frío, los resbalones, la incomodidad de montar trípodes, cámaras, disparadores…todo esto, en medio de un lago helado de la Laponia finlandesa, te compensa cuando tomas conciencia de dónde estás. Cuando respiras y el vaho dibuja formas fantasmales entre la luna creciente y las estrellas de más allá del Círculo Polar. Y, sobre todo, al sentirte pequeño, diminuto, ínfimo, ante ese silencio blanco que sólo interrumpe la luz llameante de la luna que, colándose entre las nubes, enciende y apaga la alfombra de cristal bajo tus pies. En ese preciso momento, surge la magia y ellas acuden a la cita. El hechizo verde de las auroras se aprecia a lo lejos, sobre la negra silueta de unas montañas al norte. Este momento lo vale todo. Y habría alcanzado el rango de sublime si el surrealismo no me persiguiera hasta el mismísimo culo del mundo. O, al menos, eso pienso cuando observo como aparca el autobús que vomitará cuarenta turistas japoneses sobre “nuestro” lago helado. Detesto a los turistas japoneses. Porque, con tanto lago, siempre tienen que ponerse o delante de tu cámara o entre los pies de tu trípode. No tardo nada en explicárselo. Y no necesito traductor para que lo entiendan. Pero, claro, las auroras se asustan, normal, y se van. Para no volver.


Ojos y botas.

Abandonamos la carretera principal y nos aventuramos por carreteras blancas, sin asfalto, sin quitanieves. Llegamos a la frontera con Rusia. Allí encontramos, tras perdernos y encontrarnos y volvernos a perder, lo que buscamos: una iglesia. No, no es que mi conducción haga que todos sientan esa necesidad espiritual. Es simple interés cultural.

Pardo y yo dedicamos unos minutos a fotografiar el exterior. Tony está sentado en un lateral, agobiado porque se ha metido hasta la cintura en la nieve del cementerio y se le ha mojado la bota. Vicen está dentro. Entonces sale. Y tras ella una guía local que encabeza un grupo de excursionistas. Cierra la puerta. Me dirijo a ella para que me deje entrar. Reparo entonces en que es alta, rubia y llamativa. Se gira y me dice que tiene que llevarse a todo su grupo (que ya va camino abajo) y que, sintiéndolo mucho, no puede dejarnos las llaves, porque tiene que devolverlas. Entonces  me llama mucho la atención algo en ella…sus botas. Son exactamente como las mías, como las mías que me han salido defectuosas y se llenan de agua. Se lo comento. Me mira con incredulidad y adivino sus pensamientos: 1. A mí me la repampinfla lo que le pase a tus botas  2. Devuélvelas o reclama o llora si lo prefieres  y  3. Con lo buenorra que estoy (y lo sé), ¿cómo te atreves a hablarme de tus botas?¿Acaso tengo cara de representante de “Sorel Caribou”?

Pero en lugar de decirme todo eso, resulta que es simpática y me da conversación. Me pregunta sobre qué hemos visto y me explica que ella es de Helsinki aunque lleva años trabajando de guía local en Laponia, por lo que se considera medio lapona. Además, me da las instrucciones para llegar a un lugar que no figura en la Lonely y que resulta ser el sitio más espectacular de toda la zona. Pero esto último, me lo tiene que repetir dos veces, porque durante la primera me he convertido en Homer Simpson al fijarme en ese par de ojazos verdes. O tal vez azules. Pero que con la luz anaranjada del sol ártico lucen de un verde sobrenatural y que destacan, hipnotizantes, sobre el conjunto de rasgos de su  belleza elegante. Porque tal vez los finlandeses no sean (en general) muy cálidos, pero, guapos y guapas, lo son un rato.

Minutos después se marcha. La veo como se aleja por el camino y desaparece de mi realidad.


Red fire en Panimo.

En uno de los varios pueblos que hemos recorrido estos días hay un lugar aceptablemente auténtico. Quiero decir, que van muchos locales y pocos de fuera. El sitio es lo más parecido a un Pub Finlandés. Es en él donde decidimos tomar algo la última noche para celebrar las buenas sensaciones con las que nos despedimos del viaje. El antro se llama «Panimo».

Es un sitio peculiar, en el que entras y nadie te mira. Ni siquiera el tipo que está fuera del local, en plena nevada a varios-bajo-cero y en manga corta. No te miran aunque tu aspecto difiera en todo con el de los lugareños enfundados en vaqueros. Al entrar, desde detrás de la barra, el dueño te saluda con gesto adusto y pereza indolente, dedicándote algo menos de un segundo antes de volver a sus quehaceres. Que tampoco tiene pinta de que sean muchos porque te toca ir a ti a la barra aunque haya cuatro gatos en el local.

Una vez sentados y despojados capa tras capa de la armadura polar, nos jugamos entre nosotros a ver quién se levanta a pedir. En estas cosas siempre pierdo. Así que, allá voy. Me acerco al ocupadísimo barman con paso firme y seguro. Sondeo acerca de lo que se puede beber. Cerveza. Parece que solo cerveza. Venga, pues cerveza para todos los demás. Porque resulta que a mí no me gusta (lo cual no es tan raro si partimos de la base de que tampoco me gusta la pizza, por ejemplo). Así que pido lo que quiero para mí. Maldito el momento en que nombro la primera de las tres bebidas con alcohol que me gustan: “Piña colada”. El silencio se apodera del lugar. Las miradas me apuntan. La música de fondo se detiene. Un calor abrasador me envuelve y sofoca mi garganta. Al final, resulta que el hombre sí sabe sonreír. Entiendo que esa sonrisa reprimida es el equivalente en un humano a una carcajada de partirse. Tiene narices, que me acerque calzando unas botas prestadas de color verde lima, mis pantalones de esquí catalogados como color “red fire” y nadie se inmute. Y por pedir una piña colada se me partan en la cara. Decido no arriesgar con mi segundo nombre para no agrandar la herida de mi orgullo (…“mojito”) y paso directamente a la tercera bebida de la lista, menos vergonzante (“sidra irlandesa”). De esta sí tienen. Vaya. Es más, incluso tienen sidra finlandesa. Así que ya son cuatro las bebidas que me gustan. Y, desde luego, si alguna vez voy al Caribe, pienso pedirla en primer lugar, sobre todo si llevo puestos unos pantalones color “red fire”.

No la pongo porque sea la foto oficial de grupo. Ni porque se junten dos imposibles en esta época en Laponia: sol y agua líquida. Exacto, la pongo porque me encantan mis pantalones "red fire". A mi izquierda: Tony, Vicen, Pardo.

No la pongo porque sea la foto oficial de grupo. Ni porque se junten dos imposibles en esta época en Laponia: sol y agua líquida. Exacto, la pongo porque me encantan mis pantalones «red fire». A mi izquierda: Tony, Vicen, Pardo.


Aventura para niños.

ALmuerzo dentro de un "Tipi"

Almuerzo dentro de un «Tipi»

Podría contaros que hemos recorrido casi mil kilómetros por carreteras de hielo y nieve, sin faltar a la verdad. Y que he sentido la emoción de la aventura al conducir contra la nieve y al frenar sobre placas de hielo. Sin embargo, no ha sido tan difícil como pensaba. Diría que ha sido divertido incluso (bolas chinas). Hemos perseguido auroras y, salvo en tres ocasiones, nos han sido esquivas. Pero la sensación que tengo es que nos lo hemos pasado escandalosamente bien, vaciando por completo el cenicero de las colillas de nuestras miserias diarias. Admito que me he divertido como un niño.

De pequeño me marcaron dos escritores. Twain me mostró una visión distinta del destino, que me acompaña todavía hoy, y London me sedujo con los Mares del Sur y, sobre todo, con la fiebre del oro del Klondike. Por eso, por London, me sentía como un aventurero del siglo diecinueve gritando en ese trineo tirado por Huskies, corriendo y empujándolo en las pendientes,  subiendo en marcha y casi volcando en ocasiones (Pardo y Tony sin casi, jajaja). En la motonieve el honor del récord de velocidad se lo llevó la dama. Y si estampé la moto y volcamos en ella, fue, tan solo, para que Tony y Pardo superaran su trauma con el trineo. Las raquetas consiguieron que riéramos el doble que los metros avanzados y que nos cansáramos el triple que culadas nos pegamos con el esquí de fondo. Pensaba en un viaje lleno de tiempos muertos y nos ha faltado tiempo. Fuimos a maravillarnos en la noche estrellada y lo que nos arrancó un ohhh gigante fue ver el extraño sol fantasmagórico sobre Helsinki, que Pardo aceptó como sol, y no como luna, solo porque teníamos la certeza de que estábamos en cuarto creciente. Planificamos un viaje lleno de fotos pero con tanta actividad, la verdad, casi se nos pasa hacer alguna. Pactamos hacer un poco de making of  y se nos olvidó rodar la peli principal. Al final, siento que lo que empezó siendo un viaje fotográfico con amigos, ha acabado siendo un viaje de amigos con fotografías. Y, la verdad, no lo cambio.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Por los bellos parajes del PN Urho Kekkonen.

Trineo de Huskies por el  PN Urho Kekkonen.

Belleza finlandesa

Belleza finlandesa


Principios.

En este viaje he confirmado que si haces un viaje fotográfico pensando exclusivamente  en hacer fotos, al final, como máximo, obtienes sólo algunas fotos. Por lo que mi próximo viaje no será intencionado. Iré a conocer un sitio con todo lo que me quiera mostrar y no sólo por algo concreto. Y, tal vez, decida aplicar una filosofía parecida a la vida.

Con todo lo muy bueno que me ha pasado estos días, si me tengo que quedar con un momento especial, elijo éste: Un principio. “Estamos esperando en el aeropuerto de Ivalo para recoger el coche de alquiler…”. Lo elijo porque los principios, independientemente de la realidad en la que acaben, son puro potencial que llega envuelto en papel regalo decorado con ilusiones. Por una parte, prefiero no estropear el presente con el prejuicio de las expectativas, que tanto daño hacen al ocultar con la dulce mentira de la fantasía la sorprendente belleza que pueden esconder las realidades. Pero por otra parte, no puedo resistirme a rozar las ilusiones con las yemas del corazón, con los latidos de los dedos. Porque sin ilusiones, la vida sería sólo un simple pasatiempo.

Este vídeo resume mejor que cualquier frase el espíritu de este viaje. El que canta “carros de fuego” es Pardo.

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